Es conocida por cualquier alumno de Bachillerato de Humanidades la historia de Teseo, hijo del rey Egeo, soberano de Atenas, que, tras abatir al Minotauro, logró salir del Laberinto de Creta con ayuda del hilo de Ariadna, y regresar sano y salvo a su ciudad de origen. Es sabido que se le olvidó cambiar las velas de la nave. Su padre le había dicho que arriara las velas negras que llevaba si volvía a salvo de su misión, y que izara en su lugar unas blancas, olvido que acarreó el suicidio de su padre, que se precipitó al mar que lleva su nombre.
Hay,
según quien lo
cuente, muchas versiones sobre la causa de este olvido. Para Plutarco es
la alegría de la hazaña heroica; para Diodoro, Apolodoro, Pausanias e
Higino, la pena que lo embargó de añoranza por la pérdida de Ariadna.
Para Catulo se trata de un castigo divino de
Júpiter como venganza por el abandono de Ariadna. Podemos incluso llegar
a
pensar, siguiendo a Sigmund Freud, que se trata de un ajuste de cuentas:
el
olvido del héroe no sería un acto involuntario, sino la afloración del
deseo inconsciente
de matar al padre que todo hijo lleva consigo debido al complejo de
Edipo. En
efecto, al desembarcar en el Ática el príncipe heredero, una vez
fallecido el monarca, sería coronado rey él mismo: a rey muerto, rey
puesto.
El caso es que, leyendo la biografía de Teseo
que escribió Plutarco, que traza un paralelismo con la de Rómulo, nos encontramos con un sorprendente hallazgo: la célebre paradoja de la nave de Teseo. Los atenienses habrían conservado esta nave desde tiempos inmemoriales. Suponemos que esta era la nave que los
ciudadanos de Atenas enviaban a la isla de Delos todos los años en procesión como
agradecimiento al dios Apolo, que había nacido allí, por haberse salvado Teseo
y sus compañeros, los siete muchachos y las siete doncellas que viajaron con él
a la isla del rey Minos como ofrenda sacrificial del Minotauro, y haber librado a la ciudad de su tributo de sangre humana.
Cedamos la palabra a Platón, que nos cuenta en el
Fedón: “Esta es la nave, según cuentan los atenienses, en la que zarpó Teseo
antaño hacia Creta llevando a las famosas siete parejas, y los salvó y se salvó
a sí mismo. Así que le hicieron a Apolo la promesa entonces, según se refiere,
de que si se salvaban, cada año llevarían una procesión a Delos. Y la envían,
en efecto, continuamente, año tras año, hasta ahora en honor al dios… El
comienzo de la procesión es cuando el sacerdote de Apolo corona la
popa de la nave”.
La víspera del día del juicio en que Sócrates
fue condenado a muerte por la democracia ateniense comenzó la procesión de la
nave de Teseo a Delos, donde se hallaba uno de los principales santuarios del
dios. Durante ese tiempo no se puede ejecutar públicamente a nadie hasta que no
haya regresado la nave de vuelta a Atenas, lo que a veces tardaba mucho tiempo, treinta días en el caso de Sócrates, que murió en el 399 antes de Cristo. La nave seguiría
existiendo hasta los tiempos de Demetrio de Falero, según cuenta Plutarco, es
decir, al menos unos ochenta y dos años más de los que tenía entonces.
Pero, en este
punto, debemos preguntarnos: ¿Era la misma nave? He aquí la paradoja de la nave
de Teseo, una paradoja que, como veremos, afecta a todas las cosas y personas,
incluidos también nosotros mismos, por muy extraño que nos parezca a simple
vista. Cedamos la palabra a Plutarco, que así escribió en la lengua de Homero en Vidas paralelas, Teseo, 23: τὸ δὲ πλοῖον ἐν ᾧ μετὰ τῶν ἠϊθέων ἔπλευσε καὶ πάλιν ἐσώθη, τὴν τριακόντορον, ἄχρι τῶν Δημητρίου τοῦ Φαληρέως χρόνων διεφύλαττον οἱ Ἀθηναῖοι, τὰ μὲν παλαιὰ τῶν ξύλων ὑφαιροῦντες, ἄλλα δὲ ἐμβάλλοντες ἰσχυρὰ καὶ συμπηγνύντες οὕτως ὥστε καὶ τοῖς· φιλοσόφοις εἰς τὸν αὐξόμενον λόγον ἀμφιδοξούμενον παράδειγμα τὸ πλοῖον εἶναι, τῶν μὲν ὡς τὸ αὐτό, τῶν δὲ ὡς οὐ τὸ αὐτὸ διαμένοι λεγόντων.
Y su traducción
dice aproximadamante lo siguiente: Y
la nave en la que (Teseo) navegó con los jóvenes y regresó a salvo, la de
treinta remeros, la conservaron los
atenienses hasta los tiempos de Demetrio de Falero (gobernador de Atenas entre
317 y 307 a.
de Cristo), quitándole las tablas
deterioradas de la madera y poniéndole otras sólidas y resistentes de modo
que la nave también les servía a los
filósofos como ejemplo del muy discutido
argumento de la renovación por sustitución (auxómenos logos), ya que unos
decían que seguía siendo la misma y otros que no.
Los atenienses conservaron la embarcación de
Teseo eliminando tablas estropeadas y reemplazándolas por otras nuevas según se
iban deteriorando. El barco se convirtió así en un paradigma filosófico sobre la identidad
de las cosas que cambian, sobre la necesidad incluso, diríamos, de que las
cosas cambien para poder seguir igual.
Recordemos aquí la célebre paradoja que formuló
Giuseppe di Lampedusa en su novela Il Gatopardo, puesta en boca del príncipe Fabrizio
Salina, llevada magistralmente a la gran pantalla por Luchino Visconti en la
película homónima: Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi. "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".
¿Hasta qué punto seguía siendo la misma nave si
se iban reemplazando cada una de las tablazones, cuadernas o costillas del
casco, varengas, remos y mástiles? Si
las partes de ese todo que es la nave van cambiando gradualmente una tras otra
¿cómo se mantiene la unidad del conjunto, o la identidad de la propia nave?
De
manera similar en todo ser vivo se producen
cambios fisiológicos y aun psicológicos. Hagamos un pequeño experimento
filosófico poniéndonos frente a un espejo,
consistente en una simple pregunta: ¿Somos
nosotros mismos? ¿O somos otros? Estamos formulando el principio de
identidad A=A, pero con el solo hecho de formularlo lo estamos
contradiciendo: ¿Cómo va a ser la primera A, la de la izquierda de la
ecuación, igual a la segunda A, la de la derecha, si ni siquiera son
una sola A, si estamos escribiendo y pronunciando dos aes? ¿Cómo voy a
ser yo mismo igual a la imagen que me refleja en el espejo, si una cosa
soy yo y otra muy distinta, aunque se me parezca, mi reflejo?
No vamos a decantarnos por una respuesta unívoca
y única, vamos a dar una respuesta contradictoria como la misma paradoja, es
decir, una respuesta que no anule la contradicción, sino que la mantenga
viva.
La respuesta fácil, apelando a Heraclito y su
famoso río en el que uno no puede bañarse dos veces seguidas, porque ni el hombre ni el
agua del río serán los mismos la segunda vez, sería que somos otros, que hemos cambiado. El
río es, sin embargo, siempre el mismo río, aunque sus aguas no dejen
nunca de fluir y no vuelvan nunca a bañarnos. Y, como el río, también
nosotros, que nos bañamos en sus aguas, somos, a pesar de
nuestros cambios fisiológicos y psicológicos, los mismos cada vez que
entramos en él.
Sin
embargo, la otra mitad del sentido común que todos albergamos, pese al
dicho de que el sentido común es el menos común de todos los sentidos,
nos dice que todo cambia, también nosotros mismos. Machado
corrigió el "todo fluye" que suele atribuirse a Heraclito añadiéndole
un segundo término que lo contradecía: "Todo pasa y todo queda".
Si
no somos el mismo personaje que nació hace
unos años, si estamos cambiando cada dos por tres, ¿por qué ese empeño e
insistencia en seguir siendo el mismo y en seguir llamándonos igual y en
adscribirnos un número en el DNI, en hacer
las mismas cosas, en repetir la misma historia una y otra vez, en
responsabilizarnos de nuestros actos y culpabilizarnos incluso por
ellos? No es una
pregunta ingenua. No debería escapársenos el hecho bastante importante
desde un
punto de vista político, sí, político y no sólo metafísico y filosófico, de que
existe la imposición de que sigamos
siendo nosotros mismos, de que cambiemos para seguir siendo los mismos,
de que
todo cambie periódicamente para que permanezca igual a sí mismo, como la
nave de Teseo.