Érase uan vez un joven
novicio que, envuelto en numerosas tribulaciones y
abatido por una profunda crisis
religiosa, estaba a punto de
romper sus votos, abandonar el monasterio y volver a la vida mundana,
cuando decidió, sin embargo, consultar antes al maestro y formularle las
numerosas preguntas que le rondaban por la cabeza día y noche sin respuesta. El maestro
le respondió como hacían algunas veces los grandes sabios,
contándole una historia que parecía que no venía muy a cuento, con
la parábola siguiente:
Érase una vez un hombre herido que había recibido un flechazo mortal y agonizaba. Sus parientes y amigos llamaron enseguida al médico para que le extrajese la flecha y le curase.
Pero el malherido no prestaba atención a su herida y les decía que no se preocuparan por él, que se encontraba bien, cuando era evidente que no era así y que estaba desangrándose irremediablemente.
Les rogaba sin embargo que le hiciesen el favor de averiguar lo primero de todo quién le había disparado, cuál era su nombre, y de dónde era, si era amigo o enemigo, si un conocido o un desconocido.
No contento todavía con eso quería saber urgentemente si el arma de la que había partido el dardo era propiamente un arco o se trataba, más bien, de una ballesta, y si su cuerda era de bambú, cáñamo o de seda.
Era, asimismo, de vital importancia para él conocer si la punta de la flecha había sido untada con algún tósigo, y, si era así, que parecía lo más probable a juzgar por el rabioso dolor que sentía, con qué clase de veneno.
Y, sobre todo, quería conocer cuál había sido la causa del disparo, si se trataba de un accidente fortuito o si el arquero le había clavado la saeta adrede; y si había sido de esta última manera, cuál era la razón de la supuesta ofensa que le había infligido, pues él no era consciente de haber ofendido a nadie...
El veneno inoculado, por su parte, hizo su rápido efecto enseguida, y el hombre, antes de conocer las respuestas a aquellas preguntas, falleció.
Érase una vez un hombre herido que había recibido un flechazo mortal y agonizaba. Sus parientes y amigos llamaron enseguida al médico para que le extrajese la flecha y le curase.
Pero el malherido no prestaba atención a su herida y les decía que no se preocuparan por él, que se encontraba bien, cuando era evidente que no era así y que estaba desangrándose irremediablemente.
Les rogaba sin embargo que le hiciesen el favor de averiguar lo primero de todo quién le había disparado, cuál era su nombre, y de dónde era, si era amigo o enemigo, si un conocido o un desconocido.
No contento todavía con eso quería saber urgentemente si el arma de la que había partido el dardo era propiamente un arco o se trataba, más bien, de una ballesta, y si su cuerda era de bambú, cáñamo o de seda.
Era, asimismo, de vital importancia para él conocer si la punta de la flecha había sido untada con algún tósigo, y, si era así, que parecía lo más probable a juzgar por el rabioso dolor que sentía, con qué clase de veneno.
Y, sobre todo, quería conocer cuál había sido la causa del disparo, si se trataba de un accidente fortuito o si el arquero le había clavado la saeta adrede; y si había sido de esta última manera, cuál era la razón de la supuesta ofensa que le había infligido, pues él no era consciente de haber ofendido a nadie...
El veneno inoculado, por su parte, hizo su rápido efecto enseguida, y el hombre, antes de conocer las respuestas a aquellas preguntas, falleció.
oOo
¿Qué revela la parábola? Que el hombre herido somos nosotros mismos, los
lectores ya que no oyentes de la parábola. Y que la flecha
envenenada es la propia parábola: esta narración sólo sirve, como toda
la literatura en general, para zaherirnos y abrirnos la llaga en carne
viva: nos
envenena al presentarnos como real algo que es ficiticio e
imaginario y entretejido por una densa red de palabras, o dicho mejor de
otra manera, haciendo pasar por verdadero algo que es el fruto
ficticio y hechicero de la realidad.
Nos
interesamos por infinidad de cuestiones irrelevantes para satisfacer
nuestra curiosidad que nos distraen de lo importante,
que es la liberación, entreteniéndonos en disquisiciones propias de los sabios de
Bizancio. Damos importancia a cuestiones que no la tienen, cuando de
lo único sensato que se trata es de arrancarse la venda que nos tapa los ojos, y curar la herida que nos ha
abierto la saeta disparada, deteniendo la hemorragia y la acción tóxica del veneno con
el que estaba untada la punta de la flecha.
Lo que trata
de enseñarle el maestro al discípulo que está a punto de renunciar
a la religión y de volver a la realidad del mundo, falsa como es, es que cuando un hombre se da cuenta de que está herido
(y todos lo estamos sin excepción, porque nadie se libra de las tres
heridas que cantó el poeta: la de la vida, la de la muerte y la del
amor), cuando uno descubre que su existencia no es vida sino una
condena perpetua a muerte, muerte en vida, cuando a uno se le revela la falsedad de la
realidad y se le revuelven las tripas por dentro, lo que se impone es actuar cuanto antes, evitar el
sufrimiento innecesario, y no perseverar en el error.
(Nota bene: En el Majjhima Nikaya, que es la colección de los discursos intermedios del Canon Pali o Tipitaka escritos en lengua pali, que recoge en sus tres “ti” canastas “pitaka”, las enseñanzas budistas transmitidas oralmente a lo largo de cinco siglos, figura est preciosa parábola de la flecha envenenada, sutra número 63).
(Nota bene: En el Majjhima Nikaya, que es la colección de los discursos intermedios del Canon Pali o Tipitaka escritos en lengua pali, que recoge en sus tres “ti” canastas “pitaka”, las enseñanzas budistas transmitidas oralmente a lo largo de cinco siglos, figura est preciosa parábola de la flecha envenenada, sutra número 63).
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