Saco aquí a colación
unos dibujos del artista Francisco Javier Velasco (Oviedo 1973), alias Fano. Fano se define a sí mismo no como un dibujante cristiano
sino como un cristiano que dibuja. También dice que el dibujo le permite
hacer visible lo invisible, y a eso se dedica este profesor de
Religión que daba clases en un colegio de un barrio marginal de
Málaga, llamado María de la O, del que ahora es director, con
una población semianalfabeta, donde necesitaba dibujar para transmitir de
esta manera las enseñanzas evangélicas a sus catecúmenos.
No olvidemos que la
catequesis, que es la enseñanza del catecismo, es pedagogía. Y eso
es lo que nos enseñan los dibujos de Fano, una pedagogía en primer lugar al servicio de la iglesia católica, apostólica y romana, y en segundo y no menos importante lugar, como veremos, una pedagogía al servicio de la dictadura sanitaria que impone a todos los niños y adolescentes unas medidas profilácticas sin ningún fundamento racional, como el uso de la mascarilla quirúrgica, que no impide el contagio y que se ha convertido en un símbolo de sumisión, el lavado compulsivo de manos y la distancia con los otros niños.
Analicemos alguno de sus dibujos, como este de
resonancias bíblicas veterotestamentarias, en el que un Moisés sanitario conduce a
niños y ancianos abriéndose paso después de haber hecho que se retiren las aguas del Mar Rojo
para que el pueblo elegido pueda huir de Egipto, que es la peste, y
dirigirse a la tierra prometida, que es la Nueva Normalidad, ilustración en la que aparecen ya
las mascarillas y los guantes. Sólo le ha faltado un optimista: "Todo va a salir bien".
O este otro dibujo, dedicado a un colegio religioso, donde se representan las omnipresentes mascarillas quirúrgicas, la distancia de seguridad de 2 metros, y el Espíritu Santo en forma de blanca paloma con un gel desinfectante para
que los niños se laven las manos como Poncio
Pilatos. Una mascarilla gigante enarbolada por un clérigo y por la
Virgen María como si fuera un paraguas protege a todos del chaparrón vírico.
Pero la imagen que ya es
el colmo de los colmos y supera a todas las anteriores es la siguiente, utilizada por la Conferencia Episcopal para promover la campaña de catequesis 2021-2022 dirigida a niños y adolescentes.
Tres
personajes con mascarillas los tres. ¿Quiénes son? ¿Son niños y
adolescentes? Eso parece a primera vista. Pero no, los personajes no
son niños, pese a sus rasgos infantiloides. Sólo hay un niño, que
es la figura central, y es, no puede ser otro, el Niño Jesús,
porque estamos ante la Sagrada Familia: a la izquierda san José
barbudo, en el centro el Niño, y a la derecha la Virgen María, que
tiene en sus manos el agua bendita para que el Niño se lave
las manos. Una paloma blanca, que representa, supongo, al Espíritu
Santo sostiene una cinta métrica que delimita la distancia de
seguridad que hay que guardar de un metro y medio para evitar el
contagio personal. Se ha reducido en medio metro la distancia de la imagen anterior, que predicaba los dos metros. Al fondo se ve la Iglesia con su campanario y su
cruz, todo ello orlado por unas misteriosas flechas rojas de derecha a
izquierda, donde se convierten en verdes hasta señalar la puerta del
templo, lo que parece que quiere decir que sin esas medidas
(mascarilla, gel hidroalcohólico y distancia de seguridad) no se
puede entrar a la casa de Dios.
En esta versión del cartel anterior, se añade la regla de las 3 M, para que se les queden grabadas a los niños y adolescentes las normas que deben cumplir: M de Mascarilla
siempre, M de Manos limpias, y M de Metro y medio de distancia. Sencillamente
repugnante.
La Iglesia que fue la
madre nodriza espiritual de la humanidad durante la Edad Media, la Alma Mater antes que la Universidad ostentara este título, ha
renunciado a muchas de sus enseñanzas durante la pandemiocracia.
Los templos estuvieron cerrados a cal y canto. Dejaron de sonar las
campanas y de celebrarse misas presenciales. Cuando se reabrieron, los feligreses debían sentarse separados, y dejaron de darse fraternalmente la
paz unos a otros como hacían antes durante la ceremonia.
Hay que recordar que en otras épocas pasadas
no se cerraron los templos. Los sacerdotes sacaban a los santos en
procesión para rogarles el cese de la peste. Y los papas no hacían
propaganda de la industria farmacéutica, como ha llegado a hacer Su Santidad el Papa actual, bendiciendo, como si de la
mismísima hostia consagrada se tratara, la vacuna a la que se refirió como
“un acto de amor”, un amor a los demás, y a uno mismo, con un oximoro flagrante: un amor altruista que a la vez es egoísta, y viceversa. ¿Cómo se entiende eso?
¿Quién se imagina a
san Francisco de Asís en lugar de abrazar y besar a los leprosos manteniéndose alejado de ellos para no contagiarse? ¿Se imagina alguien a Jesucristo lavándoles los pies a sus
discípulos con guantes antivirales y mascarilla?
Me quedo, sin embargo, con esta imagen de Fano que puede decir más de lo que parece a simple vista que pretende. Ignoro si es anterior a la pandemiocracia o no, pero representa a un Cristo
crucificado a modo de paciente doliente en una cama de hospital, probablemente en una Unidad de
Cuidados Intensivos, que puede evocar más que a una víctima del virus coronado, a una de la yatrogenia.