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miércoles, 20 de octubre de 2021

'El Triunfo de la Muerte' de Pencz

 

El Triunfo de la Muerte, Georg Penz (1539)

    Lo que pretende la estampa de Georg Pencz titulada El Triunfo de la Muerte es inculcarnos la idea de que todos vamos a morir, de que hemos de morir y, por lo tanto, morir hemos:  moriremos, y a quí no se salva ni Dios. Es un claro memento mori o recordatorio de nuestra condición mortal, por si se nos había olvidado nuestro destino y en lugar de vivir aterrorizados a la sombra perniciosa de la idea de la muerte, falsa como todas las ideas pero real, nos habíamos descuidado un poco y dedicado a vivir sin saber muy bien tampoco en qué consiste la vida. 

    La palabra "triunfo" en el título del grabado es una clara referencia a la ceremonia de entrada solemne en la ciudad de un general vencedor con una corona de laurel en la frente, símbolo de la victoria, en un carro tirado por cuatro caballos, llevando delante de él el botín, y detrás una selección de sus tropas en un desfile que iba hasta el templo de Júpiter en el Capitolio. Pero no estamos aquí ante un desfile pacífico para conmemorar una victoria después de una gran batalla, sino ante la mismísima batalla en la que un esqueleto, que simboliza a la Muerte,  blande la guadaña con la que siega las vidas de todos los que encuentra a su paso. Que la Muerte esgrima una guadaña es herencia de la iconografía de Saturno, el viejo dios agrícola romano, confundido desde muy pronto con el tiempo cronometrado. Y que el Tiempo sea una epifanía de la Muerte no debería extrañarnos.  

     El esqueleto parece sonreír llevándose por delante los cadáveres de todos los estamentos de la sociedad, incluida la corona real y la tiara de un papa, atropellados bajo las ruedas de su carro tirado por dos siniestros y no precisamente muy pacíficos bueyes.

    Al fondo del grabado está implícito el Juicio Final y la moral del premio y el castigo que quiere inculcarnos: se abren dos planos que anuncian el destino de los hombres después de la muerte, y del Juicio Final que condena a unos y regala a otros con la vida eterna. A la derecha, y entre llamas, la boca de Leviatán, que es la mismísima puerta de los infiernos, a la que entran irremisiblemente las almas de los condenados tras atravesar la laguna estigia en la barca de Caronte. A la izquierda, las almas salvadas ascendiendo hacia la luz del Empíreo para llegar a la fuente de la vida, a la inmortalidad.

    En el pie del grabado aparecen dos versos latinos: un hexámetro tomado del poema astronómico de Manilio nascentes morimur, finisque ab origine pendet (Astronomicon IV 16) y un pentámetro tomado de una elegía de Propercio longius aut propius    mors sua quemque manet.(II, 28, verso 58). Con ambos se forma un dístico elegíaco híbrido, que podemos traducir rítmicamente así: Cuando nacemos morimos, y el fin corresponde al inicio; / tarde o temprano a su vez     va cada cual a morir.


     ¿Qué podemos decir frente a esta imposición descarada de la idea de la Muerte? Que no hay muerte aquí y ahora. Que la muerte que nos prometen y con la que nos aterrorizan desde que tenemos uso de razón y entendimiento, nuestra propia muerte, es siempre futura y por lo tanto nunca presente, aunque no por ello deja de existir como amenaza real. Nada ni nadie nos asegura tampoco que vaya a haber un Juicio Final, ni juicio ni fin, ni tampoco juez. Podemos decir que no hay ninguna evidencia de que haya ningún fin, y entonces decimos: No hay fin, sin afirmar que haya infinito porque al incorporar la negación latina (in-) a la palabra, creamos una idea nueva, otro concepto, cuando lo que pretendíamos con la negación viva era negar una palabra y una idea que ya estaba establecida, sin afirmar otra a cambio. 
 
    Esa imagen del grabado de Pencz de la muerte avasalladora que a todos nos iguala bajo su yugo pretende infunidrnos el miedo a lo desconocido, presentándonoslo como conocido y sabido, cuando no tenemos ninguna certidumbre de las cosas de ultratumba. De las que sí tenemos certeza es de las cosas de aquí y de ahora.