Primero: Los
psicólogos se han sacado de la manga un complejo y se lo han endilgado
a Diógenes: el “complejo de Diógenes”. Podríamos padecerlo en la
actualidad cualquiera de nosotros, todo el mundo, pero el propio
Diógenes no lo padeció por lo que sabemos de él nunca. Diógenes de
Sinope no se dedicaba a acumular basura en su casa -casa que no tenía, hoy
sería un homeless, un sintecho- ni trastos inútiles de los que se negaba a
desprenderse, como ordinariamente hacemos casi todos nosotros. De hecho,
según se cuenta de él, sólo tenía en su vejez tres únicas posesiones,
además de su libertad, que era la más preciada de todas ellas: un manto
con el que se cubría de las inclemencias del tiempo, un bastón sobre el
que se apoyaba al andar, y una escudilla para beber agua. Se dice que
un día vio a un niño que bebía agua de un manantial cogiéndola con las manos: ese día comprendió que le sobraba una de sus
tres pertenencias, y tiró la escudilla, pues el niño le había dado una
lección: para beber agua no necesitaba un vaso ni nada parecido cuando
podía servirse del cuenco de sus propias manos.
Diógenes,
filósofo cínico, en el buen sentido etimológico de la palabra del que
hablaré luego, se reía precisamente del afán acaparador de sus
conciudadanos, que somos nosotros mismos, porque, como cantó Machado,
"hoy es siempre todavía". Diógenes se burla de nuestro afán de poseer
cosas, afán que nos hace olvidar que las cosas “o las tienes o las
gozas”, como decía el otro, es decir, que para disfrutar de una cosa es
condición imprescindible que no sea de nuestra propiedad: la posesión
mata el goce del usufructo. Y él se caracterizaba, precisamente, por su
desprendimiento, como revela la anécdota referida. Quizá sea
en la memoria colectiva de la humanidad el hombre que menos cosas haya
poseído; por no poseer no tenía ni casa, como queda dicho: los
atenienses le regalaron un barril, si no era un tonel, o más
probablermente una gigantesca ánfora, para que durmiera dentro a
resguardo de las inclemencias del tiempo.
Y segundo:
El dibujante Erlich, de ingenio muy agudo habitualmente, saca una
viñeta muy poco afortunada en el periódico El País ridiculizando a
Diógenes. La viñeta imita en todos sus detalles el célebre lienzo de
Monsiau, como puede comprobarse comparándolos. La anécdota es famosa. Se
trata de la visita que le rindió el gran Alejandro, que había oído
hablar del sabio que como Sócrates sólo sabía que no sabía nada, y
decidió conocerlo en persona. Se contaba de él que cuando le preguntaron
en una ocasión que de dónde era, había contestado con un neologismo que
inventó y que hemos heredado nosotros, y desvirtudado,
trivializándolo, todo hay que decirlo. Respondió: "kósmou polítees" en
griego, o sea, cosmopolita, en román paladino, es decir, ciudadano del
mundo, lo que viene a ser: de todos los sitios en general y de ninguno
en particular.
Alejandro
Magno, que ya era el dueño de medio mundo, lo encontró tumbado tomando
el sol y se presentó, arrogante, ante él como el hombre más poderoso de
la Tierra que era en aquel entonces. Le dijo que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por él, a
darle lo que le pidiera, fuera lo que fuere. La respuesta irreverente
de Diógenes no pudo ser más genial, sin dejar de ser respetuosa. De
hecho sigue resonando a través de los siglos todavía: “-Apártate, por
favor, me estás quitando el sol que estaba tomando. Sólo te pido eso,
gracias”.
El pintor francés Nicolas-André Monsiau (1754-1837) dibujó así el famoso encuentro.
Y
es que Diógenes no era un cínico en el sentido moderno de la palabra,
sino en el etimológico o verdadero. “Cínico”, del genitivo griego
"kynós" perro, de donde sale el adjetivo "kynikós", significa
“canino, perruno”, porque Diógenes había tomado como modelo de vida al
perro que vaga por las calles sin dueño, paradigma de libertad, y que es
el mejor amigo del hombre. En ese sentido era cínico Diógenes:
rabiosamente libre, diríamos, como un perro callejero y sin dueño.
Ahora bien, el auténtico cínico, en el sentido moderno de la palabra, es Alejandro, que, deslumbrado por la respuesta de Diógenes, dijo que de no haber sido quien era, Alejandro Magno, le hubiera gustado ser Diógenes. Alejandro es el primer cínico de la modernidad. Nada le hubiera impedido, si hubiera querido de verdad, renunciar al Poder que encarnaba y haber seguido el ejemplo del filósofo y la "senda de los pocos sabios que en el mundo han sido".
Ahora bien, el auténtico cínico, en el sentido moderno de la palabra, es Alejandro, que, deslumbrado por la respuesta de Diógenes, dijo que de no haber sido quien era, Alejandro Magno, le hubiera gustado ser Diógenes. Alejandro es el primer cínico de la modernidad. Nada le hubiera impedido, si hubiera querido de verdad, renunciar al Poder que encarnaba y haber seguido el ejemplo del filósofo y la "senda de los pocos sabios que en el mundo han sido".
El
Diógenes del humorista Erlich le pide al poderoso algo que jamás le
hubiera pedido Diógenes por muy muerto de hambre que estuviera: “Dame
algo de comer”. Quiere así el dibujante presentarnos a Diógenes como una
transposición de la Grecia moderna y de "su" cacareada crisis
económica, que es también la nuestra y la del dinero en general, y reflexiona sesudamente escribiendo debajo “La crisis griega
reescribe la historia”.
Pues
bien, hay que decir que no, que la mala prensa que tiene Diógenes no
corresponde a la realidad histórica ni tiene por lo tanto ningún fundamento. Se
debe al triunfo de Alejandro, es decir, del cinismo moderno, porque, en
primer lugar, Diógenes, el Perro, no tuvo nunca el complejo que ahora le
atribuyen, y en segunda y no menos importante instancia, Diógenes nunca
le hubiera pedido a un hombre tan arrogante como Alejandro la limosna
de un mendrugo de pan: nunca hubiera reivindicado nada al Estado del Bienestar.
Lo mismo se puede decir de la Grecia moderna, a la que algunos le echaron la culpa de nuestras propios males y frustraciones, olvidando que parte de lo poco bueno que tenemos, si no todo, nos viene de allí, como la luz del sol, ex Oriente lux, esa luz que nos sigue quitando el opaco Alejandro, el más mandado de todos los mandamases.
Lo mismo se puede decir de la Grecia moderna, a la que algunos le echaron la culpa de nuestras propios males y frustraciones, olvidando que parte de lo poco bueno que tenemos, si no todo, nos viene de allí, como la luz del sol, ex Oriente lux, esa luz que nos sigue quitando el opaco Alejandro, el más mandado de todos los mandamases.