domingo, 26 de abril de 2020

Spectatores, plaudite! (Los aplausos de las ocho)

Las comedias latinas de Plauto solían acabar con la fórmula “spectatores, (ad)plaudite!”: un vocativo que, en boca de los actores, interpela al público, poniéndolo en su lugar -¡espectadores!-, que rompe la magia de la ficción teatral y establece la ruptura de la convención cómica, y un imperativo -¡aplaudid!-, que es una petición de aclamación como reconocimiento de la labor realizada que clausura la función teatral. 

Los aplausos televisados de las ocho son otra cosa. Esos aplausos no están dirigidos hacia afuera sino hacia dentro, hacia los propios aplaudidores, pero esto no quiere decir que salgan de dentro: no nacen de nuestros adentros sino que nos vienen impuestos desde fuera, mandados. Son como las palmas de los bailarines rusos del Ballet Bolshoi, que correspondían a las ovaciones que recibían una vez acabada la función, aplaudiendo al público que les aplaudía a ellos. No vienen de abajo, del pueblo llano y soberano, sino de arriba, de las autoridades que están, como ellos dicen con vacía retórica rimbombante, "gestionando la emergencia de la crisis sanitaria".

No son espontáneos porque vienen de alguna manera prescritos y determinados a una hora fija. No son públicos sino privados y particulares. No son altruistas, sino egoístas. No están motivados por una interpretación musical o poética que nos haya llegado al alma, hiriéndonos en el corazón. 

Son como las risas enlatadas de las comedias de televisión, que indican a los telespectadores la supuesta gracia de un chiste o una situación cómica. Son como los aplausos que los realizadores de los programas de la tele ordenan al público invitado presente en el plató diciéndoles cuándo deben aplaudir para iniciar el comienzo o marcar el final y salir en la pequeña pantalla,  igual que las claques profesionales de antaño.

Son, en efecto, los aplausos de la claque, esos grupos de individuos contratados para animar al resto del público e incitarles al aplauso gregario que asegure el éxito del espectáculo, que aplauden y vitorean a rabiar en momentos señalados o al final de la representación en los estrenos teatrales u operísticos.
 

La Claque, Guido Messer (1987)

Los aplausos “solidarios” -¡se abusa tanto de este adjetivo que ya no se sabe ni lo que significa!- de las ocho suenan a falso y a convención social, a un guardar las apariencias bastante hipócrita. No aplauden a los médicos ni a los enfermeros ni, como dicen los periodistas, al sufrido personal sanitario, que cumplen con su obligación y desempeñan normalmente su trabajo a menudo en pésimas condiciones. 

No aplauden a los ancianos, confinados habitualmente en residencias a modo de reservas, silenciados y escarnecidos por una sociedad y una publicidad que exalta el modelo adolescente de la juventud a ultranza. No aplauden y cantan al vecino, al que ayer ignoraban por completo y apenas saludaban en la escalera. No aplauden a la policía, guardia civil, ejército o fuerzas de orden público, o como se llamen: aplauden el encierro del que son víctimas y verdugos, los cuarenta días y sus noches de Noé en el arca hasta que pasó el diluvio-, la cuarentena, que en nuestro caso ya va para cincuentena, y suma y sigue. 

Se aplauden a sí mismos, aplauden su resignación, su sometimiento a las autoridades gubernativas y sanitarias. Aplauden un confinamiento que disfrazan de heroísmo. Aplauden su enorme sacrificio, que ya no consiste en rebelarse contra el Amo, sino en someterse a sus designios. El héroe moderno ya no es el Prometeo romántico que se rebela contra Zeus, sino el ciudadano solidario y sumiso, el sufrido contribuyente y votante democrático. Además, hay que asomarse a la ventana y salir a aplaudir, no sea que los vecinos, si no lo hacemos, vayan a pensar y a decir algo de nosotros, tachándonos de insolidarios -otra vez el  maldito adjetivo-, y nos excluyan de su trato y consideración social.

sábado, 25 de abril de 2020

Poeta en Londres

Bajo el cielo plomizo cubierto de nubes de Londres,
-un firmamento que no sobrevuelan pájaros ni aves,
sino que surcan millares de aviones de día y de noche-,
la urbe voraz, gran bestia que todo lo traga y devora
entre sus fauces, se abren mil ojos que no parpadean
nunca, los ojos de Argo, panóptico monstruo gigante,
siempre vigía. De día y de noche captan sus luces
múltiples, ciegas y raudas, imágenes so pretexto
vano de seguridad. Hay cosas que pasan a veces
y el circuito cerrado de televisión y sus cámaras
no consiguen grabar: escapan por arte de magia
clandestinas, igual que si nunca hubieran pasado,
del control del ojo de Dios, que no ve, por ejemplo, 
cómo solloza en un rincón del Museo Británico
una cariátide a solas que quiere volver de su exilio
con sus hermanas a Grecia, y cómo al caer de la tarde
cuando la gente regresa cansada al hogar del trabajo 
y se refugia en la celda de su apartamento y la vida
propia privada, y los autos escasos, ruedan nocturnos
y la ciudad oscura enciende ya el alumbrado
público, surge furtiva, venida de no sabe nadie
dónde, silueta en el este de Londres con harto sigilo
de un animal. Merodea buscando, sin duda, comida
en la basura, y no es un perro ni gato doméstico
que entre neumáticos de los coches que están aparcados
en las aceras busca cobijo, sino un personaje
de una fábula literaria, el zorro rabioso, 
de un bermejo pelaje de fuego, que huyó de milagro
de una batida de caza de antaño y de fiera jauría
de un británico lord, si no es la vieja raposa
grecolatina, que, cuentan, halló una careta por caso
máscara carnavalesca en el suelo un día y se dijo: 
"¡Cuánta belleza, y carece de seso! Mira, no tiene
nada detrás". Merodea ahora en el este de Londres,
va solitaria en la noche cerrada bajo la sombra,
cruza la calle, añora el bosque lejano en la jungla
negra de asfalto... No lejos, un hombre va dando tumbos, 
se tambalea y cae al suelo, parece borracho.
Sin embargo no huele a vino ni a güisqui. Diríase 
oficinista, que está sufriendo un ataque cardíaco
o ictus acaso. La gente a su lado pasa de largo,
fijos los ojos en micropantallas, y nadie se para
hasta que alguien intenta alzarlo. Al fin se incorpora,
pero se vuelve a caer desmayado, y su cráeno suena
roto contra el bordillo. Y sale la sangre al encuentro
de agua de la alcantarilla; aúllan las ambulancias
pero ninguna viene a buscarlo. Al fin y a la postre,
es un hombre cualquiera que muere tirado en la calle,
muere, y no se oye ninguna sirena estridente que venga
ya a destiempo a salvarle la vida, sin duda perdida
bajo el celaje plomizo de Londres. Las cámaras ciegas
no han visto al hombre que muere, ni a la cariátide triste
que sollozaba, ni al zorro astuto que merodea...
¡Caiga, ojalá, piadosa, la niebla que todo lo anegue,
desdibujando contornos precisos, y cubra, maldita,
esta ciudad, y la borre del mapa del orbe del mundo
de una vez para siempre! ¡Oh niebla, ven, nebulosa
nube, diluye edificios, y los rascacielos altivos,
torres babélicas que se elevan al cielo vacío;
borra las calles y plazas y todos los rótulos, nombres
propios que tienen, y los monumentos históricos, borra 
esos reclamos turísticos que vienen ingenuos
a retratar los turistas: la Torre, borra, de Londres, 
borra a Su Majestad, el Big Ben, que gobierna la vida
de esta maldita ciudad y de los londinenses, sus súbditos,
y es quien manda y no como creen algunos, el pueblo,
víctima siempre de todo gobierno. La Reina, la Reina
es el cronófago que devora segundos, minutos,
horas y así hace que el tiempo se vuelva, cronometrado
oro de ley que defeca esterlinas libras, dinero
vil, contante y sonante, auténtica mierda, que a eso
toda la vida reduce. ¡Que vuelva, vieja, la niebla
y difumine los bancos, y borre la city de Londres,
y el maldito caudal que crían los intereses
del Capital! ¡Que la niebla diluya y hunda en olvido
el maldito week-end, a fin de que así la semana
de una vez para siempre se acabe, y el fin de semana
sea al fin el final de la cuenta, cesando vicioso
círculo! ¡Crezca el Támesis y desborde su cauce
y que se lleve al mar a su paso todo y lo arrastre! 

 

viernes, 24 de abril de 2020

Contactos y contagios

La palabra “contagio”, tomada del latín CONTAGIVM tiene una curiosa historia detrás, como casi todas las palabras. La tenemos en castellano desde comienzos del siglo XVII con el significado de “transmisión de una enfermedad”. Procede del verbo latino CONTINGERE, que a su vez es un compuesto con apofonía vocálica de TANGERE, que significa tocar, con el preverbio CON-, que le da un valor de convergencia y de reunión, un valor sociativo y de acción recíproca y confluencia: Si TANGERE es sólo tocar, CONTINGERE es tocarse. Algo parecido a lo que sucede con LOQVOR, que es hablar, y CON-LOQVOR, que con el prefijo delante se convierte en conversar: el monólogo se convierte en diálogo o coloquio. 

El verbo simple TANGERE, que evoluciona a tañer -un instrumento de cuerda o el tañido de las campanas, por ejemplo-, por lo que nos atañe, contiene un infijo nasal -N- en el tema de presente que desaparece yéndosenos por la tangente a la hora de formar el participio de perfecto, quedando su raíz reducida a TAG-: al añadir el sufijo del participio -TVS se ensordece el fonema oclusivo gutural sonoro G en contacto con el  dental sordo T, se contagia de su "sordera" y pierde la sonoridad característica que le proporcionaba la vibración de nuestras cuerdas vocales convirtiéndose en C, pronunciado como en “casa” o “cosa”, de modo que lo que debería ser *TAGTVS acaba siendo TACTVS, tacto: aquí lo tenemos en nuestra lengua también.

Y de ahí uno de nuestros sentidos corporales, el del tacto, cuyo órgano es la piel extendida a lo largo y ancho de todo nuestro cuerpo. Con el prefijo negativo IN-, tenemos intacto, con lo que nos referimos a lo que no ha sido tocado y permanece puro, casto, virgen, sin mezclar, inalterado. 


Es curioso que nuestra palabra tacto, además de referirse a uno de los cinco sentidos corporales y a la acción de tocar o palpar, también signifique entre nosotros “prudencia para proceder en un asunto delicado”, como en la expresión “andarse con tacto”, donde es prácticamente sinónima de “cuidado”. 

Esto nos lleva a la siguiente contingencia: contagio y contacto son desde un punto de vista estrictamente etimológico esencialmente lo mismo. Pero si el contagio en el sentido de transmisión de una enfermedad es un resultado del contacto, no se puede decir, sin embargo, al revés, que todo contacto conlleve siempre un contagio. Hay contactos por ejemplo virtuales, los que se producen a través de una pantalla táctil, de las personas que rehúyen los contactos epidérmicos, reales, físicos. 

Hay que lamentar que se haya perdido entre nosotros el componente táctil físico a la hora de contactar con alguien o a la hora de relacionarse uno con sus contactos, como se dice en las redes sociales. Gracias (de nada) a la tecnología, hemos sustituido el calor humano del contacto físico por la frialdad del virtual o telemático. 

Ahora, además, gracias (de nada también) al miedo que nos han metido en el cuerpo a la plaga del virus coronado,  no nos queda otra, nos aseguran, que evitar el contacto físico si queremos evitar contagiarnos, por lo que nos autoimponemos el distanciamiento social: guardamos las distancias. Pero es inhumano. 


Perdemos las caricias, el calor efusivo de un abrazo o de un apretón de manos por miedo a que el otro nos contagie, por el miedo a contagiarle nosotros o por el miedo recíproco a contagiarnos mutuamente. El no miedo sino pánico al pestífero contagio hace que nos apartemos de todo contacto, de todo tacto

Una cosa es tener cuidado con lo que se toca, siempre nos lo han dicho, desde pequeños, así como que hay cosas que no se tocan, intangibles, las cuales eran precisamente las que queríamos tocar, y otra es tocar sólo asépticas pantallas táctiles, como si estas fueran inofensivas, o tocar otras cosas y personas con la mediación sanitaria de un guante profiláctico.

jueves, 23 de abril de 2020

Dos epigramas de Luca Gaurico

Os presento dos epigramas latinos en dísticos elegíacos de Luca Gaurico (1476-1558), astrónomo y matemático italiano, en los que figuran dos claras referencias horacianas a la "pallida mors", la muerte demacrada que golpea con idéntico pie las chabolas de los pobres y los casoplones de los ricos -Bate la muerte pálida con pie de igual pujanza / las torres de los reyes y el rancho del pastor, en la traducción de Aurelio Espinosa Pólit-, y el "puluis et umbra sumus" que aparece en la celebración de la primavera que leíamos aquí

 
Aurum quid prodest homini? Quid gloria? Quid uis?
 Pallida mors dira     singula falce metit.
 Nil aurum, nil pompa iuuat; nihil sanguis auorum.
 Excipe uirtutem,     cetera mortis erunt. 

¿Qué le reportan al hombre el oro, el poder y la gloria? 
Pálida muerte con su hoz     todo cercena brutal. 
Valen nada el oro, la pompa, el rancio abolengo. 
Salva virtud, lo demás     pasto de muerte será. 

Puluis et umbra sumus; puluis nihil est nisi fumus; 
sed nihil est fumus;     nos nihil ergo sumus. 
Hora fugit, celeri properat Mors improba passu; 
et tegitur coelo     quidquid acerba rapit. 

Somos polvo y sombra; el polvo no es sino humo; 
nada es el humo; así      nada nosotros también;
 Huye el tiempo, la Muerte atroz corre a paso ligero;
 y bajo el cielo lo que hay     nos arrebata feroz.

miércoles, 22 de abril de 2020

Arnold Böcklin y la Muerte

Arnold Böcklin, autor del cuadro La Peste, del que hablábamos el otro día a propósito de una cita de Tucídides, estuvo bastante obsesionado con la Muerte, hasta el punto de que su autorretrato representa a ésta detrás del artista en forma de un esqueleto que toca el violín al oído, como si fuera su sombra, mientras Arnold está, pincel en mano, pintando un cuadro con una mirada que indica su preocupación, que le trasmite al espectador del cuadro. 

 Autorretrato, Arnold Böcklin (1873)

Pero su obra más célebre es sin duda Die Toteninsel: La isla de los muertos, que ejerce una gran fascinación sobre quien la contempla. Pintó varias versiones, a modo de variaciones musicales del mismo tema. Esta es la tercera. 

 La Isla de los Muertos, Arnold Böcklin (1880)

Representa el último viaje en la barca de Caronte, y la travesía de la laguna Estigia. En el pequeño islote hay altos y oscuros cipreses, árboles fúnebres presentes en numerosos cementerios, así como lo que parecen nichos de sepulcros horadados en la roca. 

En esta obra Arnold Böcklin pinta a un remero y una figura blanca de pie y de espaldas al espectador sobre una pequeña barca que se dirige sobre aguas tranquilas hacia una pequeña isla rocosa. En el bote hay un ataúd blanco. 

Caronte sería el remero, y la figura blanca podría ser el alma del muerto frente al ataúd igualmente blanco, o podría ser también el propio Caronte.  

El simbolismo de la obra multiplica su misterio. El cuadro fascinó a muchos pensadores (Freud, Nietzsche) y artistas (Munch, Dalí), así como al músico Sergey Rachmaninoff (1873-1943) que compuso un poema sinfónico, inspirado por la visión de la obra, del mismo título. Disfrutadla.


Böcklin pintó también una Medusa, que deja petrificado al espectador por su mortecina palidez y su apagada mirada.  Resulta interesante la iconografía de este motivo mitológico, que puede verse en esta página electrónica dedicada a la Gorgona y a la belleza medusea. Asimismo puede resultar interesante la opinión que le merecía su simbolismo a Sigmund Freud, que tratamos en otra ocasión  aquí.

La mirada de la Medusa de Böcklin nos deja petrificados, como la de la Gorgona, nos horroriza más que las serpientes que tiene por cabellos. Sus ojos muertos, sin brillo, sin la luz de las pupilas que los iluminen, nos matan. 
 
Medusa, Arnold Böcklin (c.1878)

martes, 21 de abril de 2020

Una pregunta de Giorgio Agamben

El filósofo italiano, que ya había denunciado a propósito de la lucha contra el terrorismo que cualquier ciudadano era para el Estado un terrorista virtual, un presunto terrorista que tiene que demostrar su inocencia cuando no es culpable de nada, y que la excepcionalidad del Estado de Alarma se había convertido en la regla, denuncia ahora en su artículo Una pregunta del 13 de abril del corriente año publicado en quodlibet la irresponsabilidad de aquellos que deberían haber velado por la dignidad humana, y no lo hicieron, a raíz de la emergencia sanitaria del virus coronado: “En primer lugar, la Iglesia, que al convertirse en la sierva de la ciencia, que se ha convertido en la verdadera religión de nuestro tiempo, ha renunciado radicalmente a sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un Papa llamado Francisco, ha olvidado que Francisco abrazó a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que uno debe estar dispuesto a sacrificar su vida antes que la fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe”. 

 

En segundo lugar denuncia al poder legislativo, que ha enmudecido ante la prepotencia del ejecutivo: “Otra categoría que ha fallado en sus deberes es la de los juristas. Hace tiempo que estamos acostumbrados al uso imprudente de los decretos de emergencia mediante los cuales el poder ejecutivo sustituye al legislativo, aboliendo ese principio de separación de poderes que define la democracia. Pero en este caso se han superado todos los límites y se tiene la impresión de que las palabras del Primer Ministro y del Jefe de Protección Civil se han convertido inmediatamente en ley, como se decía para las del Führer. Y no vemos cómo, habiendo agotado el plazo de validez de los decretos de emergencia, las limitaciones de la libertad pueden ser, como se anuncia, mantenidas. ¿Por qué medios legales? ¿Con un estado de excepción permanente? Es tarea de los juristas verificar que se respeten las reglas de la constitución, pero los juristas permanecen en silencio. Quare silete iuristae in munere vestro? (¿Por qué calláis, juristas, en el desempeño de vuestro oficio)".

 Giorgio Agamben

Y concluye con esta aseveración: “Una norma que establece que hay que renunciar al bien para salvar el bien es tan falsa y contradictoria como una que, para proteger la libertad, requiere que se renuncie a ella”. 

Esto me recuerda a mí a aquel oximoro que dijo y dio la vuelta al mundo un comandante de infantería después de la batalla de Bến Tre, en el delta del río Mekong, reducida a escombros tras los ataques norteamericanos durante la guerra del Vietnam: "it became necessary to destroy the village in order to save it" (se hizo necessario destruir la aldea para salvarla). 

Otro celebérrimo oximoro fue, allá por el verano de 2002, el del por aquel entonces presidente de los Estados Unidos George W. Bush que propuso, a raíz de la ola devastadora de incendios veraniegos, la tala de árboles para acabar con los fuegos forestales (sic).  Suena contradictorio, fuera de contexto.  El presidente no sólo quería eliminar la maleza que arde enseguida, sino también árboles adultos, muy codiciados por la industria maderera, a fin de reducir así la masa forestal. Parece contradictorio. Y lo es. Dentro y fuera de contexto.

domingo, 19 de abril de 2020

Túcidides a propósito de la peste ilustrado por Arnold Böcklin

Escribe Tucídides a propósito de la peste de Atenas (La Guerra del Peloponeso, II, 53): πρῶτόν τε ἦρξε καὶ ἐς τἆλλα τῇ πόλει ἐπὶ πλέον ἀνομίας τὸ νόσημα. Por lo demás, la epidemia -hoy ya pandemia- fue también para la ciudad -la polis en griego, pero hoy diríamos el Estado- el comienzo de un mayor desprecio por las leyes (anomía, en griego, con prefijo negativo). 

Lo mismo podríamos decir en la coyuntura actual en la que el virus coronado ha supuesto la suspensión de algunos derechos no voy a decir ya constitucionales sino fundamentales como el de reunión y asociación, imponiendo el llamado distanciamiento social, así como el de la libre circulación de las personas, que se ven constreñidas al confinamiento en sus hogares, que pueden ser un auténtico infierno, renunciando a todo contacto físico con el exterior. 


 La Peste, Arnold Böcklin (1898)

Ilustro la cita de Tucídides con una imagen del cuadro “La Peste” (1898) de Arnold Böcklin (1827-1901), el pintor suizo considerado uno de los grandes maestros del simbolismo romántico alemán. 

En este impresionante cuadro pintado al temple sobre madera, antigua técnica pictórica característica de los estilos románico y gótico, y de los iconos bizantinos y ortodoxos, el objetivo del artista es representar el sufrimiento de la gente bajo la Peste Negra que azotó Europa en el siglo XIV. 

El cuadro representa la cabalgada de la Muerte, en su alegoría de Señora de la Guadaña, que blande con dos manos, sobre una criatura alada similar a un dragón con alas de murciélago que sobrevuela la calle de una ciudad cercenando la vida de todas  las personas que encuentra a su paso.  En esta alegoría la Muerte no es la consecuencia de la peste, sino que ella misma es la peste. 

La Muerte, vestida de negro, presenta en rostro y extremidades un tono verde pálido cadavérico. Destacan, por lo demás, los tonos oscuros en la ropa de las víctimas. El color rojo de la mujer cuya vida ha sido truncada simboliza la sangre, el único color vivo en el cuadro, que contrasta con el vestido blanco de la otra mujer sobre la que yace.

sábado, 18 de abril de 2020

Proverbio georgiano y un jaicu.


oOo

Es el jaicu o jaicú, como se sabe, una composición poética breve japonesa que consta sólo de tres versos de arte menor de 5, 7 y 5 sílabas en este orden. Esta definición no nos dice nada, sin embargo, del ritmo de esos versos, que teóricamente podrían acabar en una sílaba átona o no marcada rítmicamente, como este ejemplo que es traducción de Kobayashi Issa: Huye el rocío. / En este mundo sucio / no hago yo nada; o podrían acabar con la última sílaba marcada rítmicamente y, por lo tanto, tónica; nos encontraríamos entonces con jaicús de  otro tipo, que según el cómputo castellano serían versos de 6, 8 y 6 sílabas, porque al acabar en sílaba tónica se cuenta una sílaba más, como este que improviso: Lo sacrificó / al cordero el buen pastor, / carnicero al fin; o como los Ocho jaicus para una cuarentena que saqué .
 

El buen pastor, José García Hidalgo (1646-1717)

El verso del jaicu o jaicú japonés acaba siempre en tiempo marcado rítmicamente, como el último ejemplo. Eso es al menos lo que se desprende del minucioso estudio de Agustín García Calvo en su monumental Tratado de rítmica y prosodia y de métrica y versificación. (Editorial Lucina, 2006 Zamora, 1691 páginas).

viernes, 17 de abril de 2020

Más seguiriyas y jaicus contra el confinamiento

Confinado en casa, 
muy a mi pesar, 
guardando las distancias que el Estado
 obliga a guardar. 

Si insisten, me pongo
 mascarilla ahora, 
pero mordaza no voy a ponerme 
que calle mi boca. 

Algunos vecinos 
toditas las tardes 
se asoman a la ventana a las ocho
y cantan y aplauden. 

(Oigo desde aquí, /  lejos, las olas del mar / que no alcanzo a ver)

Malhaya el Estado 
que así nos condena 
a la soledad sin besos ni abrazos 
de la cuarentena. 

Ordena el Gobierno 
que nadie se salte 
el confinamiento, y yo me lo salto, 
que no hay quien lo aguante. 

Hay  otra pandemia
peor que la peste 
y el virus coronado, madre: el miedo, 
que mata a la gente.

(Por seguridad, / esa falsa sensación, / pierdes libertad.)

jueves, 16 de abril de 2020

Los Muertos, de Gabriel Albiac

Publica Gabriel Albiac una espléndida columna en el diario ABC el 13 de abril de 2020 titulada Los Muertos, que me permito transcribir para comentar tres referencias clásicas que incluye.

He aquí, sin su permiso, el texto que copio y pego: 

Es fácil descender a los infiernos. Regresar de allí es la tarea más ardua (1). Pero, sin ese viaje, quede claro, nadie accede a la plena condición humana: la experiencia de la muerte. De la muerte de los otros, que es la única muerte que experimentamos (2). Y, entre los otros, la muerte de aquellos a los que amamos. Ése es el rito de paso: el único ineludible. Retornar entre los vivos, tras haber atravesado el misterio en el cual late lo sagrado, lo indecible de la muerte, es iniciar una vida de hombre. 

Y no hay retorno si no hay viaje. Viaje al reino de las sombras, sin el cual nuestras vidas se pudrirían en una larga adolescencia, un ameno inacabamiento. 

La muerte debe ser mirada a los ojos, en la medida misma en que sabemos que nunca entenderemos su lógica. Y el viaje a través del reino de las sombras nos hará el don, si sabemos cruzarlo sin cerrar los ojos, de merecer la luz. Aunque apenas la atisbemos. Eso advierte la Sibila a Eneas: «Fácil es descender a los infiernos... Retornar de allí, no lo es tanto». Retornar es tarea de héroe. Lo demás, en su vida, habrán sido juegos. Sólo juegos. 

Al cabo ya de un mes de confinamiento, me golpea la hermética constatación de una ausencia: la de los muertos. Ausencia material como simbólica. Los muertos han quedado en sólo cifras. Y han sido, en esas cifras monstruosas -16.000 oficiales, que serán el doble, en España-, eludidos. Con el pulcro borrado de las estadísticas. No los hay en lo simbólico: sin excepción casi, sobre la necia -¿la perversa?- pantalla de los televisores, voces pizpiretas canturrean cifras y horrores con voz y tono idénticos a los usuales en concursos y pasatiempos. No hay un signo de luto verdadero. No hay ni asomo de ese serio abordaje trágico que es el exacto contrario del obsceno melodrama. Por ninguna parte. Y, sin embargo, la tragedia está aquí. Primordial como pocas veces la hemos conocido. El dolor acumulado es atroz. No se dice. Y a la muerte la desplaza el espectáculo. Inofensivo. Se tapona, así, en quien sobrevive, el dolor verdadero. De realidad humana primordial, la muerte pasa a convertirse en recurso virtual de redes e imágenes: nadería. Y queda, así, invisible. Y el duelo, esa esencial travesía del Averno en la cual afrontar la verdad más honda, queda bloqueado. 

Y, sin embargo, el duelo es lo que nos hace hombres: el dolor que se sabe inaceptable y ante el cual, sin embargo, no nos está permitido cerrar los ojos. La aceptación de este mundo inaceptablemente doliente que es el nuestro. Toda la emoción humana cabe en la larga noche en la cual Aquiles conversa con el cadáver de Patroclo. Y en la desolación de Odiseo en los infiernos ante su muerta madre que ni siquiera lo reconoce. Pero sólo después de haber atravesado, ojos abiertos, tal dolor, podrá Odiseo retornar al mar y al viaje. Con su dolor. Irrenunciable. Tras el duelo, «nuestro barco las aguas dejó del océano, el gran río, / y salió nuevamente a las olas del mar anchuroso» (3). A eso llamamos luto. Eso nos niegan. 

oOo

(1) Se trata de las primeras palabras que le dice la Sibila de Cumas a Eneas, al que va a acompañar en su descenso a los infiernos en el libro VI de la Eneida de Virgilio, concretamente los versos 127-130. Así dicen en latín: ...facilis descensus Auerno; / noctes atque dies patet atri ianua Ditis; / sed reuocare gradum superasque euadere ad auras, / hoc opus, hic labor est. Vienen a decir algo así: ...es fácil bajar al Infierno, / noche y día se abre la puerta de Dite sombrío; / pero volver sobre el paso y salir al aire de arriba, / tal el trabajo y tarea. La referencia a Dite, “el rico”, es una alusión apotropaica a Plutón o Hades, el dios del inframundo. Se han hecho proverbiales entre nosotros las palabras facilis descensus Averno: fácil es la bajada al Averno, dando a entender que lo difícil es desandar el camino andado, y subir una vez que se ha bajado. Hay una máxima griega, que Diógenes Laercio (IV, 49) atribuye a Bión de Borístenes, que es el perfecto correlato griego de la frase virgiliana: εὔκολον ἔφασκε τὴν εἰς ᾄδου ὁδόν: decía que es fácil el camino al Hades.

(2) Encuentro aquí un eco de Epicuro que en su carta a Meneceo establece que nosotros y nuestra muerte somos incompatibles: El más aterrador, por tanto, de los males, la muerte, nada es para nosotros, por cuanto mientras nosotros estamos, la muerte no está presente;  y cuando la muerte esté presente, entonces nosotros no estaremos. Por tanto, ni para los que están vivos es,  ni para los que han muerto, por cuanto para unos no está, y los otros ya no están ellos. (Traducción de Luis -Andrés Bredlow). Detrás de estas palabras se oculta un descubrimiento muy sencillo, que repetirá Lucrecio en latín, haciéndose eco del divino Epicuro: nil igitur mors est ad nos neque pertinet hilum (De Rerum Natura, III, 830): Nada es pués a nosotros la muerte y nada nos toca. (Traducción de García Calvo). No tenemos ninguna experiencia previa de la muerte propia. O como dice Albiac, la única muerte que experimentamos durante nuestra vida es la de los otros, la muerte ajena, nunca la propia.

(3) Cita Albiac los dos primeros versos del canto duodécimo de la Odisea de Homero en la traducción de Pabón: Así dicen en su original griego: αὐτὰρ ἐπεὶ ποταμοῖο λίπεν ῥόον Ὠκεανοῖο / νηῦς, ἀπὸ δ᾽ ἵκετο κῦμα θαλάσσης εὐρυπόροιο. En el canto anterior se narra el descenso a los infiernos de Odiseo, que viaja a la mansión de Hades a consultar al adivino Tiresias sobre su regreso a Ítaca. Allí se encuentra con las almas de muchos combatientes que habían muerto durante la guerra de Troya, y con la de su madre, que se había quitado la vida en su ausencia. A continuación Odiseo, Ulises, vuelve al mundo de los vivos y se hace a la mar: "Tan luego como la nave, dejando la corriente del río Océano, llegó a las olas del vasto mar..."