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domingo, 26 de abril de 2020

Spectatores, plaudite! (Los aplausos de las ocho)

Las comedias latinas de Plauto solían acabar con la fórmula “spectatores, (ad)plaudite!”: un vocativo que, en boca de los actores, interpela al público, poniéndolo en su lugar -¡espectadores!-, que rompe la magia de la ficción teatral y establece la ruptura de la convención cómica, y un imperativo -¡aplaudid!-, que es una petición de aclamación como reconocimiento de la labor realizada que clausura la función teatral. 

Los aplausos televisados de las ocho son otra cosa. Esos aplausos no están dirigidos hacia afuera sino hacia dentro, hacia los propios aplaudidores, pero esto no quiere decir que salgan de dentro: no nacen de nuestros adentros sino que nos vienen impuestos desde fuera, mandados. Son como las palmas de los bailarines rusos del Ballet Bolshoi, que correspondían a las ovaciones que recibían una vez acabada la función, aplaudiendo al público que les aplaudía a ellos. No vienen de abajo, del pueblo llano y soberano, sino de arriba, de las autoridades que están, como ellos dicen con vacía retórica rimbombante, "gestionando la emergencia de la crisis sanitaria".

No son espontáneos porque vienen de alguna manera prescritos y determinados a una hora fija. No son públicos sino privados y particulares. No son altruistas, sino egoístas. No están motivados por una interpretación musical o poética que nos haya llegado al alma, hiriéndonos en el corazón. 

Son como las risas enlatadas de las comedias de televisión, que indican a los telespectadores la supuesta gracia de un chiste o una situación cómica. Son como los aplausos que los realizadores de los programas de la tele ordenan al público invitado presente en el plató diciéndoles cuándo deben aplaudir para iniciar el comienzo o marcar el final y salir en la pequeña pantalla,  igual que las claques profesionales de antaño.

Son, en efecto, los aplausos de la claque, esos grupos de individuos contratados para animar al resto del público e incitarles al aplauso gregario que asegure el éxito del espectáculo, que aplauden y vitorean a rabiar en momentos señalados o al final de la representación en los estrenos teatrales u operísticos.
 

La Claque, Guido Messer (1987)

Los aplausos “solidarios” -¡se abusa tanto de este adjetivo que ya no se sabe ni lo que significa!- de las ocho suenan a falso y a convención social, a un guardar las apariencias bastante hipócrita. No aplauden a los médicos ni a los enfermeros ni, como dicen los periodistas, al sufrido personal sanitario, que cumplen con su obligación y desempeñan normalmente su trabajo a menudo en pésimas condiciones. 

No aplauden a los ancianos, confinados habitualmente en residencias a modo de reservas, silenciados y escarnecidos por una sociedad y una publicidad que exalta el modelo adolescente de la juventud a ultranza. No aplauden y cantan al vecino, al que ayer ignoraban por completo y apenas saludaban en la escalera. No aplauden a la policía, guardia civil, ejército o fuerzas de orden público, o como se llamen: aplauden el encierro del que son víctimas y verdugos, los cuarenta días y sus noches de Noé en el arca hasta que pasó el diluvio-, la cuarentena, que en nuestro caso ya va para cincuentena, y suma y sigue. 

Se aplauden a sí mismos, aplauden su resignación, su sometimiento a las autoridades gubernativas y sanitarias. Aplauden un confinamiento que disfrazan de heroísmo. Aplauden su enorme sacrificio, que ya no consiste en rebelarse contra el Amo, sino en someterse a sus designios. El héroe moderno ya no es el Prometeo romántico que se rebela contra Zeus, sino el ciudadano solidario y sumiso, el sufrido contribuyente y votante democrático. Además, hay que asomarse a la ventana y salir a aplaudir, no sea que los vecinos, si no lo hacemos, vayan a pensar y a decir algo de nosotros, tachándonos de insolidarios -otra vez el  maldito adjetivo-, y nos excluyan de su trato y consideración social.