El “Cantar de las Dos Torres” (2008) es un largo poema en diecisiete tiradas de hexámetros asonantados, “una breve epopeya entre risueña y tremebunda” en palabras de su autor, Agustín García Calvo, que dedicó al “resonante derrumbamiento de las torres gemelas de Nueva York”, cuyo vigésimo aniversario se cumple hoy 11 de septiembre de 2021, marcando un hito en la retransmisión televisiva de unas imágenes mil veces repetidas en todos los rincones del planeta, y un hito por la declaración de guerra al terror que supuso.
El primer verso es, por cierto, un remedo del primero de la Ilíada, con su invocación a la musa para que asista al poeta, en el que se ha sustituido la ira de Aquiles por la fe de los hombres: “Canta, diosa, la Fe de los hombres hijos de muerte, / Fe que alzaba a los cielos altivas torres a veces / y a veces las arrumbaba por tierra, y di de qué suerte, / siendo una y la misma la Fe, guerreaban como si fuesen / una con otra.” Ya se ve aquí el tema del cantar: cómo es la misma fe la que construye los rascacielos que la que los destruye, y cómo ambas están, sin embargo, en guerra como si fueran distintas.
En todo poema épico la guerra es el tema central: “...la guerra. Siempre al Estado la guerra sirvió a tales fines; / y es guerra, por falsa que sea, lo que el momento nos pide”.
El hexámetro asonantado que practica García Calvo es el mismo que utilizó en su traducción de la Ilíada de Homero y del poema didáctico de Lucrecio De rerum natura o De la Realidad, y que cultivó en la endecha de su propia cosecha Relato de amor (1980): seis tiempos marcados rítmicamente seguidos de uno o dos no marcados, con la posibilidad de añadir una sílaba no marcada (o dos a veces) al comienzo de algunos versos.
Lo más original, desde mi punto de vista, de esta tremebunda epopeya, son los reproches de las tres mujeres que se hallan en el canto XVI y XVII, a las que da voz el poeta para recriminar a sus esposos y novio. Así empieza, por ejemplo, el reproche de Aixa: “¿Adónde te has ido, cruel, dejándome moribunda / a mí, que sin ti nada soy? Por ti me vestía y desnuda / era tan solo por ti. Eras tú mi espejo y mi luna: / ¿qué voy a ver en mi espejo si no es mi falta y la tuya?” Más desgarrado es el reproche de Fátima: “...Ah perro, ah hijo de puta / por muerto te llamo. Ah, nada te importa: el caso es que huyas / de mí y de mi amor (…) / (…) ¡Ah, vuela y trïunfa / con tu gran muerte! Yo lo que quiero es volverme una bruja / que arranque los ojos a quien en tu alma sembró esta locura”. / Calló, y rabïosa hincaba en los blancos pechos las uñas.”
Pero de las quejas de las tres es sin duda la de Marïén, que era novia y no esposa, en el último canto la más significativa: “ (...) Ven, que te ajuste / las cuentas, amor: no es tu muerte lo que en miseria me hunde: / es el que tú la quisieras, que tú la quieras y busques / y que por ella me dejes a mí. ¿Qué aroma o deslumbre / tenía tu muerte que así te arrastró a su coño, a su túnel / sin fondo? Ah, no: ella no es nada: era solo el negro mejunje / de nombres de patria y destino y Alá que reine y trïunfe: / ¡quemáralos todos, si no fueran viento, en fuego de azufre!”
Hermosa foto esa de Thomas Hoepker. Con qué facilidad lo fantasmagórico se apodera de nosotros por miedo; un miedo irracional a la muerte; un miedo que, contagioso y propagado a través de los medios de la fe, es lo único que mantiene a los ejércitos en pie de guerra contra lo vivo que en nosotros hubiera.
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