viernes, 24 de septiembre de 2021

La mala prensa de Diógenes

Primero: Los psicólogos se han sacado de la manga un  complejo y se lo han endilgado a Diógenes: el  “complejo de Diógenes”. Podríamos padecerlo en la actualidad cualquiera de nosotros, todo el mundo,  pero el propio Diógenes no lo padeció por lo que sabemos de él nunca. Diógenes de Sinope no se dedicaba a acumular basura en su casa -casa que no tenía, hoy sería un homeless, un sintecho- ni trastos inútiles de los que se negaba a desprenderse, como ordinariamente hacemos casi todos nosotros. De hecho, según se cuenta de él, sólo tenía en su vejez tres únicas posesiones, además de su libertad, que era la más preciada de todas ellas: un manto con el que se cubría de las inclemencias del tiempo, un bastón sobre el que se apoyaba al andar,  y una escudilla para beber agua. Se dice que un día vio a un niño que bebía agua de un manantial  cogiéndola con las manos: ese día comprendió que le sobraba una de sus tres pertenencias, y tiró la escudilla, pues el niño le había dado una lección: para beber agua no necesitaba un vaso ni nada parecido cuando podía servirse del cuenco de sus propias manos.

Diógenes, filósofo cínico, en el buen sentido etimológico de la palabra del que hablaré luego,  se reía precisamente del afán acaparador de sus conciudadanos, que somos nosotros mismos, porque, como cantó Machado, "hoy es siempre todavía". Diógenes se burla de nuestro afán de poseer cosas, afán que nos hace olvidar que las cosas “o las tienes o las gozas”, como decía el otro, es decir, que para disfrutar de una cosa es condición imprescindible que no sea de nuestra propiedad: la posesión mata el goce del usufructo. Y él se caracterizaba, precisamente, por su desprendimiento, como revela la anécdota  referida. Quizá sea en la memoria colectiva de la humanidad el hombre que menos cosas haya poseído; por no poseer no tenía ni casa, como queda dicho: los atenienses le regalaron un barril, si no era un tonel, o más probablermente una gigantesca ánfora, para que durmiera dentro a resguardo de las inclemencias del tiempo.
 
 

Y segundo: El dibujante Erlich, de ingenio muy agudo habitualmente, saca una viñeta muy poco afortunada en el periódico El País ridiculizando a Diógenes. La viñeta imita en todos sus detalles el célebre lienzo de Monsiau, como puede comprobarse comparándolos. La anécdota es famosa. Se trata de la visita que le rindió el gran Alejandro,  que había oído hablar del sabio que como Sócrates sólo sabía que no sabía nada, y decidió conocerlo en persona. Se contaba de él que cuando le preguntaron en una ocasión que de dónde era, había contestado con un neologismo que inventó y que hemos heredado nosotros,  y desvirtudado, trivializándolo, todo hay que decirlo. Respondió: "kósmou polítees" en griego, o sea, cosmopolita, en román paladino, es decir, ciudadano del mundo, lo que viene a ser: de todos los sitios en general y de ninguno en particular.

Alejandro Magno, que ya era el dueño de medio mundo, lo encontró tumbado tomando el sol y se presentó, arrogante, ante él como el hombre más poderoso de la Tierra que era en aquel entonces. Le dijo que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por él, a darle lo que le pidiera, fuera lo que fuere. La respuesta irreverente de Diógenes no pudo ser más genial, sin dejar de ser respetuosa. De hecho sigue resonando a través de los siglos todavía: “-Apártate, por favor, me estás quitando el sol que estaba tomando. Sólo te pido eso, gracias”. 

El pintor francés Nicolas-André Monsiau (1754-1837) dibujó así el famoso encuentro. 
 
Y es que Diógenes no era un cínico en el sentido moderno de la palabra, sino en el etimológico o verdadero. “Cínico”, del genitivo griego "kynós" perro, de donde sale el adjetivo "kynikós",  significa “canino, perruno”,  porque Diógenes había tomado como modelo de vida al perro que vaga por las calles sin dueño, paradigma de libertad, y que es el mejor amigo del hombre. En ese sentido era cínico Diógenes: rabiosamente libre, diríamos, como un perro callejero y sin dueño.

Ahora bien, el auténtico cínico, en el sentido moderno de la palabra, es Alejandro, que, deslumbrado por la respuesta de Diógenes, dijo que de no haber sido quien era, Alejandro Magno, le hubiera gustado ser Diógenes. Alejandro es el primer cínico de la modernidad. Nada le hubiera impedido, si hubiera querido de verdad, renunciar al Poder que encarnaba y haber seguido el ejemplo del filósofo y la "senda de los pocos sabios que en el mundo han sido".
 
 
El Diógenes del humorista Erlich le pide al poderoso algo que jamás le hubiera pedido Diógenes por muy muerto de hambre que estuviera: “Dame algo de comer”. Quiere así el dibujante presentarnos a Diógenes como una transposición de la Grecia moderna y de "su" cacareada crisis económica, que es también la nuestra y la del dinero en general, y reflexiona sesudamente escribiendo debajo “La crisis griega reescribe la historia”.

Pues bien, hay que decir que no, que la mala prensa que tiene Diógenes no corresponde a la realidad histórica ni tiene por lo tanto  ningún fundamento. Se debe al triunfo de Alejandro, es decir, del cinismo moderno, porque, en primer lugar, Diógenes, el Perro, no tuvo nunca el complejo que ahora le atribuyen, y en segunda y no menos importante instancia, Diógenes nunca le hubiera pedido a un hombre tan arrogante como Alejandro la limosna de un mendrugo de pan: nunca hubiera reivindicado nada al Estado del Bienestar.

Lo mismo se puede decir de la Grecia moderna, a la que algunos le echaron la culpa de nuestras propios males y frustraciones, olvidando que parte de lo poco bueno que tenemos, si no todo, nos viene de allí, como la luz del sol, ex Oriente lux, esa luz que nos sigue quitando el opaco Alejandro, el más mandado de todos los mandamases.

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