miércoles, 8 de mayo de 2024
Marginalidades
martes, 7 de mayo de 2024
Invitación a leer 'La Religión del Capital' de Paul Lafargue
lunes, 6 de mayo de 2024
Fogonazos
domingo, 5 de mayo de 2024
El libre comercio
Por fin he recibido, después de más de veinte días de espera, el libro que había encargado “99 sonetos romanescos” de Giuseppe-Gioachino Bellien edición bilingüe, traducción, introducción y notas de Luigi Giuliani, publicado por Ediciones Hiperión en 2013.
Vienen estos sonetos a sumarse a los 47 que tradujo Agustín García Calvo en 2006, ofreciendo nuevas versiones de algunos de los ya traducidos y otros nuevos vertidos por vez primera a nuestra lengua.
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Be'? Sò pputtana, venno la mi' pelle:
fo la miggnotta, sì, sto ar cancelletto:
lo pijo in quello largo e in quello stretto:
c'è ggnent'antro da dì? Che cose belle!
Ma cce sò stat'io puro, sor cazzetto,
zitella com'e tutte le zitelle;
e mo nun c'è chi avanzi bajocchelle
su la lana e la paja der mi' letto.
Sai de che me laggn'io? No der mestiere
che ssarìa bbell'e bbono, e cquanno bbutta
nun pò ttrovasse ar monno antro piacere.
Ma de ste dame che stanno anniscoste
me laggno, che, vedenno cuanto frutta
lo scortico, ciarrubbeno le poste. -
- Roma, 16 diciembre 1832
Pues ¿qué?, soy puta, me vendo en subasta,- hago la calle, sí, saco buen provecho,
- y me dan por el ancho y el estrecho.
- ¿Hay algo que objetar? ¡Con eso basta!
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- Mas yo, don Pichacorta, he sido de hecho,
- doncella y cual doncella, virgen casta
- y hoy no hay tío que no funda la pasta
- bajo la colcha de mi puto lecho.
-
- ¿Que de qué me quejo? No del oficio
- que puede ser muy bueno y, cuando renta,
- no hay mejor en el mundo que este vicio.
-
- Sino de esas damas impertinentes
- me quejo, que al ver cuánto tiene cuenta
- el puterío, nos birlan los clientes.
sábado, 4 de mayo de 2024
Más notas marginales
viernes, 3 de mayo de 2024
Pareceres XLVII
jueves, 2 de mayo de 2024
Día internacional del trabajo
En el cartel institucional del Ministerio de Trabajo y Economía Social del Gobierno de España se lee: "Día internacional del
trabajo". La efeméride se festeja con un diseño gráfico bastante ilustrativo de la realidad laboral: En primer término se ve una futbolista, habida cuenta de su
larga coleta, que es un guiño feminista a la campeona del mundo y
máxima goleadora de la selección española, pisando un balón que
en realidad es un reloj que marca las tres y que a la vez parece un
sol resplandeciente. Lo más sorprendente de todo es la figura central y lo que significa y conlleva: que el balompié se considere un trabajo y que sea el centro de la composición.
Tras ella a la derecha una camarera con una bandeja en alto que va a servir tres vasos de trago largo, o quizá jarras de cerveza; una limpiadora con su fregona y su caldero respectivos, y un albañil colocando ladrillos en un muro tras una hormigonera; a la izquierda, una química con bata blanca, gafas y una probeta de laboratorio; un jardinero con un rastrillo, visera y traje verde con franjas reflectantes amarillas, y un ciclistas que, a primera vista parecería que está practicando deporte, pero que en realidad es un ráider o repartidor de comida rápida a domicilio en bicicleta, que carga a sus espaldas con la mercancía.
Gráficamente queda así reflejado el mundo del trabajo que se festeja internacionalmente el primer día de mayo, y que en esta ocasión ha sido alentado por el Gobierno de España que reivindica -¿a quién, a los empresarios, al dinero mismo?- "reducir la jornada laboral para vivir mejor", con un eslogan ambiguo donde los haya porque reducir la jornada laboral no significa eliminarla ni muchísimo menos, como podría parecer a simple vista, sino todo lo contrario: reducirla es una forma sutil de fortalecerla, e incluso de aumentarla o intensificarla si se pretende hacer el mismo trabajo en menos tiempo.
Como el trabajo no puede ocupar
todo el tiempo del que disponemos porque sería insufrible, hay que
dosificarlo, hacer que alterne con el ocio, para eso se creó la
semana laboral con su fin de semana, lo mismo que las vacaciones, que sirven para recargar las pilas y volver al tajo con renovadas fuerzas y energías. El trabajo justifica así la imposición del calendario laboral con sus días de trabajo y sus festivos, y sus puentes y vacaciones. Sin el trabajo, el calendario no tendría ningún sentido, como tampoco el reloj que cuenta las horas.
Se habla ahora incluso de ampliar el fin de semana a tres días: viernes, sábado y domingo, y reducirla efectivamente a cuatro días, lo que lejos también de acabar con el concepto de "semana laboral", como parece a simple y primera vista, lo que hace es robustecerlo todavía más.
El eslogan gubernamental dice "para vivir mejor", porque de alguna manera está reconociendo que el trabajo no es vida propiamente dicha, sino que esta comienza cuando uno sale de trabajar y olvida el sufrimiento acumulado. El eslogan gubernamental parece liberador porque es como si dijera lo que verdaderamente todo el mundo quiere en su fuero interno: Eliminar la jornada laboral para vivir. Pero no dice "eliminar" sino reducir un poco, unas minutos, unas horas, para poder no vivir simplemente, sino sobrevivir un poco mejor.
Estos buenos propósitos
gubernamentales del Ministerio de Trabajo y Economía Social -¿quién ha inventado el sintagma "economía social"?- no
pueden ir acompañados de una reducción de salario y consiguiente
merma en los haberes de los trabajadores, sino, paradójicamente, de
todo lo contrario: un aumento de sueldo, por eso los trabajadores
que han festejado el día internacional del trabajo no trabajando y
saliendo a manifestarse a la calle en procesiones organizadas por los
sindicatos mayoritarios reivindican "menos trabajo y más salario", lo
que lejos de suponer una amenaza para el mercado laboral es su
apoteosis. Así los trabajadores pueden ir tirando un poco más,
aguantando hasta el día jubiloso de la jubilación en el que dejen
de trabajar definitivamente y sigan cobrando por haber dedicado los
mejores años de su vida a la servidumbre laboral hasta que mueran.
miércoles, 1 de mayo de 2024
La fascinación del Santo Padre
Cuenta el venerable Beda que el papa Gregorio I se acercó un día casualmente a la plaza del mercado de Roma donde unos mercaderes exponían su mercancía recién llegada a la vista y codicia del público. Se abrió paso el Santo Padre entre la muchedumbre que se agolpaba para ver lo que se mercaba en la subasta y pujar si se terciaba en el regateo. Gregorio descubrió, movido por la curiosidad del espectáculo, una entre las demás mercaderías que le fascinó -fascinación es en efecto, la palabra, habida cuenta de su significado etimológico de 'falo divino'- desde el primer momento. No eran cosas sino personas las que, convertidas en mercancía, estaban en venta y pública almoneda: cuerpos semidesnudos, bien torneados, de una mirada arrogante y un tanto fiera, en la flor de la edad, de porte delgado y esbelto.
La iglesia de Cristo nunca se opuso a la esclavitud, sino que propugnaba que se diera un trato humanitario a los esclavos lo que, lejos de desautorizar la servidumbre proclamando la igualdad de todos los seres humanos, le daba a ésta carta de naturaleza de hecho. Al fin de cuentas, Dios era nuestro Señor y todos los seres humanos éramos, a más de sus criaturas, sus siervos.
No se escandalizó Gregorio de que se
subastaran esclavos. Lo que le embargó fue la emoción íntima de un
placer estético. Sintió un íntimo cosquilleo en el escroto o funda de los testículos, como si su miembro viril estuviera a punto -Dios no lo quisiera- de alcanzar una erección pecaminosa.
No sabía a quién mirar con más detenimiento, pues en cada cual encontraba algún rasgo que lo hacía particularmente bello. Tenían la piel blanca y casi desprovista de vello, si acaso una ligera pelusa sombreaba las piernas como un baño de oro o florecía en los sobacos o en las ingles, los rasgos armoniosos y delicados, y estaba claro que, a pesar de su equívoca belleza de espíritus súcubos, no eran mujeres -a uno le había visto bien a las claras las verijas; a otro le vio las nalgas y juró que nunca había visto trasero más tentador y seductor a ninguna puta, ni siquiera el culo de su preferida del Trastévere, una muy bella moza entre cuyas piernas hallaba consuelo. Pero había algo muy femenino y, por lo tanto, diabólico y luciferino en aquellos cuerpos, no le cabía la menor duda de eso.
No podían considerarse bárbaros aquellas angelicales criaturas. Tenían, además, el aire de patricios altivos y no de vulgares plebeyos, las greñas rubias como las espigas de trigo que sueñan convertirse en pan ázimo, y largas y muy hermosas, y los ojos, cuya mirada ya se ha dicho que albergaba la arrogancia acaso de su antigua libertad, cerúleos como las aguas del mar que refleja el cielo.
El
Sumo Pontífice preguntó a los tratantes, sin quitar la vista de
encima a los prisioneros de guerra y a sus desnudos cueros, de qué
rincón del mundo procedían aquellas criaturas. “Son de la isla de
Britania, de la nación de los anglos -le respondieron-, donde todos
tienen más o menos las mismas pintas de traza y aspecto”.
Gregorio, que nunca había visto a nadie igual, preguntó sin quitarles la vista de encima si ya habían recibido las aguas sagradas del bautismo o si todavía eran bárbaros infieles y salvajes aquellos isleños. “Aún son paganos, Santidad” le respondieron. “¡Ay!” Exclamó Gregorio con un suspiro que le salió del alma, que le brotó de lo más hondo de las entretelas del corazón y sus adentros-, "¡Qué pena! ¡Qué lástima que una juventud tan lozana como esta esté todavía a merced del Príncipe de las Tinieblas! ¡Qué pesadumbre que unos cuerpos tan hermosos alberguen unas almas hueras del don de la gracia del divino sacramento! Si son... -exclamó con una lágrima de verdad en los ojos, visiblemente emocionado ante tanta belleza tan turbadora, una lágrima que no le dejaba acabar la frase ahogándole la voz-, si son como los propios ángeles del Cielo".
Poco después serían enviadas hordas de monjes católicos, apostólicos y romanos desde la Ciudad Eterna por orden del Santo Padre a evangelizar a anglos y sajones, a los que no deslumbraron con la luz del Evangelio, sino que los dejaron, inculcándoles la fe y la moral judeocristiana, literalmente ciegos.