La Hidra, hija de Tifón y Equidna, vivía en las ciénagas pantanosas de Lerna, no lejos de Argos en el Peloponeso. Era un enorme dragón policéfalo, cuyo solo aliento mataba a todo ser viviente que se le acercara. Según la mayor parte de las leyendas tenía nueve cabezas, siendo ocho de ellas mortales, e inmortal la central. Se diría que este monstruo estaba destinado a la eternidad, como escribió Borges en su Libro de los Seres Imaginarios. Si se le cortaba una cabeza, enseguida le brotaban dos en el mismo lugar, duplicándose su número.
Se
cuenta que Hera, la acérrima enemiga del héroe que lleva sin embargo su
nombre, Heraclés, que significa paradójicamente "Gloria de Hera",
la crió para que el hijo que ella tanto hubiera deseado y que no tuvo de
su marido se
midiera con la monstruosa criatura. De hecho, fue el objeto del segundo
de los doce hercúleos
trabajos.
Hidra de Lerna, The Greek Monsters, Beetroot (2014)
El
semidiós, hijo como era de Zeus y de una mortal, Alcmena, logró
vencerla
no sin la ayuda de su sobrino Yolao. El héroe cortaba las cabezas y su
ayudante
le quemaba los muñones con una antorcha, evitando así al cauterizarlas
que se reprodujesen. Heraclés enterró la última cabeza bajo
una enorme losa a modo de lápida fúnebre impidiendo que se multiplicara,
sepultando al monstruo. El héroe untó victorioso sus flechas en la hiel
de la hidra, razón
por la que las heridas de sus dardos serían incurables y mortales de
necesidad.
A pesar de que Heraclés acabó con el monstruo, este renace y sobrevive en la mitología medieval sin embargo como dragón
de múltiples cabezas y llega así hasta nosotros en la actualidad, que no somos semidioses precisamente ni
héroes, sino simples
mortales que queremos emular a los ídolos de nuestra infancia creando endriagos con los que enfrentarnos.
La
imagen de esta hidra de múltiples cabezas se ha convertido en
nuestro imaginario actual colectivo en el símbolo de un problema
polifacético y sin solución. Este monstruo encarna como ningún otro los
muchos
problemas que cuando se intentan resolver se multiplican hasta el
infinito con
numerosas complicaciones, por lo que resultan así irresolubles. La
perspectiva
de un monstruo policéfalo que se replica a perpetuidad parece el fruto
de una horrible pesadilla. La imposibilidad de destruir por completo al
endriago hace que corramos el riesgo de provocar nuestra propia
destrucción en
el intento. Lo mejor sería aceptarlo como tal, porque es imposible
destruirlo
sin que acabe él con nosotros en ese empeño. A fin de
cuentas, nosotros no somos Heraclés.
Examinemos
por un instante la etimología de la palabra "problema", que es
griega como la propia hidra de Lerna y es lo que ella representa con sus
múltiples ramificaciones: está formado por el prefijo pro- que
quiere decir “hacia delante”, la raíz verbal -ble- que significa
"lanzar" y que
comparte con otras palabras como bala, balón y discóbolo, y el sufijo
-ma, que
indica "resultado de la acción". Un problema es aquello inalcanzable que
se proyecta y pone por delante como la zanahoria atada al palo del borrico, para que ande y sólo vea eso en el reducido campo visual que delimitan sus orejeras.
Hércules lucha contra la hidra de Lerna, Zurbarán (1634)
Cuando queremos resolver los problemas que nos plantean los demás y que nos planteamos nosotros mismos, sólo con pensar en ellos se acrecientan, y se van añadiendo a la madeja, que se enreda fatalmente y se hace cada vez más gruesa y complicada. Los problemas no existen: no hay problemas: los crea nuestra mente. Nuestra obsesión por resolverlos los acrecienta, los alimenta, los multiplica.
Desde
pequeños nos enseñan en la escuela a
plantear y a resolver problemas que no tienen solución. Sin ellos no
sabríamos vivir ni qué hacer, estaríamos perdidos. Si no los tenemos,
los
inventamos, los creamos. Al resolver uno, ya hay dos: uno menos y otro
más.