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miércoles, 6 de agosto de 2025

Contra reloj y calendario

 

Os traigo aquí un texto en verso de hace más de dos mil años, escrito en latín, y transmitido por Aulo Gelio (Noches Áticas, III, 3, 5), formado por nueve senarios yámbicos pertenecientes a una comedia hoy perdida titulada, al parecer, La mujer beocia, atribuida a Aquilio. Comenta Aulo Gelio que el gramático Varrón consideraba, sin embargo, que estos versos eran de Plauto, aunque no se encuentran en ninguna de sus veintiuna comedias conservadas. Añadía también que si los versos no eran plautinos en sentido estricto, eran plautinísimos, es decir, muy del estilo de los de Plauto. Sólo él supo dar voz a tantos esclavos y mujeres, es decir, a tantas voces del pueblo que se reían de la seriedad austera del orden establecido, y del hecho de que hubiera esclavos para que los patricios o plebeyos creyeran que eran libres. 
  
Dos versos contra el reloj que,  si no son de Plauto mismo porque suelen atribuírsele a Aquilio, son plautinísimos sin embargo nos sirven para rebelarnos contra el cambio de hora y contra el cómputo del tiempo cronometrado en general: ut illum di perdant, primus qui horas repperit, / quique adeo primus statuit hic solarium! (¡Maldito sea / ¡Confunda el cielo a / ¡Pierdan los dioses a  /   el primero que inventó las horas / y el primero que implantó además aquí el reloj!).

El monólogo es un grito de protesta que tiene la particularidad de ser una de las primeras quejas contra la imposición del reloj (en forma de cuadrante solar en este caso) sobre la vida humana, puesto en boca de alguien que se muere de hambre porque "no es hora de comer". En Roma, sobre el Foro, se cernía ya, amenazador, un reloj solar que marcaba las horas. Era un lugar público habitual de reunión como revela la expresión ad solarium uersari que quiere decir merodear por los alrededores del reloj de sol. Así dice el texto en versión original en latín:

Ut illum di perdant, primus qui horas repperit,
quique adeo primus statuit hic solarium!
Qui mihi comminuit misero articulatim diem.
Nam me puero uenter erat solarium
multo omnium istorum optumum et uerissumum:
Ubiuis monebat esse, nisi quom nil erat.
Nunc etiam quod est non estur, nisi soli lubet;
itaque adeo iam oppletum oppidum est solariis,
maior pars populi aridi reptant fame.


¡Confunda el cielo al primero que inventó las horas
y  que además  primero aquí  plantó un reloj!
Me ha roto el día, triste de mí,  en pedazos mil.
Pues de pequeño  yo, era el  vientre mi reloj
mucho mejor que todos estos y más  de fiar:
comer quería, a menos que nada hubiera, siempre.
Ahora que hay, si el sol no quiere,  no se come;
Y además ya está de relojes llena la ciudad;
casi todo el pueblo, flacos, ya se mueren de hambre.

    El reloj determina las horas de forma que la hora de comer no es la hora en la que el estómago reclama su satisfacción, sino la hora que el reloj  determina a ese fin. Se ha producido una inversión: es el reloj, y no el estómago, el que impone la hora de comer, el que manda, debido a lo cual el vientre, enjuto, se muere de hambre al estar sometido al rígido dictamen del reloj.  Frente a lo que sucede ahora, cuando la ciudad se ha llenado de relojes -y más ahora mismo, en nuestros propios tiempos, diríamos nosotros, cuando no es preciso llevar un reloj porque los relojes han entrado en el ámbito más íntimo de la vida privada, y el reloj somos nosotros mismos-, el vientre recuerda tiempos mejores. Cualquier tiempo pasado fue mejor, porque en el pasado no había relojes, esos grandes dictadores, que marcaran los ritmos biológicos. Todavía el reloj (y el calendario) no habían invadido el ámbito de la subjetividad, pero ya había comenzado sin duda un largo período que aún no ha concluido.

La persistencia de la memoria o Los relojes blandos (1931) de Salvador Dalí.

    Me he entretenido y divertido, por mi parte, componiendo la que podría ser la continuación de este monólogo de queja de un hombre del siglo XXI, consciente de la gravedad cada vez mayor del peso (y no del paso) del tiempo, cuyo cómputo se impone a todos y cada uno de los rincones del planeta, ajeno a los ritmos naturales y vitales, y de lo funesto que es para el disfrute de nuestra vida que nuestras actividades se acomoden a unos horarios y calendarios preestablecidos, y a un futuro, por lo tanto, y no al revés. Es decir, parece que se ha cumplido aquello de que el hombre ha sido hecho para el sábado, o sea, para obedecer al calendario que establece días de ocios y de negocios,  y no el sábado, esto es, el calendario, para el hombre, y que, debido a esa imposición, nosotros no tenemos tiempo, sino que es el tiempo el que, de hecho, nos tiene (y bien cogidos) a nosotros: 

¡Maldito sea el inventor de la semana
que nos impuso su triste contabilidad,
retorno eterno de lo mismo y no lo mismo!
¡Con toda mi alma lo maldigo y aborrezco!
Me ha destrozado a mí la vida el impostor
con ese invento, porque no es verdad, porque es
mentira y gorda!   ¡No hay un ciclo natural
de siete días, como el sol y la luna, el mes,
las estaciones o año! Sin embargo, siempre
tras el domingo vuelve el lunes, y vuelve así
la misma rueda de la historia a comenzar
como si fuera lo más normal del mundo. Y no,
no debería ser así. Si no es verdad
como el otoño o la primavera o el verano
o el invierno, como el Sol que trae y lleva el día,
o la Luna ya menguante o nueva o ya creciente
o llena allá en el firmamento, ¿cómo es que hay
semanas en el calendario y días negros
y otros rojos? Dicen que su origen se halla
en el cuento veterotestamentario aquél
del Génesis que abre la sacrosanta Biblia
de que Dios creó el tinglado de este mundo en seis
jornadas, y al séptimo día descansó el Señor
y estableció, sabático, el Sabat, cayendo
en flagrante contradicción y en un contrasentido,
pues ¿cómo es que había números y días
antes de que Él creara el mundo? ¿Es la semana
anterior al mundo? ¿A quiénes engañar pretenden
con el viejo cuento hebreo? ¿Quien habrá que no haya
sufrido en carne propia la rutina atroz
de un lunes?¿Quién no ha deseado que llegue el fin
de la semana toda y de todas las semanas
absolutamente, y no ha sentido la alegría
y la tristeza, ambas caras de una misma
moneda, de una larga tarde de domingo,
que anuncia el fin de fiesta y la reiteración
del  mismo ciclo  y círculo vicioso que
 convierte nuestra vida en un futuro y muerte?
 ¡Sea, pues, maldito, y que los dioses lo confundan,
el  que por decreto la semana estableció
en el trescientos veinte y uno, triste año,
después de Cristo! ¡Sea Constantino el Grande,
aquel emperador romano que recibió
las aguas del bautismo antes de su muerte,
execrado, pues, y el calendario laboral
de días negros y días rojos, que él impuso
consagrando el día del Sol o del domingo al ocio,
maldito sea y condenado al ostracismo!
Lo que más deseo ahora yo, es el verdadero
y auténtico week-end que ponga fin al ciclo
eterno y pare el curso de nuestra historia, el fin
definitivo de la semana y las semanas.
¡Que no haya más relojes ni haya calendarios
que cronometren nuestro tiempo y nuestras vidas!
  
 

sábado, 4 de enero de 2025

El oro que cagó el moro

En La Utopía de Tomás Moro el oro no se utilizaba para joyas y ornamentos, sino para “hacer orinales y bacinillas para las necesidades más inmundas”, lo que era una manera de envilecer la estima en la que se tiene de ordinario el preciado y escaso metal. Pero, de alguna manera, el oro no deja de ser, pese a su valor o quizá por eso mismo, “el vil metal”, expresión con la que se subraya el carácter más que vil envilecedor del dinero. También dice Moro que con oro se fabricaban los grillos y cadenas para los esclavos y prisioneros a los que se privaba de libertad, lo que nos sugiere que el dinero, que es la paga del trabajo asalariado, asegura la servidumbre del trabajador, y que aunque la jaula sea de oro, como cantaba el otro, no deja de ser prisión.

Si nos remontamos más atrás en el tiempo, en la descripción que hace un clásico como Ovidio de la Edad de Oro, no existe como tal el oro, que no había sido todavía desentrañado de la tierra, porque ni siquiera había “propiedad privada” ni transacciones comerciales ni ninguna forma de dinero. El oro hará su aparición paradójicamente en la Edad de Hierro, que es la nuestra, según el relato hesiódico y ovidiano, en la que seguimos estando inmersos. 


En la Comedia de la Olla de Plauto, ilustre antecesora del Avaro de Molière, se cuenta de Euclión que se tapaba la boca mientras dormía, tan codicioso como era, para que no se le escapase nada de aire: quin cum it dormitum follem obstringit ob gulam. A lo que el esclavo Ántrace se pregunta si se tapa también el orificio del ano (la garganta de abajo u ojete del culo) para que no se le escape por ahí ninguna ventosidad (animai, con el viejo genitivo latino de la primera declinación en –ai), que él retiene celosamente como su más preciado tesoro: ANTHR. Etiamne obturat inferiorem gutturem, / ne quid animai forte amittat dormiens? (verso 305) Podría cagarse, en efecto, el viejo avaro, sugiere el esclavo, y perder así gran parte de la dignidad de la fortuna que celosamente atesora en el interior de su olla. 

Contra el principio artístico clásico del cacatum non est pictum, en Alemania hay varios Dukatenscheiser  (Cagaducados, literalmente). La inscripción que acompaña al Dukatenscheiser de la Caja de Ahorros de la Bolkerstrasse de Düsseldorf tiene que ver con un cuento alemán cuyo protagonista defecaba monedas de oro. Por eso la leyenda nos advierte de que el cuento casi nunca se vuelve realidad (dies Märchen wird wohl niemals wahr), la vida nos lo enseña (das Leben lehrt), así que nos aconseja: ¡sé listo y ahorra! (sei klug und spar).

 Otro Dukatenscheißer en la fachada del Hotel Kaiserworth en Goslar, 
 Baja Sajonia (Alemania). 

Un refrán castellano que consta de dos octosílabos pareados con rima consonante reza: El oro hecho moneda ¡por cuántas sentinas rueda! La sentina es, sensu stricto, la cavidad inferior de la nave que se halla sobre la quilla donde confluyen las aguas que, de diferentes procedencias, se filtran por cubierta y costados del buque, convirtiéndose en aguas residuales que deben ser expulsadas cuanto antes por las bombas so pena de hundir el barco; lato sensu, la sentina es un lugar donde hay inmundicias y mal olor. De alguna manera el refrán relaciona el oro convertido en moneda de cambio, es decir, en dinero, con las heces y los excrementos.

Uno de los cuentos folklóricos más extendidos y conocidos en el Siglo de Oro español es el del borrico que cagaba dineros, muy difundido en otros países y lenguas, del que hay numerosas versiones orales españolas, algunas en verso, a más de portuguesas y americanas. Hay también un cuento de los hermanos Grimm, que es La mesa, el asno y el bastón maravillosos, donde aparece la figura del borrico que cagaba doblones de oro. Este cuento podría relacionarse de algún modo también con la fábula de la gallina de los huevos de oro, que en la versión original de Esopo no era tal gallina, sino  una oca que Hermes regala a un ferviente devoto suyo. Es Babrio y no Esopo quien elige una gallina. Nuestro Samaniego y Lafontaine popularizaron esta gallina en castellano y en francés respectivamente. He aquí la versión de Samaniego:

Érase una gallina que ponía
un huevo de oro al dueño cada día.
Aun con tanta ganancia malcontento,
quiso el rico avariento
descubrir de una vez la mina de oro,
y hallar en menos tiempo más tesoro.
Matóla; abrióla el vientre de costado;
pero después de haberla registrado,
¿qué sucedió? que muerta la Gallina,
perdió su huevo de oro y no halló mina.

El dicho popular castellano "el oro que cagó el moro", aparte de ser una rima fácil, como su correlato “la plata que cagó la gata”, facilitada por la homofonía de las palabras, se utiliza en nuestra lengua para demostrar que es oro de baja calidad, que no es oro de ley, que es, incluso, falso. Hay un componente xenófobo indudable, y antimorisco en esta expresión, motivado por la presencia de los árabes en la península ibérica y por su fama de falsificadores de monedas y de posesores de tesoros ocultos. La fama de falsarios y de hombres de “poca fe” (cristiana) de los moriscos, pese a estar bautizados, les atribuye a sus joyas de oro y de plata el hecho de estar rebajadas y, ser, literalmente, una mierda. 

Pero lo que revela esta expresión, en el inconsciente colectivo, cuando en castellano se dice que algo es de oro “del que cagó el moro” no es sólo que sea falso o de ínfima calidad, denunciando que no tiene el valor que se le atribuye, o que ni siquiera es una joya y es más bien un artículo de bisutería barata, porque no es oro todo lo que reluce bajo el sol, sino, en el fondo, que el oro, sea de la ley que sea, hasta el más puro y legítimo, no deja de ser una mierda, algo que tiene valor por ser un bien escaso y por su larga duración, pero que no deja de estar ligado a las entrañas de la tierra, y, según el psicoanálisis freudiano, a la etapa anal de la infancia del ser humano: sus excrementos son la primera ofrenda, el primer producto y regalo propio que puede ofrecer el niño a sus mayores. 


En los belenes de Cataluña hay una figura llamada caganer en catalán que representa a un payés con un gorro frigio o barretina que, agachado y con las nalgas al aire, deposita su cagajón en las cercanías del pesebre como humilde ofrenda al Niño Jesús. No se trata del gesto obsceno que algunos interpretan como una blasfemia, sino más bien del regalo que  el pueblo humilde que no tiene ninguna otra riqueza le ofrece al recién nacido. Las nobles ofrendas de los Reyes Magos Melchor, Gaspar y Baltasar son oro, incienso y mirra: la riqueza y los aromas de Arabia. El pobre payés le ofrece por su parte el tesoro de las heces de su secreta defecación, como el niño freudiano que les enseña por primera vez a sus progenitores los excrementos propios de los que se siente orgulloso, su mayor tesoro.

lunes, 18 de mayo de 2020

Taller de métrica (II)

Los versos más frecuentes del teatro antiguo tanto griego como romano, teatro siempre en verso y nunca en prosa, son el trímetro yámbico (senario yámbico en su versión romana), y el tetrámetro trocaico cataléctico (“cataléctico” quiere decir que ha sufrido catalexis, es decir, que se le ha amputado el último medio pie al esquema rítmico del verso), que es el setenario trocaico romano, también llamado “uersus quadratus”. 

En los esquemas que vamos a utilizar, el signo “+” indica que la sílaba es portadora del ritmo, y el signo “-” que no está marcada rítmicamente. 

El ritmo yámbico sería como el tic-tác del reloj: - +, un tiempo no marcado seguido de otro marcado. 

El ritmo trocaico sería a la inversa, como si dijéramos tíc-tac: + - sílaba marcada, seguida de sílaba no marcada. 

¿Qué se puede decir de la elección de uno u otro de estos ritmos? El ritmo yámbico se siente como el normal y es por lo tanto el propio de la narración y del diálogo; el trocaico se interpreta como más exaltado, por lo que se utiliza para los trances dramáticos más líricos, como el ejemplo que vamos a leer de Plauto. 

Vamos a ocuparnos, en efecto, de estos últimos, los setenarios trocaicos. Si el tetrámetro trocaico tiene ocho pies, ocho troqueos (+ - ), el cataléctico tiene siete y medio. Aunque llamemos setenario a su adaptación latina o, más a lo culto, septenario, el nombre del verso engaña porque tampoco tiene siete troqueos, sino siete y medio. 

Su esquema mínimo sería de quince sílabas, siendo la última marcada: + - + - + - + - + - + - + - +. Ahora bien, la riqueza de este verso consiste en que no presenta casi nunca el esquema “puro”, porque, comparable al compás ternario de la música, admite sustituciones: cada troqueo (+ -) puede disolverse: en tres sílabas sin marca rítmica ninguna - - - ; en tres sílabas con marca en la primera, convirtiéndose de hecho en un dáctilo: + - -; o con la marca rítmica al revés de lo normal en la tercera sílaba, convirtinéndose en un anapesto: - - +. Tanto en el primer caso, en el que no hay ninguna marca rítmica, como en el tercero en el que el ritmo cae a contratiempo, el verso se siente igual, como respondiendo al mismo esquema, lo que le proporciona una gran riqueza y variedad expresiva. 


Es característico, además, de este verso una diéresis medial, que vamos a marcar con el signo “ // ”, por lo que su esquema puro, sin sustituciones, sería: + - + - + - + - // + - + - + - +, como en los octosílabos de algunos de nuestros romances, que alternan el final llano, con lo que el verso cuenta ocho sílabas, con el agudo, que entonces tiene siete: “cuando canta la calandria // y responde el ruiseñor”. 

Tomemos, por ejemplo estos del comienzo del monólogo de Carino (vv 469-473), del Mercator de Plauto, en el que el protagonista lamenta lo mucho que está sufriendo, y se compara con el rey Penteo, que fue destrozado por las bacantes,  y habla de quitarse la vida, para lo que por cierto recurrirá al médico. Esta alusión al médico podemos verla como cómica, ya que el médico es el matasanos, el enterrador, o como el asistente del suicidio que ayuda a morir, porque Carino está tan desesperado que piensa en quitarse la vida. 

Cito el texto latino según la edición de Lindsay de Oxford Classical Texts 1936. 
Pentheum diripuisse aiiunt Bacchas: nugas maxumas
fuisse credo, praeut quo pacto ego divorsus distrahor.
qur ego ueiuo? qur non morior? quid mihist in uita boni? certumst, ibo ad medicum atque ibi me toxico morti dabo, 
quando id mi adimitur, qua caussa uitam cupio uiuere. 

Así los traduzco con alguna libertad, pero rítmicamente:   Descuartizaron las bacantes, dicen, a Penteo: fue / nada, creo, comparado con lo que estoy sufriendo yo. / ¿Por qué vivo y no me muero? ¿Qué hay de bueno en mi vida? Voy, / cierto, al médico a ir y la muerte con veneno a darme allí, / ya que me quitan la razón de que quiera la vida yo vivir. 

domingo, 26 de abril de 2020

Spectatores, plaudite! (Los aplausos de las ocho)

Las comedias latinas de Plauto solían acabar con la fórmula “spectatores, (ad)plaudite!”: un vocativo que, en boca de los actores, interpela al público, poniéndolo en su lugar -¡espectadores!-, que rompe la magia de la ficción teatral y establece la ruptura de la convención cómica, y un imperativo -¡aplaudid!-, que es una petición de aclamación como reconocimiento de la labor realizada que clausura la función teatral. 

Los aplausos televisados de las ocho son otra cosa. Esos aplausos no están dirigidos hacia afuera sino hacia dentro, hacia los propios aplaudidores, pero esto no quiere decir que salgan de dentro: no nacen de nuestros adentros sino que nos vienen impuestos desde fuera, mandados. Son como las palmas de los bailarines rusos del Ballet Bolshoi, que correspondían a las ovaciones que recibían una vez acabada la función, aplaudiendo al público que les aplaudía a ellos. No vienen de abajo, del pueblo llano y soberano, sino de arriba, de las autoridades que están, como ellos dicen con vacía retórica rimbombante, "gestionando la emergencia de la crisis sanitaria".

No son espontáneos porque vienen de alguna manera prescritos y determinados a una hora fija. No son públicos sino privados y particulares. No son altruistas, sino egoístas. No están motivados por una interpretación musical o poética que nos haya llegado al alma, hiriéndonos en el corazón. 

Son como las risas enlatadas de las comedias de televisión, que indican a los telespectadores la supuesta gracia de un chiste o una situación cómica. Son como los aplausos que los realizadores de los programas de la tele ordenan al público invitado presente en el plató diciéndoles cuándo deben aplaudir para iniciar el comienzo o marcar el final y salir en la pequeña pantalla,  igual que las claques profesionales de antaño.

Son, en efecto, los aplausos de la claque, esos grupos de individuos contratados para animar al resto del público e incitarles al aplauso gregario que asegure el éxito del espectáculo, que aplauden y vitorean a rabiar en momentos señalados o al final de la representación en los estrenos teatrales u operísticos.
 

La Claque, Guido Messer (1987)

Los aplausos “solidarios” -¡se abusa tanto de este adjetivo que ya no se sabe ni lo que significa!- de las ocho suenan a falso y a convención social, a un guardar las apariencias bastante hipócrita. No aplauden a los médicos ni a los enfermeros ni, como dicen los periodistas, al sufrido personal sanitario, que cumplen con su obligación y desempeñan normalmente su trabajo a menudo en pésimas condiciones. 

No aplauden a los ancianos, confinados habitualmente en residencias a modo de reservas, silenciados y escarnecidos por una sociedad y una publicidad que exalta el modelo adolescente de la juventud a ultranza. No aplauden y cantan al vecino, al que ayer ignoraban por completo y apenas saludaban en la escalera. No aplauden a la policía, guardia civil, ejército o fuerzas de orden público, o como se llamen: aplauden el encierro del que son víctimas y verdugos, los cuarenta días y sus noches de Noé en el arca hasta que pasó el diluvio-, la cuarentena, que en nuestro caso ya va para cincuentena, y suma y sigue. 

Se aplauden a sí mismos, aplauden su resignación, su sometimiento a las autoridades gubernativas y sanitarias. Aplauden un confinamiento que disfrazan de heroísmo. Aplauden su enorme sacrificio, que ya no consiste en rebelarse contra el Amo, sino en someterse a sus designios. El héroe moderno ya no es el Prometeo romántico que se rebela contra Zeus, sino el ciudadano solidario y sumiso, el sufrido contribuyente y votante democrático. Además, hay que asomarse a la ventana y salir a aplaudir, no sea que los vecinos, si no lo hacemos, vayan a pensar y a decir algo de nosotros, tachándonos de insolidarios -otra vez el  maldito adjetivo-, y nos excluyan de su trato y consideración social.

domingo, 29 de marzo de 2020

El mono empurpurado

El mono empurpurado (πίθηκος ἐν πορφύρᾳ) es una fábula griega que nos cuenta Luciano de Samósata en su diálogo El pescador o Los resucitados (36), y que es el origen más que probable del refrán latino: simia semper est simia etiamsi purpura uestiatur, y en la lengua del Imperio ya documentado en 1539 "An ape is an ape, though clad in purple", y en la nuestra Aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Nuestro refrán sustituye la púrpura por la seda, que, siguiendo la famosa ruta que lleva su nombre, venía en la Edad Media desde la China a Occidente, donde la cotizadísima fibra se consideraba un artículo de lujo de precio exorbitante, similar a la púrpura en la antigüedad, debido a lo difícil de su obtención a partir de las larvas de la mariposa de la seda y a su lejana procedencia. El refrán se aplica a personas y cosas que aunque cambien de denominación para adaptarse a un lenguaje políticamente correcto o eufemístico más elegante, que sería el disfraz, siguen siendo lo mismo por debajo, como la gente sospecha y sabe de algún modo. 


Así por ejemplo el antaño Ministerio de la Guerra, como se llamaba cuando al pan se le denominaba pan y al vino vino, se le dice ahora "Ministerio de Defensa", ocultándose con la purpurina defensiva el fantasma de la guerra. Y se dice "Fuerzas y Cuerpos de Seguridad" para ocultar el tricornio de la Guardia Civil o la porra y la pistola de la Policía, ya sea local, autonómica o estatal. La última expresión que analizamos utiliza el talismán tranquilizante de la palabra "seguridad", pese a que dichos Cuerpos y Fuerzas portan armas de fuego, y ya se sabe quién las carga -el diablo, según dice el pueblo llano-, que pueden dispararse con solo apretar el gatillo. Deberíamos sentirnos seguros y protegidos ante su visión, pero uno no puede dejar de inquietarse y de sentirse intranquilo imaginando la incertidumbre e inseguridad  que le produciría ver a un mono pelón o una mona pelona, para el caso da igual, con un par de pistolas al cinto. 



Leamos la fábula de Luciano, ya que no podemos oírla en versión original griega, pese a aquello del axioma medieval de que Graecum est non legitur: es griego, no se lee porque no se entiende y porque ya casi nadie lee griego en España después de las últimas reformas educativas: λέγεται δὲ καὶ βασιλεύς τις Αἰγύπτιος πιθήκους ποτὲ πυρριχίζειν διδάξαι καὶ τὰ θηρία —μιμηλότατα δέ ἐστι τῶν ἀνθρωπίνων— ἐκμαθεῖν τάχιστα καὶ ὀρχεῖσθαι ἁλουργίδας ἀμπεχόμενα καὶ προσωπεῖα περικείμενα, καὶ μέχρι γε πολλοῦ εὐδοκιμεῖν τὴν θέαν, ἄχρι δὴ θεατής τις ἀστεῖος κάρυα ὑπὸ κόλπου ἔχων ἀφῆκεν εἰς τὸ μέσον: οἱ δὲ πίθηκοι ἰδόντες καὶ ἐκλαθόμενοι τῆς ὀρχήσεως, τοῦθ᾽ ὅπερ ἦσαν, πίθηκοι ἐγένοντο ἀντὶ πυρριχιστῶν καὶ συνέτριβον τὰ προσωπεῖα καὶ τὴν ἐσθῆτα κατερρήγνυον καὶ ἐμάχοντο περὶ τῆς ὀπώρας πρὸς ἀλλήλους, τὸ δὲ σύνταγμα τῆς πυρρίχης διελέλυτο καὶ κατεγελᾶτο ὑπὸ τοῦ θεάτρου. 

Podemos enterarnos un poco mejor con la ayuda de la traducción latina de Tiberius Hemsterhusius y Ioannes Fredericus Reitzius publicada en Zweibrücken en 1790: Dicitur autem rex etiam aliquis Aegyptius simios quondam docuisse saltare Pyrrhicham, easque bestias (facillime autem imitantur humanas actiones) didicisse celeriter, et saltasse in uestibus purpureis, et personatas, diuque probatum spectaculum; donec spectator aliquis urbanus, qui nuces in sinu gereret, proiiceret eas in medium; tum uero simii, uisa re, obliti saltationis, repente pro Pyrrhichistis simiis, quod erant scilicet, facti, laruasque contriuere, laceratisque uestibus de fructibus inuicem depugnarunt; illa autem Pyrrhiches institutio dissoluta risui fuit spectatoribus.  

Así traduzco el texto, teniendo delante la versión de José Luis Navarro González publicada en la Biblioteca Clásica Gredos, que modifico ligeramente en algún punto: Se cuenta que un faraón egipcio enseñó una vez a unos monos a bailar la danza marcial pírrica, y que los simios -son los mejores imitadores del comportamiento humano- aprendieron enseguida y bailaban vestidos con trajes de púrpura y portando máscaras, y que durante mucho tiempo el espectáculo gustó al público hasta que un espectador avispado, que llevaba nueces en el bolsillo, las dejó caer en mitad de la actuación. Entonces los monos, al verlas, interrumpiendo la danza, empezaron a ser lo que precisamente eran, monos en vez de bailarines de pírrica, rompieron en pedazos las máscaras, desgarraron su ropaje, se peleaban por los frutos, se disolvía la formación de la pírrica y era la irrisión del teatro. 

La paremia griega dice πίθηκος ἐν πορφύραι (píthekos en porphýrai): el mono en púrpura. El πίθηκος (píthekos) es nuestro pariente lejano más cercano. No en vano Dubois denominó pithecanthropus erectus, hombre-mono erguido, a uno de nuestros ilustres antepasados de la cadena evolutiva. 

La πορφύρα, que los romanos denominaron purpura, era el nombre del molusco, un caracol marino, y de su tinta que da el color bermejo azulado característico a los tejidos que impregna. En la Roma imperial las prendas purpúreas, dado lo costosas y lo difíciles de adquirir que eran, eran sinónimo de nobleza y atributo del emperador. En la Iglesia Católica el púrpura está asociado a la dignidad del cardenal, al que se denomina purpurado.  Pero no olvidemos que por mucha dignidad que confiera la púrpura, como dijo Plauto (Mostelaria 289): pulchra mulier nuda erit quam purpurata pulchrior: Una mujer hermosa desnuda será más hermosa que vestida de púrpura.

Speculum principis, artista francés desconocido (c. 1512-1515)

Si observamos el grabado, veremos en la parte superior un hombre enfermo desnudo en la cama -aeger-, en la zona inferior: a la izquierda la mona vestida de púrpura -simia purpurata inanem gloriam hypocrisim prefigurans- prefigurando la hipocresía, una gloria vacía, en el centro un avaro -auarus-, y a la derecha, con una rodilla hincada en el suelo el hombre bueno -uir uirtute fortis- el hombre fuerte por su virtud.