sábado, 3 de octubre de 2020

Gracias al Gobierno

Salus populi suprema lex esto: que la ley suprema sea la salvación (en el sentido de salud y de seguridad) del pueblo. Esta máxima del derecho público romano, inspirada probablemente en una de las leyes de las XII tablas, viene a justificar cualquier medida que se tome, aunque sea de dudosa legalidad, con tal de salvar al pueblo. 

Se han empeñado en salvarnos, maldita la falta que nos hacía. Todos los gobiernos quieren salvar a sus pueblos, como el pastor a su rebaño. ¿Por qué y para qué será? Conviene preguntárselo. 


A tal fin las autoridades sanitarias nos han dado instrucciones terapéuticas: el arresto domiciliario, uso de mascarilla y guantes, y la práctica del hábito de Poncio Pilatos de lavarse compulsivamente las manos con agua y jabón o con una pócima hidroalcohólica, para finalmente poder ingresar en la tierra prometida de la Nueva Normalidad. 

El aspecto más estupefaciente de la crisis del virus ha sido la manipulación de la opinión pública. Parece mentira, pero no lo es, cómo, ante la amenaza del monstruo desconocido, ubicuo e invisible que bautizaron como Covid-19 como si fuera el nombre de un robot de película de ficción científica, la gente ha aceptado resignadamente cambiar su modo de vida, costumbres, proyectos profesionales y hasta comportamientos afectivos a cambio de la mera supervivencia. 

Hemos aceptado vergonzosamente, como decía Juvenal en una sátira, el mayor de los males posibles: propter uitam uiuendi perdere causas: perder la razón y el sentido de la vida, aquello por lo que vale la pena vivir, para asegurarnos la supervivencia

En pleno siglo XXI estamos asistiendo a la puesta al día del sistema que se estaba quedando obsoleto. Tiempos convulsos estos, malos tiempos para la lírica, como todos, en los que somos testigos de la transición de lo analógico a lo digital o numérico. 

Ahora casi todo se hace utilizando las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, hasta nuestra propia firma, que era lo más sagrado y que debía ser presencial y de puño y letra, como se decía antaño, y que ha pasado a digital y virtual. 

Se pretende la eliminación física del dinero efectivo y metálico, lo que no significa, que nadie se llame a engaño, la desaparición del vil metal, que eso es una posverdad o bulo subido a la Red, sino sólo su transustanciación o conversión numérica en un artículo de fe, sustituyéndose billetes de banco y monedas, calderilla al fin y a la postre, por las tarjetas de débito y crédito, pero ni siquiera en su forma material plástica, ya que bastará con su número para poder operar. 

Muchas tiendas y pequeños negocios se cierran, lo que no supone tampoco la desaparición del comercio, que nadie se llame a engaño tampoco con esto, sino en todo caso la desaparición del pequeño comercio en favor del grande, que evoluciona hacia la transacción comercial en línea, que es más cómoda porque no necesitamos salir de casa, donde nos sentimos seguros como en la burbuja del claustro materno, ni manejamos el vil metal, que es fuente de contagio vírico, sino la tarjeta (y ni siquiera físicamente, que también podría contagiarnos, sino sólo el número asignado) y, además, nos sirven la compra y la comida si es preciso a domicilio, así como la atención médica vía telefónica. ¿Qué más podemos desear?

Adiós, pues, al supermercado haciendo cola en fila india, guardando la distancia de seguridad, con mascarilla y guantes y esperando a que el Cancerbero de turno nos deje entrar al templo del consumo cuando haya salido otro cliente. 

Ya nos habían advertido las autoridades sanitarias de que no hacía falta hacer la compra todos los días, que podía hacerse previsoramente una vez a la semana. Y que empeñarse en comprar el pan nuestro de cada día a diario era un acto egoísta y poco solidario, que nos ponía en peligro a todos. Podía, por ejemplo, comprarse el pan semanalmente, guardarse en el congelador y descongelarse cada día. O podía consumirse un pan de molde que se conserva tierno durante mucho tiempo. 

Otro de los cambios que ha llegado para quedarse (y para que todo siga al fin y a la postre igual, cuando no peor) es el teletrabajo o el enemigo metido en casa, que supone una vuelta de tuerca a nuestra explotación laboral, desde el momento en que coinciden explotador y explotado: los horarios, la rutina y el relativo control los ejerce el propio trabajador sobre sí mismo, sobre el que sigue planeando la figura abstracta del jefe, lo que implica mucha presión, y la entrada del ámbito público en el privado. 

"Que triunfe la salud y que se muera el mundo" 

En cuanto a las instituciones tradicionales de enseñanza, irán perdiendo peso las lecciones presenciales y magistrales en favor de las virtuales a distancia, reduciéndose su labor a la formación profesional y a la consiguiente expedición de titulaciones académicas. 

Las nuevas tecnologías aplicadas a la enseñanza favorecerán el autodidactismo, y desaparecerán definitivamente las figuras tradicionales del maestro y sus discípulos. 

El distanciamiento social es un concepto nuevo, quizá el más importante dentro de esta “nueva normalidad” que se nos impone, que favorecerá las videoconferencias, el cibersexo, la participación en todo tipo de foros digitales y los contactos virtuales. 

El distanciamiento social supone la desaparición de la sociedad como tal y su sustitución por las llamadas redes sociales, donde no hay amigos sino simples contactos eventuales, todos hikikomori con agorafobia, cuyos pensamientos se reducen a breves mensajes, emoticonos o likes, a idioteces como este comentario conformista sobre el confinamiento decretado por el gobierno que circula por la Red apelando a la responsabilidad civil: "Me flipa muchísimo (así, literalmente) la cantidad de gente que entiende el confinamiento como una restricción del gobierno (que es lo que es porque no es otra cosa, comentario mío entre paréntesis) y no como una responsabilidad civil".


La relación entre el médico y el paciente también será cada vez más virtual, rehuyendo en la medida de lo posible el contacto contagioso. Se impondrán el control biométrico y los diagnósticos médicos a distancia. Se exigirán certificados de buena salud, como antaño se exigían de buena conducta.

La máxima seguridad garantizada nos ha salvado de morir de virus coronado-19 o Sars-Cov-2, pero no somos inmortales, no nos engañemos con esto. Moriremos de muerte “natural” o de cualquier otra cosa, pero moriremos sanos y libres de la pandemia, cueste lo que cueste. Y todo gracias al gobierno.

viernes, 2 de octubre de 2020

Batería de mensajes políticos contra el confinamiento

Ejército y policía por doquier. Confinamiento. Retórica militar del Presidente del Gobierno: guerra, victoria, batalla, armas, primera línea, enemigo. 

No hay eufemismo peor que a morir llamarlo perder la vida, resaltando la pérdida, cuando a veces lo que se pierde, paradójicamente, es lo que se gana.

Exceso de información y opiniones tertulianas idiotizantes de todo hijo de vecino, multiplicadas y replicadas hasta la saciedad en las redes sociales, vomitivo.

Otorgan al virus, entidad microscópica que desafía fronteras nacionales e individudales, el mayor atributo de soberanía y poder absoluto: la monárquica corona.



Confinada la familia en el arca de Noé, las relaciones virtuales asépticas sustituyen a las poco higiénicas reales; la calle se ha vuelto peligrosa. 

Propaganda institucional: ¡Ánimo, vecinos, lo estáis haciendo muy bien como campeones! Vamos a ganar esta guerra juntos. El virus no pasará. ¡Resistiremos! 

El confinamiento, que quiere evitar el contacto/contagio personal con la imposición del distanciamiento social, nos encapsula en una burbuja de cristal. 

Todos somos enfermos para el ogro filantrópico del Estado Terapéutico, aunque no presentemos síntomas, portadores asintomáticos del virus que somos o seremos. 

La medicina oficial fomenta la enfermedad y su amenaza en el futuro que justifica la profilaxis para su propia subsistencia médica, farmacéutica y corporativa. 



Enfermos crónicos, clientes del sistema sanitario y su farmacopea, incapaces de sobrellevar ni un vulgar episodio de gripe ni un momentáneo estado de tristeza. 

El virus coronado, que se ha viralizado, es, como Dios, ubicuo. Somos sus anfitriones, conscientes o no. No desea matarnos, sino solamente nuestra hospitalidad. 

Cacarean que la clausura es para evitar contagios, pero, cuando nos sancionan por salir a la calle solos o con alguien con quien convivimos, falla el argumento. 

Repiten hasta la saciedad, tratándonos paternalmente como a tontos colegiales, que debemos quedarnos en casa por nuestro propio bien y por el de los demás. 



Parodiando a Octavio Paz: el Estado del siglo XXI es el ogro filantrópico, más poderoso y terrible que los antiguos imperios y sus viejos déspotas y tiranos.  

¿Quién teme la privación de libertad en la cárcel después de haber pasado cuarenta días y sus noches como Noé durante el diluvio universal en el arca confinado? 

Pierde el Norte el navegante que deja de ver la estrella Polar, que señala ese punto cardinal. La desorientación conlleva también la lamentable pérdida del Sur.

Sólo la mala noticia es noticia, por eso los medios de comunicación las necesitan para llenar el vacío de sus tiempos y espacios, las codician, las celebran.

Síndrome de Estocolmo: Veneramos al ogro filantrópico que nos confina imponiéndonos la agorafobia como forma de higiene social y manteniéndonos bajo secuestro.

jueves, 1 de octubre de 2020

Taller de métrica (I)

Vamos a jugar un poco con los hexasílabos castellanos y su doble  posibilidad de esquema rítmico.  Que no nos engañe el que se escriban emparejados de dos en dos formando un verso aparentemente mayor de doce sílabas, un dodecasílabo, porque hay una cesura que divide el número 12 en 6 más 6, y que se sugiere con un doble espacio blanco entre los falsos hemistiquios.

Las dos primeras estrofas son hexasílabos trocaicos (+ - + - + -),  una tripodia trocaica o, como decían los antiguos, un itifálico (como en el villancico popular Dale, dale, dale,  dale a la zambomba; / dale, dale, dale  hasta que se rompa)  mientras que las dos últimas son reizianos, es decir, telesileos catalécticos o privados de la última sílaba (- + - - + -), como aquellos de don Antonio Machado: Adiós para siempre    la fuente sonora, / del parque dormido    eterna cantora. / Adiós para siempre;     tu monotonía, / fuente, es más amarga    que la pena mía, o aquellos otros del poeta romántico don José Zorrilla: Yo voy por los mares    sin rumbo ni puerto. / No tengo ni sino    ni horóscopo cierto. / De nadie soy siervo,    de nadie señor.  
 
Lo habitual es que en el hexasílabo castellano se confundan ambos esquemas y se usen indistintamente, no como aquí hacemos, que los hemos separado para que se sientan distintos al oído. En primer lugar veamos, si no podemos oírlos y escucharlos, los hexasílabos trocaicos:
  
Ha venido mayo,     bienvenido sea, 
vuelve ya el buen tiempo     con la primavera: 
pájaros que trinan,     mieses que verdean, 
campos florecientes     antes de la siega. 

 Ya las golondrinas     trazan, blanquinegras, 
rutas en el cielo,     caprichosas sendas, 
y, nocturnos, cantan     otra vez sus penas 
grillos infantiles     a la luna llena. 


Y a continuación los reizianos o telesileos catalécticos:
 
Barrunta y crotora     la sabia cigüeña 
que anida en las torres     de viejas iglesias:
"Son tantos mis años     y tantas mis penas
y mis desengaños     que pierdo la cuenta: 

Por miedo a enfermarse,     de miedo se enferma. 
Por miedo a la muerte,     será lo que sea, 
que nadie lo sabe,     futura condena, 
me muero de miedo,     se muere cualquiera". 

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Inteligencia asintomática

La palabra “asintomático” está de moda. Se oye y se lee más que nunca por doquier. La Real Academia la define como propia de la jerga médica: “Que no presenta síntomas de enfermedad.” En efecto, si descomponemos la palabra en sus elementos significativos para analizarla, está formada con el prefijo negativo a(n)-, que incorpora la negación al término, por lo que es sinónimo de no-sintomático, sin síntomas

Vamos, pues, al síntoma, que es el meollo del vocablo y que se define como “manifestación reveladora de una enfermedad” y en sentido más general como “señal o indicio de algo que está sucediendo o va a suceder”.  

 Anatomía de un hombre herido, Daniel Hagerman (siglo XV)

Si recurrimos ahora al expediente etimológico, vemos que síntoma procede del griego σύμπτωμα, vía latina symptōma, pero conservando la acentuación griega, no sé si por afán puramente conservador, por pedantería esdrujulista o por ambas cosas, ya que debería ser llana, habida cuenta de la ley de la penúltima latina, que es larga.

Los periodistas y políticos hiperculteranos prefieren utilizar el palabro “sintomatología” en lugar de “síntomas”, en frases como “La enfermedad presenta una sintomatología...” en vez de lo normal que sería “...unos síntomas...” porque parece que son más leídos cuantas más palabras polisilábicas metan, y sín-to-mas sólo tiene tres sílabas mientras que sin-to-ma-to-lo-gí-a tiene siete. 

Es propio, en efecto, de la pedantería de la verborrea políticamente correcta utilizar palabras más largas que un día sin pan. Por eso se oye decir y se lee “problemática” en vez de “problemas”, “analítica” en vez de “análisis”, “temática” en vez de “tema”, y hasta “climatología” en vez de “clima”. 


Volviendo al σύμπτωμα / symptōma: El grupo consonántico interno -μπτ- -mpt- se ha simplificado en -nt- para mayor comodidad en la pronunciación. El término síntoma se encuentra entre nosotros desde 1607. Es un compuesto del prefijo σύν-, equivalente del latino cum- y, por lo tanto, de nuestro con- y del verbo πίπτω, cuya raíz no reduplicada es πτω, que significa “caer”, más el sufijo -μα -ματος, del mismo origen indoeuropeo que el latino -men / -mentum,  que indica resultado de la acción verbal, por lo que propiamente equivale a "coincidencia" o "concurrencia".

El verbo griego συμπίπτω quiere decir “yo caigo juntamente, coincido, concurro”. Σύμπτωμα, sustantivo derivado de ese verbo,  está documentado en griego a partir de finales del s. V a. C. en historiadores, en los que significa, con connotación negativa, "infortunio", o "desgracia"; después en filósofos como Epicuro "atributo", "propiedad", "fenómeno concomitante", y un poco más tarde en textos propiamente médicos "fenómeno revelador de una enfermedad".

Galeno, por ejemplo, en su tratado De symptomatum differentiis K. 7. 50 diferencia el síntoma de la enfermedad (νόσημα nósēma en griego) comparándolo con las sombras: los síntomas son como las sombras que acompañan a la enfermedad principal, pero no son ella misma.    

Si hacemos caso a Heraclito (“común es a todos el pensar”), todos tenemos una razón, inteligencia o sentido comunes λόγος, pero esta facultad suele estar mermada por las opiniones personales. Podríamos decir que en la mayoría de los casos es asintomática, es decir, no presenta síntomas o indicios de ello, porque hay algo, que es la “inteligencia privada” que la empaña y nos vuelve irracionales (“pero, siendo la razón común, viven los más como teniendo un pensamiento privado suyo”). 


¿Por qué algunas personas, muchas, la inmensa mayoría, no presenta síntomas, es decir, indicios, señales, de esa inteligencia y razón, algo que nos es común a todos los seres racionales? Muy sencillo: porque tienen ideas propias, que son la enfermedad de la razón: la ignorancia o creencia de que se sabe. Heraclito acuña este concepto de idea propia como ἰδίη φρόνησις o pensamiento privado, que configura su idiotismo, y ese idiotismo, etimológicamente hablando, es bastante sintomático: presenta unos síntomas (no vamos a decir una sintomatología, que sería harto pedante) muy claros: son las ideas propias que se hace uno de las cosas.

La palabra “idiota” no significa otra cosa que aquel que forma sus propias ideas, unas ideas que expresa en su propio idioma o idiolecto, y que como ideas fijas que son impiden la puesta en marcha del razonamiento común, como rémoras que se aferran a la nave y no la dejan navegar. Téngase en cuenta que si la inteligencia es en muchas personas asintomática,  eso se debe a que la idiotez o idiocia sí que son sintomáticas.

martes, 29 de septiembre de 2020

Vizcaya se escribe con be

Resulta que ahora Vizcaya debe escribirse con be de burro y no con uve de vaca. Su Majestad el Rey, hoy emérito y huido de España, sancionó con su firma en 2011 una ley que ordenaba y mandaba que los españoles (y supongo que las españolas también, no sé cómo pudo pasárseles este significativo lapsus de corrección política a quienes redactaron el documento) denominaran a las provincias vascongadas oficialmente, no con su denominación tradicional castellana, sino en vascuence, lo que es lógico cuando se escribe en esa lengua, pero no tanto cuando se escribe en la de Cervantes.
 
¿Qué dijo la Real Academia Española de la Lengua? Nada. Calló, entre tanto, guardando un mutismo sepulcral hasta la fecha, habida cuenta, supongo, de que era una medida política y no gramatical, y considerando, por lo tanto, que no tenía mucho que decir. Se trataba de imponer a las administraciones del Estado y a los periodistas y medios afines de manipulación de la opinión pública la norma de escribir los nombres propios de las localidades de las comunidades autónomas con lengua propia su nombre y ortografía en su propia lengua: A Coruña en vez de La Coruña, Lleida en vez de Lérida y ahora Bilbo en vez de Bilbao.

Ya no vale, pues, escribir Guipúzcoa, sino que hay que escribir Gipuzkoa, lo que leído por un castellano parlante sería Jipuzcoa. Y hay que escribir Vizcaya en vascuence, o sea Bizkaia, con ka de kilo, i latina y no griega, y con be de burro oficialmente, lo que no deja de ser una falta de ortografía de grueso calibre para el castellano-escribiente. 

En el caso de Álava, la denominación oficial será Araba/Álava, también en el primer caso con be de burro y sin tilde esdrújula, obligatoria como se sabe en la lengua de Cervantes, donde se acentúan todas las proparoxítonas.

«Mando a todos los españoles, autoridades y particulares, que guarden y hagan guardar esta ley». Yo, desde luego, no pienso hacerlo. Es como si me mandaran escribir oficialmente –o sea, de oficio y de facto- Deutschland en vez de Alemania. Ya sé que en alemán se escribe Deutschland, pero en mi lengua, que es el castellano, más conocido como español a secas fuera de nuestras fronteras, se dice y se escribe Alemania. 

Me permito recordarles a Sus Majestades los Reyes, al emérito y huido, hoy en paradero desconocido, y al que sucedió al emérito y fugado, su hijo y heredero, que en la lengua no puede pretender mandar él, porque en la lengua no manda ni Dios: la lengua es un don gratuito, quizá lo único que se nos da gratis et amore a todos cuando nacemos. Claro está que cuando decimos que en la lengua no manda nadie nos referimos a la lengua hablada, porque la escritura es otro cantar: ahí sí que hay autoridades políticas y académicas que nos dicen cómo hay que escribir, siguiendo unos criterios completamente obsoletos que nos obligan a escribir en castellano "extraño" (y los hay que convenientemente adoctrinados se esfuerzan en pronunciar incluso "ekstraño") en lugar de "estraño" que es lo que nos sale a poco que nos descuidemos.
 
Y ahí, en el tesoro común de la lengua hablada, donde no hay faltas de ortografía, el único soberano no es usted, Majestad, sino el pueblo auténticamente soberano. Ni siquiera la Academia, que siempre se disculpa diciendo que no pretende ser normativa sino descriptiva, aunque acabe convirtiéndose en prescriptiva por la pretensión que tienen los de arriba de imponerse sobre los demás, lo mismo que la lengua escrita sobre la hablada. 

lunes, 28 de septiembre de 2020

Recuento de La máscara de la Muerte Roja de Edgar Allan Poe

El príncipe Próspero y otros mil nobles cortesanos se confinaron en una abadía fortificada para aislarse y escapar de la terrible epidemia de peste que azotaba y asolaba el país con gran ensañamiento. Los más viejos no recordaban una epidemia tan asoladora y espantosa como aquella.
 
El príncipe y los caballeros y damas de su corte, indiferentes a los sufrimientos del populacho, tenían la intención de esperar el fin de la plaga en el lujo y la sensación de seguridad que les brindaba la sólida y altísima muralla que circundaba la abadía, su refugio, después de haberse aprovisionado convenientemente para una larga permanencia y acerrojado su puerta de hierro, dejando fuera a la Muerte Roja, que es como llamaban los lugareños a la peste. Desafiaban así el príncipe y sus cortesanos el contagio del mundo exterior con aquellas precauciones.
 
Una noche, al cabo de cinco o seis meses de confinamiento, cuando la peste causaba los más terribles estragos, Próspero organizó un baile de máscaras para entretener y divertir a sus amigos invitados. El baile de disfraces se celebraría a lo largo y ancho de siete habitaciones de la gótica abadía. Cada una de las estancias estaba decorada e iluminada con un gusto exquisito por unos braseros colocados justo delante de las ventanas que daban un color específico a la cámara: azul, púrpura, verde, naranja, blanco y violeta, las seis primeras respectivamente. La séptima y última sala estaba decorada en tonos negros, iluminada por una luz escarlata que evocaba el de la sangre.
 
Muy pocos huéspedes se aventuraban hasta el séptimo aposento, donde se yergue un gran reloj de ébano que resuena al cabo de sesenta minutos, que abarcan tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye. Cuando da la hora, la orquesta interrumpe la música y las parejas dejan de bailar y de hablar y se hace un silencio sepulcral. El eco retumba solemne en ese momento en toda la abadía. Cuando acaba el repique, se reanuda la mascarada como si no hubiera pasado nada. 
 
La máscara de la Muerte Roja, Harry Clarke (1919)
 
A medianoche sonaron, pausadas y ceremoniosas, en el carillón del aposento de terciopelo las doce campanadas. El príncipe advirtió entonces la extraña silueta de un misterioso invitado en un traje oscuro que no recordaba haber visto nunca antes que estaba como salpicado de sangre, cuyo roidículo y sórdido disfraz semejaba una mortaja ensangrentada. Próspero, creyendo que el misterioso huésped que no recordaba haber visto nunca antes y no creía haberlo invitado, era un ladrón que había entrado furtivamente de noche en la abadía, le exige que se desenmascare inmediatamente a fin de revelarle su identidad. 
 
-¿Quién se atreve -preguntó el príncipe-, quién se atreve a insultarnos así con su presencia? ¡Desenmascaradlo -gritó a los invitados-, para qué sepamos quién se esconde detrás de ese ridículo disfraz!
 
Los bailarines, demasiado aterrados para acercarse a la siniestra figura, la dejan pasar a través de las seis cámaras.
 
El príncipe persigue al intruso con una daga mientras este atraviesa los salones sin que nadie se atreva a cortarle el paso, hasta llegar al último de terciopelo. Cuando la figura se vuelve hacia él, el puñal resplandeciente cae sobre la negra alfombra, el príncipe deja escapar no un grito agudo, sino un alarido de horror, y cae acto seguido muerto fulminado. 
 
El príncipe Próspero ante la Muerte Roja, Arthur Rackham (1935)
 
Los cortesanos, aterrorizados, convergen en el cuarto negro y desenmascaran al sangriento personaje. Descubren, no sin espanto, que no hay nada debajo de la máscara cadavérica y del sudario. Entonces comprendieron que la misteriosa figura que no había sido invitada a la fiesta era la misma Muerte Roja. Creyeron que la habían dejado fuera de la abadía, y resultó que estaba dentro, encerrada con ellos entre aquellos muros impenetrables, ya que ella era la auténtica anfitriona, dueña y señora de aquellos dominios, y no el príncipe Próspero, quien los había a todos convidado. Y ahora todos iniciaban lentamente otro baile al son de las notas inconfundibles de la fúnebre melodía que empezaba a sonar misteriosamente de la vieja y macabra danza de la muerte. 

domingo, 27 de septiembre de 2020

Sonriéndole a la vida

Dice el refrán que una imagen vale más que mil palabras. Este dicho  puede contradecirse enseguida argumentando que una sola palabra puede sugerirnos más de mil imágenes a la vez y ser, por lo tanto, mucho más valiosa que cualquier imagen. Buscando un equilibrio entre ambos decires, diremos que el valor dependerá en todo caso de la capacidad de sugerencia de la palabra y de la imagen. 

Navegando por las aguas procelosas de la Red Informática Universal,  encuentro la página del pintor norteamericano Jordan Henderson, cuyo nombre y obra desconocía completamente. Dice en su carta de presentación que para él pintar es “una forma única de comunicación, una especie de lenguaje, un método mediante el cual podemos explorar intelectual- y espiritualmente el mundo que nos rodea y el mundo de nuestra imaginación”. Como artista gráfico que es, reconoce que “las imágenes pueden transmitir aspectos de un tema que simplemente no podrían transmitirse a través de otras formas de comunicación”. 

La imagen que más me ha llamado la atención de su obra, y la que creo que mejor refleja lo que quiere decir con la última frase,  es este óleo titulado “Sanity, Her Son, and the Credulous”, de rabiosa actualidad. 

 Sanity, Her Son and the Credulous, Jordan Henderson (2020)

Es una imagen poderosa que representa nuestra situación actual y que transmite al mismo tiempo un mensaje positivo de calma, optimismo y de “al mal tiempo, buena cara”.  El lienzo representa un universo paralelo: En un primer plano, radiante y colorido, una mujer y un niño sonrientes, felices.  En segundo plano, como trasfondo, gente gris, muy abrigada a pesar del día soleado que hace y diríase que primaveral o veraniego, con el rostro cubierto y por lo tanto inexpresivo, como si quisieran protegerse no tanto del virus exterminador como del frío emocional que se ha apoderado de sus vidas.  Las carátulas o mascarillas que portan hacen imposible que esas personas sin rostro, a las que el artista denomina "crédulas", puedan sonreír y comunicarse entre sí o con nosotros, que somos ahora los espectadores de ese cuadro. 

La mujer se llama Sanity, lo que le da al cuadro de Henderson el valor de una alegoría, porque su nombre propio es un nombre común y, por lo tanto, tiene un significado, que no es casual, sino intencionado. Pero "sanity" en la lengua del Imperio es un falso amigo, dado que no significa lo que parece en español, no es "sanidad". Sanity es una palabra de origen latino, sí, como nuestra "sanidad", procede de SANITAS, que en la lengua del Lacio significaba tanto salud física como mental, pero sobre todo esta última, con las connotaciones de razón, cordura, buen juicio, sensatez, como demuestran las expresiones ad sanitatem redire o reuerti "recuperar el sano juicio" y ad sanitatem reducere "hacer entrar en razón". Y en inglés "sanity" también significa "sensatez, sano juicio, cordura". Los compuestos españoles "insania" con el prefijo negativo in- (locura)  y "vesania" (demencia, locura, furia) con el prefijo privativo o peyorativo ue-, que tenemos en vehemente,  recuerdan el primitivo valor de sanitas y su adjetivo sanus, de donde vienen nuestro sano, sanear, saneamiento, malsano, sanatorio, insano, sanitario, etcétera. 

Surge enseguida una pregunta. ¿En qué plano de ese universo paralelo nos situamos nosotros, los espectadores del lienzo, en el de las personas tristes y descoloridas, apagadas, que viven acobardadas con miedo, porque son crédulas, es decir creyentes,  esto es, que han creído a pies juntillas enseguida ligera o fácilmente sin cuestionarse lo más mínimo lo que les han inculcado los medios de comunicación y formación manipulada de la opinión pública,  o en el de la mujer que está en su sano juicio y camina resuelta y decidida con el niño sonriente con su coche de juguete por la vida?

viernes, 25 de septiembre de 2020

Neofascismo antifascista

El filósofo francés Gilles Deleuze (1925-1995) profetizó algo que desgraciadamente es hoy realidad. A raíz de la prohibición en Francia de la película L' Ombre des anges de Daniel Schmid en 1977, acusada de antisemitismo, publicó Deleuze un artículo en Le Monde, 18 de febrero de ese mismo año, titulado Le juif riche (El judío rico), que leo recogido en su libro “Deux Régimes de fous, textes et entretiens 1975-1995”, donde analiza dicha prohibición y reconoce que la película es tan bella que podría perdonársele un poco de antisemitismo... Al parecer está basada en una obra de teatro de Rainer Werner Fassbinder y la sinopsis de su argumento podría ser esta que leo en una página de cine de la Red: Una prostituta sin muchos clientes es contratada por un tipo llamado "el Judío" para que le escuche las escenas grotescas y sexuales que imagina. Lamenta en su artículo Deleuze que la Liga contra el antisemitismo declare antisemitas a todos los que pronuncian la palabra “judío”, y escribe: “Es como si se prohibiera una palabra en el diccionario”.

 

Fotografía de Gilles Deleuze

Lo que me interesa del texto de Deleuze, más allá de la anécdota de la prohibición de esta película que no he tenido la ocasión de ver, es la reflexión que hace a propósito de este tema y que es válida para la situación actual que atraviesa cuarenta años después el mundo: Por muy actual y poderoso que sea en muchos países, el viejo fascismo ya no es el problema de nuestro tiempo. Se nos prepara otros fascismos. Se está instalando un neo-fascismo en comparación con el cual el antiguo pasa por ser folclórico (...) En lugar de ser una política y una economía de guerra, el neo-fascismo es una alianza mundial para la seguridad, para la administración de una “paz” no menos terrible, con una organización coordinada de todos los pequeños miedos, de todas las pequeñas angustias que hacen de nosotros unos micro-fascistas encargados de sofocar cada cosa, cada rostro, cada palabra un poco fuerte en nuestra calle, en nuestro barrio, en nuestra sala de cine.

La aparición del neo-fascismo que denuncia Deleuze va más allá de la existencia de partidos políticos como Vox en España, el Front National en Francia, o Amanecer Dorado en Grecia,  que responden, más bien, al viejo fascismo que el denomina folclórico. El neofascismo del que habla es una metástasis que el neoliberalismo ha ido desplegando sutilmente por casi todas las esferas de la vida en nombre de la seguridad y, recientemente, de la Salud Pública. 

Este neofascismo no entiende de gobiernos de izquierdas ni de derechas. No se alimenta de ingredientes ideológicos, sino del miedo que siembra entre la gente. Y llama la atención cómo se extiende en ámbitos progresistas, sirviéndose incluso de eso que Deleuze denominó antifascismo folclórico, que le sirve como cortina de humo y distraccion para inocularse sigilosamente como un auténtico virus en el cuerpo social. 


Muy oportuna y desgraciadamente profética resulta la reflexión que hacía Deleuze. Resulta paradójico, pero el neofascismo se disfrace de antifascismo, como el cuento aquel de la infancia en que el lobo se hacía pasar por mamá cabra aclarándose la voz y untándose sus negras pezuñas con harina blanca para confundir a los cabritos,  de forma que le abriesen la puerta y pudiera, acto seguido, devorarlos.

Dando un salto de más de cuarenta años, y viniendo a nuestros días, la epidemia declarada pandemia del virus coronado que llevamos padeciendo durante siete meses está sirviendo de caldo de cultivo de una dictadura fascista mundial. Desde Nueva Zelanda hasta los Estados Unidos de América, pasando por las monarquías y repúblicas de la vieja Europa, las sedicentes democracias representativas occidentales han adoptado y están desarrollando el modelo chino de tecnocracia fascista para imponer un Estado de bioseguridad singular.

jueves, 24 de septiembre de 2020

Calladitos

Leía yo el otro día una noticia que publicaba La voz de Galicia, cuyo titular rezaba: ¿La solución para el covid? Ponte la mascarilla, habla más bajo y sal afuera. Pero lo mejor de ella venía en el subtítulo: “Los expertos aseguran que si toda la humanidad estuviese en silencio durante uno o dos meses la pandemia desaparecería”. Y también se decía: “Quienes investigan el covid-19 han ensalzado con razón las virtudes de las mascarillas; han aclamado la necesidad de la ventilación y han elogiado la naturaleza saludable de las actividades al aire libre. Pero hay otra táctica conductual que no ha recibido suficiente atención, en parte, porque se da a conocer por su ausencia.” La tácita alusión se refiere al silencio, que, efectivamente, brilla por su ausencia. 

Uno de tales expertos, el profesor José L. Jiménez de la Universidad de Colorado, ha lanzado al mundo su remedio infalible: colocar como en las bibliotecas en todos los lugares públicos un cartel que diga: «Silencio, por la salud de todos». Y cumplimiento obligatorio. O sea: calladitos todos.

Nos han impuesto desde el quince de marzo como sin querer los votos monásticos o canónicos que distinguían a los religiosos de los seglares para acceder a nuestra salvación siempre futura renunciando a los placeres terrenales. Además del voto de obediencia a las recomendaciones sanitarias -ponte mascarilla, quédate en casa, guarda las distancias...-, voto de pobreza habida cuenta de la crisis económica que ya tenemos encima y voto de castidad por el distanciamiento social y el “noli me tangere” de rigor, parece que sería necesario ahora un nuevo e insólito voto, que sería el de silencio para acabar con la pandemia.  
 
 
 
Pero puede que este cuarto y piadoso voto, el de silencio, como creen algunos, sea el más efectivo y valioso si los primeros que tienden un tupido velo de silencio fuesen los telepredicadores: los locutores y locutrices de los púlpitos televisivos,  la radio e internet a través de los móviles, las tabletas y los ordenadores, que no en vano se llaman Personal Computers en la lengua del Imperio. Si dejan de sermonearnos a todos y en especial a la juventud por su insolidaridad e irresponsabilidad y dejan de vocear sobre el incremento de casos positivos, peceerres, tests, cordones sanitarios, contagios, UCI,s., brotes y rebrotes, segundas olas... ya veríamos cómo se acaba, tout court, la pandemia de todos los demonios. 

 
Lo malo de estos votos, incluido el de silencio, es que nos prometen los valores de una salvación futura y por lo tanto inalcanzable de salud corporal a cambio de los placeres terrenales que están aquí y ahora a nuestro alcance, lo que me recuerda a la vieja disputa y antagonismo irreductible de los bienes y los valores de Ferlosio,  y lo malo en concreto del voto de silencio que quiere imponérsenos a todos es que nos impediría maldecir al tirano por lo que nos ha echado encima y hacer uso de la blasfemia que tanto bien hace al que la profiere y tanto desahoga.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Generando miedo

Leía yo el otro día en El diario montañés, el sedicente "decano de la prensa de Cantabria", el siguiente titular no poco alarmista en grandes letras: “La pandemia asesta un duro golpe a Cantabria con tres fallecidos en una jornada negra”. En letra más pequeña, debajo del gran titular, se decía: “Las víctimas, dos mujeres de 69 y 88 años y un hombre de 55, todos con problemas de salud previos, elevan la cifra total de decesos a 228”.

Lo más relevante de esta noticia, a mi modo de ver, no era el dato en sí de la elevada cifra total de decesos teniendo en cuenta que se refiere a siete meses y que por lo tanto no es tan alta aunque estemos hablando de un pequeña taifa como es sin duda esta comunidad autónoma, sino la reflexión que hacía el periodista en el grueso del artículo, donde afirmaba: Las escuetas informaciones de la Consejería de Sanidad suelen incluir al referirse a cada nuevo deceso, la coletilla de las “comorbilidades”.  

Me llamaba la atención la culta latiniparla de la que hacía gala el periodista al llamar con eufemismo fallecidos a los muertos y “deceso” a la muerte, y de usar el tecnicismo médico “comorbilidades”, que el diccionario de la Academia define como "coexistencia de dos o más enfermedades en un mismo individuo, generalmente relacionadas", para lo que la prensa escrita y los locutores y locutrices televisivos suelen denominar habitualmente con culto helenismo “patologías previas”, pero me llamaba más la atención todavía la reflexión que hacía después sobre la coletilla o significativo añadido que la Consejería de Sanidad incluía honestamente, todo hay que decirlo, en su escueta información, soltando la siguiente perla: En ocasiones, esto tiende a interpretarse como que el virus precisa combinarse con problemas de salud previos para ser mortal, cuando más bien se trata de que encuentra un camino más fácil para desarrollar toda su capacidad letal. Aquí contrapone el periodista lo que todo el mundo entiende a primera vista, a saber, que el virus no mata si no hay “problemas previos de salud”, y lo que en el segundo miembro de su frase él quiere que se entienda, que es lo mismo pero al revés: que el virus sí mata, cuando encuentra allanado el camino por otras afecciones.

Salta a la vista de cualquiera que la letalidad del virus, si no se combina con problemas de salud previos, es prácticamente nula. El contagio, por lo tanto, del virus no debería ser tan temido porque no mata per se. ¿Qué significa esto? Que esas tres víctimas probablemente no habrían muerto todavía, pese a estar contagiadas, si no hubieran tenido previas patologías, y que esas enfermedades previas son las que nuestro sistema sanitario debería también tratar de atajar con mayor esmero, para que el contagio de este virus o de cualquier otro que nos venga no nos lleve por el mal y allanado camino que dice el periodista. 

 Y eso no se hace, creo yo, cerrando centros de salud de atención primaria e imponiendo la consulta telefónica en lugar de la presencial a los pacientes ni focalizando toda la atención sanitaria y hospitalaria en el dichoso virus coronado, ni en hacer pruebas y confinar a toda la población expuesta a esta epidemia que, pese al cada vez más elevado número de contagios, ya no es lo que era y lo que fue en la pasada primavera, cuando las mismas autoridades sanitarias que ahora nos imponen las mascarillas, y se las imponen a los niños a partir de los seis años en las escuelas y recomiendan a partir de los tres en Cantabria, nos decían que no eran necesarias.

Como ya no nos asustan mucho con los llamados “casos positivos”,  que suben de día en día como la espuma efervescente, cosa que no dejan de recordarnos a todas horas así como que son debidos, cómo no, a nuestra irresponsabilidad, casos positivos que no son propiamente hablando enfermos ni mucho menos muertos, vuelven a la carga ahora sacando a relucir los fallecidos, aunque sean pocos y no sean tantos ya, pero cuentan y cuánto en la nueva normalidad y en esta segunda ola que se han empeñado en declarar para seguir metiéndonos el miedo en el cuerpo y en el alma, que es lo que tratan de hacer tanto los medios de formación de la opinión pública como las autoridades sanitarias.

Que tres muertos sean un duro golpe asestado por la pandemia que ennegrece particularmente una jornada, como proclama el provinciano periódico local de campanario, es mucho decir, y por eso se dice: para que se diga mucho y se repita, y a fuerza de repetirlo como si fuera un mantra o la letanía del rosario, suene a que tres son muchos y suene a verdadero. Pero el número tres, como tal número, no es sinónimo de muchos en absoluto, porque también puede serlo de pocos, como en este otro titular de otro diario: "La Junta corrige el dato de ayer y confirma solo tres muertos por coronavirus en Zamora".


Leo que por la radio ha proclamado un consejero cualquiera, su nombre propio no deja de ser un pseudónimo, de una de los diecisiete reinos de taifas de las Españas, en una declaración tan sincera como reveladora, más verdad de la que seguramente pretendía: Eso es lo que tenemos que generar: temor al virus; hay que tener miedo a infectarse, no a las sanciones. En esta declaración asoma y resplandece la verdad del asunto: los políticos como él tienen que generar, como dice él, miedo, pero no temor a las sanciones económicas en forma de cuantiosas multas que van de los 600 a los 6000 euros ni a las detenciones manu militari y traslados esposados a comisaría, hay que crear un temor superior a ése, el miedo a infectarse, la psicosis del virus, que en el fondo no es un miedo a contagiarse sin más, sino el miedo a morirse, el miedo a la muerte, para que todas las medidas que se tomen en aras de la Salud Pública, maldita sea la puta madre, nunca mejor dicho, que la parió, sean obedecidas al fin sin rechistar.

martes, 22 de septiembre de 2020

(In)solidarios

El adjetivo “solidario” y el sustantivo “solidaridad” se oyen a todas horas por todas partes. Es relativamente reciente su incorporación a los diccionarios de las lenguas. En la lengua del Imperio, que influye sobre todas las demás, el término solidarity entró hacia 1829, tomado del francés solidarité con el significado de “comunión de intereses y responsabilidades, responsabilidad recíproca”, de una entrada de la Encyclopédie (1765), a partir del adjetivo solidaire con el significado de común a varias personas, de manera que cada una responde de todo,  derivado de solide, propiamente “sólido, compacto”, y del latín jurídico in solidum (siglo XV) "para el todo".

Mural conmemorativo del sindicato polaco Solidaridad
 

Ya a finales del siglo XX, en 1980 se formó en Polonia un movimiento sindical importante que se llamó Solidarność, solidaridad en polaco, de raíz cristiana y contrario al gobierno comunista del país, cuyo líder Lech Wałęsa, apoyado por Karol Wojtyła, que más tarde se convertiría en papa con el nombre de Juan Pablo II, llegó a la presidencia del país. Este sindicato contribuyó notablemente a la caída del comunismo en la Europa del este.

Tanto solidario como solidaridad, pues, son términos que proceden del adjetivo latino solidus -a -um, que en principio significa “denso, consistente, entero, completo”, relacionado con el griego ὅλος, hólos, de donde nuestros holístico, holocausto y católico, con pérdida en castellano de la hache aspirada (cf. ing. catholic), y con el latín sollus “todo, entero” y saluus. Tanto el término latino como el griego derivan de la raíz indoeuropea *sol "entero", que en grado cero y con sufijo -u dio en latín salus, origen de nuestra salud, que etimológicamente sería "condición entera o sana".

La evolución del adjetivo solidus nos da por un lado el cultismo sólido, consolidar, solidario y demás, pero por la vía popular evoluciona a sueldo (solidum, solidu, sólido, soldo, sueldo), y a los verbos soldar y, con alteración fonética, saldar

En latín tardío el solidus era el nombre de una moneda de oro, un ducado, porque era una moneda sólida, propiamente consolidada, a diferencia de las demás de escaso valor o de valor variable. En la Edad Media sueldo era el nombre de una moneda, que era la paga del ejército mercenario, que por eso se llama soldada y a los militares soldados. De ahí evolucionó a "paga del criado" y finalmente a "salario en general", como en la expresión asesinos a sueldo.   

El término insolidario, con prefijo negativo in-, es decir que no es solidario o no actúa solidariamente, se puso bastante de moda con el auge de las oenegés u Organizaciones No Gubernamentales, que apelaban al sentimiento de solidaridad o cohesión de la gente para resolver los problemas del mundo al margen de los gobiernos, aunque las más de las veces subvencionadas por estos. Se puede considerar la apelación a la solidaridad como la versión laica de la caritas cristiana, una de las tres virtudes teologales junto a la fe y a la esperanza. 

 

Con motivo del arresto domiciliario que se decretó en las Españas desde el 15 marzo hasta el ingreso en la Nueva Normalidad el 21 de junio de 2020, se oía mucho el adjetivo "insoldiario" como reproche que se hacía a todas aquellas personas que ponían en duda la necesidad de las medidas represivas tomadas -“implementadas” como decían ellos- por el gobierno o que se replanteaban la propia gravedad e incluso la definición de la “pandemia” que trataba de justificarlas, retorciendo el significado del término. 

Solidaridad, en efecto, se define como apoyo a los demás, pero la solidaridad que, sin embargo, reclaman gobiernos y medios de manipulación de masas, era acatamiento y obediencia ciega, esgrimiendo el peregrino argumento de que “debíamos sacrificarnos para proteger a las personas más vulnerables”. Aquí vemos cómo la extorsión del lenguaje llegó a calificar de “solidaridad” lo que en realidad debería denominarse “sumisión, conformismo, acatamiento, obediencia ciega”, e “insolidaridad” a la rebeldía o cuestionamiento crítico de eso, es decir a lo contrario.