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jueves, 5 de octubre de 2023

Seguidillas londinenses

Lenta-, pausadamente, como si nada, herrumbroso el otoño hace su entrada. 
 
 Octubre se desprende de la mortaja que es su sudario, viejo traje de gala. 
 
Bajo el puente colgante los barcos pasan, fluye el río hacia el mar, la mar salada. 
 
En el muelle recuerda una fragata que esta paz es la guerra no declarada. 
 
¿Qué rey en Inglaterra, qué reina manda? El reloj de la torre es el monarca: 
 
 
el tiempo que es dinero, y es todo y nada, que es futuro efectivo, moneda falsa. 
 
 ¿Quién trazaba tu línea con la navaja,  meridiano de Greenwich,  imaginaria? 
 
¿Quién partió el mundo en dos medias naranjas e hizo del territorio un triste mapa? 
 
Cuanto más se transforma todo y más cambia, más permanece todo igual que estaba. 
 
Bajo el puente de Londres corren las aguas, pasan horas y siglos: no pasa nada.

sábado, 25 de abril de 2020

Poeta en Londres

Bajo el cielo plomizo cubierto de nubes de Londres,
-un firmamento que no sobrevuelan pájaros ni aves,
sino que surcan millares de aviones de día y de noche-,
la urbe voraz, gran bestia que todo lo traga y devora
entre sus fauces, se abren mil ojos que no parpadean
nunca, los ojos de Argo, panóptico monstruo gigante,
siempre vigía. De día y de noche captan sus luces
múltiples, ciegas y raudas, imágenes so pretexto
vano de seguridad. Hay cosas que pasan a veces
y el circuito cerrado de televisión y sus cámaras
no consiguen grabar: escapan por arte de magia
clandestinas, igual que si nunca hubieran pasado,
del control del ojo de Dios, que no ve, por ejemplo, 
cómo solloza en un rincón del Museo Británico
una cariátide a solas que quiere volver de su exilio
con sus hermanas a Grecia, y cómo al caer de la tarde
cuando la gente regresa cansada al hogar del trabajo 
y se refugia en la celda de su apartamento y la vida
propia privada, y los autos escasos, ruedan nocturnos
y la ciudad oscura enciende ya el alumbrado
público, surge furtiva, venida de no sabe nadie
dónde, silueta en el este de Londres con harto sigilo
de un animal. Merodea buscando, sin duda, comida
en la basura, y no es un perro ni gato doméstico
que entre neumáticos de los coches que están aparcados
en las aceras busca cobijo, sino un personaje
de una fábula literaria, el zorro rabioso, 
de un bermejo pelaje de fuego, que huyó de milagro
de una batida de caza de antaño y de fiera jauría
de un británico lord, si no es la vieja raposa
grecolatina, que, cuentan, halló una careta por caso
máscara carnavalesca en el suelo un día y se dijo: 
"¡Cuánta belleza, y carece de seso! Mira, no tiene
nada detrás". Merodea ahora en el este de Londres,
va solitaria en la noche cerrada bajo la sombra,
cruza la calle, añora el bosque lejano en la jungla
negra de asfalto... No lejos, un hombre va dando tumbos, 
se tambalea y cae al suelo, parece borracho.
Sin embargo no huele a vino ni a güisqui. Diríase 
oficinista, que está sufriendo un ataque cardíaco
o ictus acaso. La gente a su lado pasa de largo,
fijos los ojos en micropantallas, y nadie se para
hasta que alguien intenta alzarlo. Al fin se incorpora,
pero se vuelve a caer desmayado, y su cráeno suena
roto contra el bordillo. Y sale la sangre al encuentro
de agua de la alcantarilla; aúllan las ambulancias
pero ninguna viene a buscarlo. Al fin y a la postre,
es un hombre cualquiera que muere tirado en la calle,
muere, y no se oye ninguna sirena estridente que venga
ya a destiempo a salvarle la vida, sin duda perdida
bajo el celaje plomizo de Londres. Las cámaras ciegas
no han visto al hombre que muere, ni a la cariátide triste
que sollozaba, ni al zorro astuto que merodea...
¡Caiga, ojalá, piadosa, la niebla que todo lo anegue,
desdibujando contornos precisos, y cubra, maldita,
esta ciudad, y la borre del mapa del orbe del mundo
de una vez para siempre! ¡Oh niebla, ven, nebulosa
nube, diluye edificios, y los rascacielos altivos,
torres babélicas que se elevan al cielo vacío;
borra las calles y plazas y todos los rótulos, nombres
propios que tienen, y los monumentos históricos, borra 
esos reclamos turísticos que vienen ingenuos
a retratar los turistas: la Torre, borra, de Londres, 
borra a Su Majestad, el Big Ben, que gobierna la vida
de esta maldita ciudad y de los londinenses, sus súbditos,
y es quien manda y no como creen algunos, el pueblo,
víctima siempre de todo gobierno. La Reina, la Reina
es el cronófago que devora segundos, minutos,
horas y así hace que el tiempo se vuelva, cronometrado
oro de ley que defeca esterlinas libras, dinero
vil, contante y sonante, auténtica mierda, que a eso
toda la vida reduce. ¡Que vuelva, vieja, la niebla
y difumine los bancos, y borre la city de Londres,
y el maldito caudal que crían los intereses
del Capital! ¡Que la niebla diluya y hunda en olvido
el maldito week-end, a fin de que así la semana
de una vez para siempre se acabe, y el fin de semana
sea al fin el final de la cuenta, cesando vicioso
círculo! ¡Crezca el Támesis y desborde su cauce
y que se lleve al mar a su paso todo y lo arrastre!