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miércoles, 1 de mayo de 2024

La fascinación del Santo Padre

     Cuenta el venerable Beda que el papa Gregorio I se acercó un día casualmente a la plaza del mercado de Roma donde unos mercaderes exponían su mercancía recién llegada a la vista y codicia del público. Se abrió paso el Santo Padre entre la muchedumbre que se agolpaba para ver lo que se mercaba en la subasta y pujar si se terciaba en el regateo. Gregorio descubrió, movido por la curiosidad del espectáculo, una entre las demás mercaderías que le fascinó -fascinación es en efecto, la palabra, habida cuenta de su significado etimológico de 'falo divino'- desde el primer momento. No eran cosas sino personas las que, convertidas en mercancía, estaban en venta y pública almoneda: cuerpos semidesnudos, bien torneados, de una mirada arrogante y un tanto fiera, en la flor de la edad, de porte delgado y esbelto.

La iglesia de Cristo nunca se opuso a la esclavitud, sino que propugnaba que se diera un trato humanitario a los esclavos lo que, lejos de desautorizar la servidumbre proclamando la igualdad de todos los seres humanos, le daba a ésta carta de naturaleza de hecho. Al fin de cuentas, Dios era nuestro Señor y todos los seres humanos éramos, a más de sus criaturas, sus siervos. 

No se escandalizó Gregorio de que se subastaran esclavos. Lo que le embargó fue la emoción íntima de un placer estético. Sintió un íntimo cosquilleo en el escroto o funda de los testículos, como si su miembro viril estuviera a punto -Dios no lo quisiera- de alcanzar una erección pecaminosa.

San Gregorio y los británicos: "No son anglos, sino ángeles"
 

No sabía a quién mirar con más detenimiento, pues en cada cual encontraba algún rasgo que lo hacía particularmente bello. Tenían la piel blanca y casi desprovista de vello, si acaso una ligera pelusa sombreaba las piernas como un baño de oro o florecía en los sobacos o en las ingles, los rasgos armoniosos y delicados, y estaba claro que, a pesar de su equívoca belleza de espíritus súcubos, no eran mujeres -a uno le había visto bien a las claras las verijas; a otro le vio las nalgas y juró que nunca había visto trasero más tentador y seductor a ninguna puta, ni siquiera el culo de su preferida del Trastévere, una muy bella moza entre cuyas piernas hallaba consuelo. Pero había algo muy femenino y, por lo tanto, diabólico y luciferino en aquellos cuerpos, no le cabía la menor duda de eso.

No podían considerarse bárbaros aquellas angelicales criaturas. Tenían, además, el aire de patricios altivos y no de vulgares plebeyos, las greñas rubias como las espigas de trigo que sueñan convertirse en pan ázimo, y largas y muy hermosas, y los ojos, cuya mirada ya se ha dicho que albergaba la arrogancia acaso de su antigua libertad, cerúleos como las aguas del mar que refleja el cielo. 

El Sumo Pontífice preguntó a los tratantes, sin quitar la vista de encima a los prisioneros de guerra y a sus desnudos cueros, de qué rincón del mundo procedían aquellas criaturas. “Son de la isla de Britania, de la nación de los anglos -le respondieron-, donde todos tienen más o menos las mismas pintas de traza y aspecto”.  

"¡No son anglos, son ángeles!"

Gregorio, que nunca había visto a nadie igual, preguntó sin quitarles la vista de encima si ya habían recibido las aguas sagradas del bautismo o si todavía eran bárbaros infieles y salvajes aquellos isleños. “Aún son paganos, Santidad” le respondieron. “¡Ay!” Exclamó Gregorio con un suspiro que le salió del alma, que le brotó de lo más hondo de las entretelas del corazón y sus adentros-, "¡Qué pena! ¡Qué lástima que una juventud tan lozana como esta esté todavía a merced del Príncipe de las Tinieblas! ¡Qué pesadumbre que unos cuerpos tan hermosos alberguen unas almas hueras del don de la gracia del divino sacramento! Si son... -exclamó con una lágrima de verdad en los ojos, visiblemente emocionado ante tanta belleza tan turbadora, una lágrima que no le dejaba acabar la frase ahogándole la voz-, si son como los propios ángeles del Cielo".

    Poco después serían enviadas hordas de monjes católicos, apostólicos y romanos desde la Ciudad Eterna por orden del Santo Padre a evangelizar a anglos y sajones, a los que no deslumbraron con la luz del Evangelio, sino que los dejaron, inculcándoles la fe y la moral judeocristiana, literalmente ciegos.