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sábado, 11 de septiembre de 2021

In memoriam 11-S

    El “Cantar de las Dos Torres” (2008) es un largo poema en diecisiete tiradas de hexámetros asonantados, “una breve epopeya entre risueña y tremebunda” en palabras de su autor,  Agustín García Calvo, que dedicó al “resonante derrumbamiento de las torres gemelas de Nueva York”, cuyo vigésimo aniversario se cumple hoy 11 de septiembre de 2021, marcando un hito en la retransmisión televisiva de unas imágenes mil veces repetidas en todos los rincones del planeta, y un hito por la declaración de guerra al terror que supuso.

Fotografía desmitificadora de Thomas Hoekper (2001)
 

    El primer verso es, por cierto, un remedo del primero de la Ilíada, con su invocación a la musa para que asista al poeta, en el que se ha sustituido la ira de Aquiles por la fe de los hombres: “Canta, diosa, la Fe de los hombres hijos de muerte, / Fe que alzaba a los cielos altivas torres a veces / y a veces las arrumbaba por tierra, y di de qué suerte, / siendo una y la misma la Fe, guerreaban como si fuesen / una con otra.” Ya se ve aquí el tema del cantar: cómo es la misma fe la que construye los rascacielos que la que los destruye, y cómo ambas están, sin embargo, en guerra como si fueran distintas.

    En todo poema épico la guerra es el tema central: “...la guerra. Siempre al Estado la guerra sirvió a tales fines; / y es guerra, por falsa que sea, lo que el momento nos pide”.

    El hexámetro asonantado que practica García Calvo es el mismo que utilizó en su traducción de la Ilíada de Homero y del poema didáctico de Lucrecio De rerum natura o De la Realidad, y que cultivó en la endecha de su propia cosecha Relato de amor (1980): seis tiempos marcados rítmicamente seguidos de uno o dos no marcados, con la posibilidad de añadir una sílaba no marcada (o dos a veces) al comienzo de algunos versos.

    Lo más original, desde mi punto de vista, de esta tremebunda epopeya, son los reproches de las tres mujeres que se hallan en el canto XVI y XVII, a las que da voz el poeta para recriminar a sus esposos y novio. Así empieza, por ejemplo, el reproche de Aixa: “¿Adónde te has ido, cruel, dejándome moribunda / a mí, que sin ti nada soy? Por ti me vestía y desnuda / era tan solo por ti. Eras tú mi espejo y mi luna: / ¿qué voy a ver en mi espejo si no es mi falta y la tuya?” Más desgarrado es el reproche de Fátima: “...Ah perro, ah hijo de puta / por muerto te llamo. Ah, nada te importa: el caso es que huyas / de mí y de mi amor (…) / (…) ¡Ah, vuela y trïunfa / con tu gran muerte! Yo lo que quiero es volverme una bruja / que arranque los ojos a quien en tu alma sembró esta locura”. / Calló, y rabïosa hincaba en los blancos pechos las uñas.”

    Pero de las quejas de las tres es sin duda la de Marïén, que era novia y no esposa, en el último canto la más significativa: “ (...) Ven, que te ajuste / las cuentas, amor: no es tu muerte lo que en miseria me hunde: / es el que tú la quisieras, que tú la quieras y busques / y que por ella me dejes a mí. ¿Qué aroma o deslumbre / tenía tu muerte que así te arrastró a su coño, a su túnel / sin fondo? Ah, no: ella no es nada: era solo el negro mejunje / de nombres de patria y destino y Alá que reine y trïunfe: / ¡quemáralos todos, si no fueran viento, en fuego de azufre!

sábado, 25 de abril de 2020

Poeta en Londres

Bajo el cielo plomizo cubierto de nubes de Londres,
-un firmamento que no sobrevuelan pájaros ni aves,
sino que surcan millares de aviones de día y de noche-,
la urbe voraz, gran bestia que todo lo traga y devora
entre sus fauces, se abren mil ojos que no parpadean
nunca, los ojos de Argo, panóptico monstruo gigante,
siempre vigía. De día y de noche captan sus luces
múltiples, ciegas y raudas, imágenes so pretexto
vano de seguridad. Hay cosas que pasan a veces
y el circuito cerrado de televisión y sus cámaras
no consiguen grabar: escapan por arte de magia
clandestinas, igual que si nunca hubieran pasado,
del control del ojo de Dios, que no ve, por ejemplo, 
cómo solloza en un rincón del Museo Británico
una cariátide a solas que quiere volver de su exilio
con sus hermanas a Grecia, y cómo al caer de la tarde
cuando la gente regresa cansada al hogar del trabajo 
y se refugia en la celda de su apartamento y la vida
propia privada, y los autos escasos, ruedan nocturnos
y la ciudad oscura enciende ya el alumbrado
público, surge furtiva, venida de no sabe nadie
dónde, silueta en el este de Londres con harto sigilo
de un animal. Merodea buscando, sin duda, comida
en la basura, y no es un perro ni gato doméstico
que entre neumáticos de los coches que están aparcados
en las aceras busca cobijo, sino un personaje
de una fábula literaria, el zorro rabioso, 
de un bermejo pelaje de fuego, que huyó de milagro
de una batida de caza de antaño y de fiera jauría
de un británico lord, si no es la vieja raposa
grecolatina, que, cuentan, halló una careta por caso
máscara carnavalesca en el suelo un día y se dijo: 
"¡Cuánta belleza, y carece de seso! Mira, no tiene
nada detrás". Merodea ahora en el este de Londres,
va solitaria en la noche cerrada bajo la sombra,
cruza la calle, añora el bosque lejano en la jungla
negra de asfalto... No lejos, un hombre va dando tumbos, 
se tambalea y cae al suelo, parece borracho.
Sin embargo no huele a vino ni a güisqui. Diríase 
oficinista, que está sufriendo un ataque cardíaco
o ictus acaso. La gente a su lado pasa de largo,
fijos los ojos en micropantallas, y nadie se para
hasta que alguien intenta alzarlo. Al fin se incorpora,
pero se vuelve a caer desmayado, y su cráeno suena
roto contra el bordillo. Y sale la sangre al encuentro
de agua de la alcantarilla; aúllan las ambulancias
pero ninguna viene a buscarlo. Al fin y a la postre,
es un hombre cualquiera que muere tirado en la calle,
muere, y no se oye ninguna sirena estridente que venga
ya a destiempo a salvarle la vida, sin duda perdida
bajo el celaje plomizo de Londres. Las cámaras ciegas
no han visto al hombre que muere, ni a la cariátide triste
que sollozaba, ni al zorro astuto que merodea...
¡Caiga, ojalá, piadosa, la niebla que todo lo anegue,
desdibujando contornos precisos, y cubra, maldita,
esta ciudad, y la borre del mapa del orbe del mundo
de una vez para siempre! ¡Oh niebla, ven, nebulosa
nube, diluye edificios, y los rascacielos altivos,
torres babélicas que se elevan al cielo vacío;
borra las calles y plazas y todos los rótulos, nombres
propios que tienen, y los monumentos históricos, borra 
esos reclamos turísticos que vienen ingenuos
a retratar los turistas: la Torre, borra, de Londres, 
borra a Su Majestad, el Big Ben, que gobierna la vida
de esta maldita ciudad y de los londinenses, sus súbditos,
y es quien manda y no como creen algunos, el pueblo,
víctima siempre de todo gobierno. La Reina, la Reina
es el cronófago que devora segundos, minutos,
horas y así hace que el tiempo se vuelva, cronometrado
oro de ley que defeca esterlinas libras, dinero
vil, contante y sonante, auténtica mierda, que a eso
toda la vida reduce. ¡Que vuelva, vieja, la niebla
y difumine los bancos, y borre la city de Londres,
y el maldito caudal que crían los intereses
del Capital! ¡Que la niebla diluya y hunda en olvido
el maldito week-end, a fin de que así la semana
de una vez para siempre se acabe, y el fin de semana
sea al fin el final de la cuenta, cesando vicioso
círculo! ¡Crezca el Támesis y desborde su cauce
y que se lleve al mar a su paso todo y lo arrastre!