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miércoles, 13 de mayo de 2020

Memento mori: moriremos.

La opinión, porque no es más que una opinión, que quede claro desde el principio, de que morir es algo malo, lo peor que le puede pasar a uno en la vida, no es una opinión cualquiera como cualquier otra: es la opinión fundamental y generalizada entre los seres humanos, nuestra opinión constitutiva y constitucional, por así decirlo, y es el epicentro de todas las opiniones humanas. Si en algo nos diferenciamos del resto de los seres vivos, es en que nosotros sabemos que vamos a morir. Nos lo tienen enseñado desde muy pequeños.  Y lo tenemos aprendido y creemos, además, que eso no es bueno.

Frente a esta opinión se puede esgrimir la contraria, como creo recordar que hacía Cicerón en sus Conversaciones en la villa de Túsculo: morirse es lo mejor que le puede pasar a uno en la vida.  Traía el ilustre abogado, ya en su vejez, en apoyo de esta tesis la historia de Trofonio y Agamedes, los dos arquitectos que construyeron el templo consagrado a Apolo en Delfos. Una vez realizada su obra, le pidieron al dios que les concediera como recompensa no algo en concreto, nada específico de eso que suelen pedir los hombres como salud, dinero o amor, sino lo que él, en su inmensa sabiduría, considerara que era el mejor premio que les pudiera conceder. 

 Ruinas del templo de Apolo en Delfos
 
El dios les manifestó a través de un sueño que fueran al tercer día a buscarlo al templo que habían construido, donde lo hallarían. Al fin iba a desvelarse el secreto mejor guardado de todos los tiempos: qué era lo mejor para el hombre. 

Pues bien, al tercer día Agamedes y Trofonio acudieron al templo a buscar lo que habían pedido. Allí mismo fueron ese mismo día hallados muertos con una sonrisa de felicidad e incredulidad en sus rostros que indicaba que aquello que les había sido concedido no era un castigo, como ordinariamente creen los seres humanos, sino la mayor recompensa por la trayectoria de toda una vida. 

Hay otra leyenda en el mismo sentido. La cuenta Heródoto, el padre de la Historia, con mayúscula, y la pone en boca de Solón, uno de los siete sabios de Grecia, que se la contó al rey Creso. La anécdota está relacionada también con Delfos, aunque transcurre en Argos, porque en Delfos se hallaron las dos estatuas que datan del siglo VI antes de nuestra era, de los dos mozos Cléobis y Bitón desnudos, los dos hermanos gemelos como dos gotas de agua de robustos cuerpos y largas trenzas. Eran hijos de Cídipe, la sacerdotisa argiva de Hera. En una ocasión en que debía acudir desde Argos al templo de la diosa, al Hereo a presidir un festival en su honor, no podía hacerlo porque los bueyes que debían tirar del carro no habían vuelto de la arada. El tiempo apremiaba. Estaba a punto de comenzar la solemnidad, y la sacerdotisa no llegaba...

Cléobis y Bitón, siglo VI a. C.

Ambos hermanos, ni cortos ni perezosos, se uncieron entonces ellos mismos a la gamella y tiraron del carro que llevaba a su madre e hicieron a toda velocidad a pie el recorrido completo de cuarenta y cinco estadios, unos ocho quilómetros,  -cuesta arriba en su último tramo, porque el santuario se encontraba en lo alto de una colina. 

Una vez allí, la madre le rogó a la diosa Hera que les concediese a los dos gemelos el mejor regalo que el cielo le pudiera otorgar a una persona, ya que habían honrado con su gesto a la diosa y a ella misma, su madre, por lo que humildemente le suplicaba para ellos el don más preciado que pudiera alcanzar un hombre en vida. 

La diosa, agradecida, se lo concedió. Ambos muchachos, exhaustos como estaban, fueron hallados, después de los sacrificios rituales y del banquete, yaciendo en el suelo y sumidos en lo que parecía un profundo y agradable sueño, después de la fatiga del esfuerzo y de la opípara comida. Pero ya no despertaron nunca porque era la muerte el regalo que Hera les había concedido. 

Los argivos mandaron hacer unas estatuas de ellos y las consagraron a Apolo en Delfos, donde se hallan actualmente, en el museo de la localidad, no lejos de las ruinas del templo, en la falda del monte Parnaso. 

Traíamos aquí a cuento el otro día la cita de Epicteto “Conturban a los hombres, no las cosas, sino las opiniones que de ellas tienen. Por exemplo, la muerte no es un mal, porque si lo fuera, así lo habría sentido Sócrates. Es un mal, sí, la opinión de la muerte, que un mal la juzga." (Traducción de don José Ortiz). Con ella el sabio estoico que como Sócrates no dejó nada escrito pone en duda la maldad de la muerte, recurriendo al criterio de autoridad: Sócrates. Magister dixit. Lo ha dicho el maestro. Pero que no sea un mal no significa ni conlleva que sea un bien.  Si la muerte fuera un mal, Sócrates lo hubiese sabido. ¿Por qué? Porque Sócrates, según el oráculo de Delfos, era el hombre más sabio del mundo. Pero ¿en qué consistía su sabiduría? No más, ni menos, que en el reconocimiento de su ignorancia. Sócrates no tiene la certidumbre de que la muerte sea un mal, pero tampoco de que sea un bien, porque no tiene ninguna certeza: solo incertidumbre. Recordemos las últimas palabras de su discurso de defensa ante el jurado que lo condenó a muerte: "Pero, sí, ya es hora de que nos marchemos, yo a morir, vosotros a vivir; pero cuáles de nosotros vamos a mejor negocio, cosa es oscura para todo ser, salvo si acaso para el dios." (Platón, Apología de Sócrates).

Es muy difícil combatir la opinión de que la muerte sea algo malo, sin que caigamos en la opinión contraria de que es algo bueno, y aun más, lo mejor que le puede ocurrir a uno, y algo que deberíamos procurarnos enseguida. 

Es muy difícil no caer en un juicio de valor sobre algo que desconocemos radicalmente, porque no tenemos ninguna experiencia previa de la muerte, y porque la certeza que tenemos de ella se da en otros seres vivos, no en nuestras propias carnes, ni podremos experimentarla tampoco nunca, como diría Epicuro, cuando estemos muertos porque entonces ya no experimentaremos nada. 

 
Joven que sostiene una calavera, Frans Hall (c. 1616)


Sin embargo estamos condenados a muerte por el célebre silogismo, cuyas premisas son “todos los hombres son mortales, Sócrates es un hombre” y su inevitable conclusión: “luego Sócrates es mortal”. La versión políticamente corregida por el extremo celo feminista de las premisas del silogismo reza, no vaya a ser que alguien crea ingenuamente que se libran las mujeres de la condena a muerte: “todos los seres humanos son mortales, Sócrates es un ser humano, luego Sócrates es condenado a la pena capital”. 

El miedo a la muerte, por lo tanto, nos constituye decisivamente como personas. Recordemos en este punto el saludo de los monjes cartujos: Hermano, morir habemos. Dice uno, y el otro le responde: Hermano, ya lo sabemos. 

Ese “morir habemos” es la perífrasis verbal que da origen a nuestro Futuro Imperfecto o Simple, según otros, del modo Indicativo de nuestras gramáticas escolares: morir habemos,   morir hemos, (hemos de morir, tenemos que morir)  moriremos

Esa conciencia de nuestra condena a muerte es lo que nos constituye y nos define, frente a otros seres vivos, que la ignoran. Pero esa condena a muerte no es más que una condena al futuro. Las personas no estamos libres del miedo a la muerte y de la opinión de que es lo peor que nos puede pasar, pero hay algo dentro de nosotros que, sin empujarnos a la opinión contraria y a precipitarnos a todos al suicidio, como se oye neciamente a veces (“Si no crees que la muerte es algo malo ¿por qué no te suicidas?”), llamémoslo “sócrates” o simplemente “razón”,  nos dice que no hay razones para temer ni tampoco para desear lo que se desconoce.

Pero en las personas no manda la razón, que sin embargo a todos nos es común, como diría Heraclito; mandan las opiniones personales, y estas están alimentadas por el miedo, un miedo que no nos deja vivir, sino que nos obliga a hacer planes para el futuro, es decir, a posponer la vida, sabiendo como sabemos que en el futuro no se vive, que tan sólo se vive no vamos a decir en el presente, que no deja de ser otra idea, sino “aquí” y “ahora”, dos adverbios deícticos que apuntan a lo que está fuera del lenguaje y que rompen la ilusión espacial y temporal. 

No, en el futuro no se vive, porque el futuro tan solo es promesa de vida y amenaza de muerte. No está aquí y ahora, pero es lo que nos mata a nosotros aquí mismo y ahora mismo.