231.- Credibilidad. Me llama la atención el uso y el abuso que se hace de la palabra “credibilidad”: los periodistas lamentan su pérdida, dicen que los partidos políticos y los sindicatos no tienen, porque la han perdido, la “credibilidad” que necesitan, porque el pueblo, o la ciudadanía, como prefieren ellos, ha dejado de creer y de tener fe en la casta sacerdotal. Fe es una palabra religiosa, que ya casi nadie emplea. Ahora se prefiere usar “credibilidad” que es su versión laica y es vocablo más largo, rimbombante y altisonante, frente a la monosilábica virtud teológica, que parece que sabe a muy poquito. Pero no nos engañemos: es lo mismo. Los políticos han perdido la credibilidad o la confianza, como dicen otras veces, es decir, la fe que sus votantes depositaban en ellos en el acto eucarístico y litúrgico de introducir su voto en la ranura de una urna democrática. Son conscientes de ello, no son tontos, por eso quieren recuperar la confianza perdida. Están dispuestos a modificar todo lo que haga falta, porque están nerviosos y no quieren que se les acabe el chollo, porque quieren que siga habiendo partidos políticos y democracia contra la voz popular, uox populi de "No nos representan", para que nadie ponga en tela de juicio el futuro político de esta casta social y sacerdotal, más peligrosa que la de los funcionarios, que ya es decir, que son los políticos profesionales, aquellos que se arrogan la representación de la voluntad popular; una voluntad que, por cierto, no sabe lo que quiere, pero sí lo que no quiere: No quiere que se la convierta en "electorado" ni que la represente nadie. Pero el sistema necesita el sostenimiento de la fe, que es su cimiento, o de la confianza, que es el sustituto laico de la virtud teologal, para poder mantenerse en pie.
232.- Amor conyugal. Hay algunos emparejamientos o matrimonios, ya sean heterosexuales o sean ya homosexuales donde están estos últimos legalmente contemplados, que acaban desemparejándose bien, pero muchos otros, en una inmensa mayoría, duran toda la vida, hasta que la muerte irremediable separa a los dos cónyuges con un golpe seco de su guadaña. El divorcio, lejos de acabar con la sacrosanta institución del matrimonio como temían los defensores a ultranza del vínculo matrimonial, lo fortalece: se cambia de pareja, pero se mantiene el yugo que unce a los dos bueyes, la yunta que los convierte en cónyuges. El peligro del amor conyugal está en que a veces se convierte no en un amor a otra persona, sino al yugo del "conyuguio".
233.- El hígado y el corazón. Un verso de Hassan Ibn Thabit dice literalmente así en su lengua original árabe: لَقَدْ سَعَرَتْ حمى الهَوَى كَبِدِي laqad saearat hamaa alhawaa kabidi, es decir: “La fiebre del deseo el hígado me abrasó” pero debe traducirse mejor como: La fiebre del deseo abrasó mi corazón. ¿Cuál es la razón? La palabra árabe kabid significa literalmente “hígado”, porque para el mundo árabe era el hígado la sede de los sentimientos y emociones y no el corazón como en la cultura occidental. Para los romanos, el corazón era la sede de la memoria: de ahí la etimología de recordari: traer al corazón, o sea, guardar en la memoria, como atestiguan algunas de nuestras lenguas: by heart en inglés, par coeur en francés, de coro, en castellano viejo, expresiones todas que significan 'de memoria'. La atribución a los órganos del cuerpo de cualidades sentimentales o neurológicas es por lo tanto arbitraria. Los versos de Hassan ibn Thabit, que cita Ibn Madyan, continúan hablando de que su herida no tiene médico ni cura excepto aquél cuyo amor lo ha herido -ignoro si se trata de Dios, del divino profeta o de algún efebo o amante masculino-: sólo él, sea quien sea, puede consolarlo y remediarlo. Aristóteles decía que: “pensamos con el corazón, y el cerebro solo se dedica a enfriar la sangre proveniente del mismo después de haber pensado, actuando como un refrigerador de la sangre”. El corazón se configuraba así como el órgano de las pasiones, calentaba tanto la sangre cuando estaba apasionado, que esta se refrigeraba sólo en el cerebro, que la devolvía fría al resto del cuerpo para que siguiera funcionando con normalidad en su lento y pausado caminar hacia la muerte.
234.- Cáñamo y cánnabis. Que el cáñamo (término procedente del latín vulgar cannabum, derivado del latín clásico cannabis, préstamo tomado del griego κάνναβις) era una planta medicinal ya lo sabían los antiguos. La evolución del nombre se explica en primer lugar por el cambio de la terminación: se sustituye -is, por -um, que evoluciona a -o tras la pérdida del fonema nasal final y la apertura de la -u en -o (sólo conservamos la -u latina final en unos pocos cultismos como espíritu, tribu, ímpetu...), la -b- se nasaliza convirtiéndose en -m-, fenómeno un tanto irregular que vemos también en como el nombre Iacobus se convierte en italiano en Giàcomo, y las dos -nn- latinas se palatalizan y se convierten en nuestra -ñ-. El caso es que nos encontramos con un doblete cáñamo/cánnabis, donde el término patrimonial cáñamo es el nombre de la planta también llamada estopa y bramante, que sirve para hacer cosas como jarcias, redes, hondas, zapatillas, cuerdas, ropa y tejidos..., y por otra parte el cultismo cánnabis es la sustancia estupefaciente (marihuana, maría, hachís o grifa) o terapéutica, si cabe hacer tal distingo. Precisamente este último uso ya era conocido por los antiguos: Nomen istius herbe Canabe. Nascitur autem hęc herba locis asperis et secus vias iuxta sepes. Prima cura ipsius ad sanandum: "El nombre de esta hierba es cáñamo y cánnabis. Por otro lado, nace esta hierba en lugares agrestes y al borde de los caminos junto a las cercas. Su principal utilidad es para sanar."
235.- Contrarreloj. Suena el despertador, ese toque cuartelero de diana que pretende que te despiertes para que en realidad sigas durmiendo y sigas por lo tanto sin enterarte de nada de lo que pasa a tu alrededor y sin darte cuenta, por lo tanto, de cómo son las cosas en el mundo en la vigilia. El reloj te mata, te va envejeciendo y hurtándote el tiempo de tu vida, porque convierte tu vida al computarla en rutina cronometrada, en hojas de agenda y de calendario. Pero no sólo el reloj de la muñeca, sino el que llevas interiorizado en la cabeza.
Como dijo Antonin Artaud, el poeta maldito, cuando inventaron el reloj “nos hicieron esclavos de nuevo”. Pero él sabía mejor que nadie que en realidad nunca habíamos dejado de ser esclavos, y quizá nunca seríamos libres. Nos sacaron el grillete de los tobillos y nos pusieron las esposas en las muñecas. El reloj de pulsera y el calendario, que se inventaron para medir el paso imposible del tiempo, que es un continuo, y por lo tanto es falso y mentira que pase, que corra, que vuele, acabaron creándolo y haciéndolo real, ordenándolo, dividiéndolo y subdividiéndolo para que pasara, y esclavizándonos a nosotros a sus despóticos dictados.