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domingo, 25 de abril de 2021

Perseo o El asesino, de Ray Bradbury

El asesino, cuento publicado en 1953 dentro de una colección titulada “Las doradas manzanas del sol”, no es quizá uno de los mejores relatos breves de Ray Bradbury (1920-2012), pero no es tampoco desde luego uno de los peores. El mismo año en que publicó El asesino apareció su celebrada novela Fahrenheit 451, título cuyo significado nos aclara el autor en el subtítulo: temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde, novela llevada al cine por F. Truffaut en 1966 en una espléndida película, que narra la historia de un bombero que por orden del gobierno se dedica a la quema de libros. 

Enmarcado dentro de lo que era ficción científica en el año de su publicación y es años después rabiosa actualidad, El asesino nos presenta una sociedad donde la tecnología lo domina todo invadiendo todas las parcelas de la vida. Lo que se temía entonces que iba a suceder ha ocurrido: eso es lo que pasa ahora: el futuro ya está aquí. 

Es básicamente un diálogo entre dos personajes, Albert Brock, el asesino, y un psiquiatra. ¿Qué crimen ha perpetrado el señor Brock para que se lo denomine “el asesino”? No ha matado a ningún ser humano, ni siquiera a ningún ser vivo, sino que ha destruido diversos artefactos tecnológicos que se caracterizan por la producción de ruido -incluida la música, que forma parte de la sonora opresión general- y que impiden que haya silencio: aparatos como el teléfono, esa máquina de fantasmas, el televisor, la radio, el fonógrafo... 


 Perseo decapitando a Medusa, Laurent-Honoré Marqueste, 1876


En un momento del diálogo, surge la crítica de la democracia: gobierna la mayoría, pero no tiene razón, y ese gobierno irracional de la mayoría se impone a la totalidad, oprimiendo y ensordeciendo a las minorías. El psiquiatra le pregunta a Brock que por qué no actuó de una manera pacífica, sin hacer uso de la violencia, uniéndose a alguna asociación de enemigos de la tecnología, firmando peticiones y manifiestos, luchando por reformas legales y constitucionales. “Al fin y al cabo, estamos en una democracia (After all, this is a democracy)”, concluye sentenciando el doctor, aunque más propiamente debería matizar diciendo tecnodemocracia o demotecnocracia.
 
A lo que el asesino responde que eso es, efectivamente, lo primero que hizo: protestó, participó en manifestaciones, firmó manifiestos y peticiones al gobierno, pero no sirvió de nada porque enseguida comprendió que su postura era minoritaria, dado que a la mayoría de la gente, que es la que manda, le gustaba el ruido y estaba satisfecha con la proliferación tecnológica y el estruendo producido. Fue entonces cuando decidió pasar a la acción destruyendo los estrepitosos cachorros y explicando la razón de su práctica. El psiquiatra le reprocha su actuación diciéndole que tenía que haber obrado como un buen soldado, es decir, obedeciendo y acatando la voluntad de la mayoría: Then you should have taken it like a good soldier, don't you think? The majority rules.

Perseo decapitando a Medusa (detalle), Laurent-Honoré Marqueste, 1876 
 
Un hallazgo de El asesino, desde mi punto de vista, es la definición que nos da de la televisión, válida para todas las pantallas, estableciendo dos metáforas que son referencias a la mitología clásica griega. Así describe Brock su asesinato del televisor hogareño: Luego entré y disparé al aparato de televisión, esa bestia insidiosa, esa Medusa, que petrifica a mil millones de personas todas las noches mirándola fijamente, esa Sirena que llamaba y cantaba y prometía tanto, y daba, al fin y al cabo, tan poca cosa, pero yo mismo siempre volviendo a él, volviendo, esperando y aguardando hasta que... ¡pum!

Dejando aparte la alusión a las sirenas, cuyo canto fascinante resultaba mortal para los que lo escuchaban, ocupémonos ahora de Medusa, que era una de las tres górgonas, monstruos femeninos de la mitología griega: Euríale, Estenó y Medusa, siendo esta última propiamente Gorgó, la Górgona por excelencia, y la única mortal de las tres hermanas. 

Hubo un héroe en aquellos lejanos tiempos, Perseo, que con ayuda de las ninfas, que le ofrecieron unas sandalias aladas para poder volar, una alforja, el casco de Hades que hacía invisible a quien se lo ponía, una cimitarra o espada curva, regalo de Hermes, y un espejo de Atenea, llegó hasta las górgonas, a las que encontró durmiendo. 
Perseo y las Górgonas, Walter Crane, 1890?
 
¿Cómo eran estas criaturas monstruosas? Eran de una horrible catadura, nunca mejor dicho: cabezas envueltas y rodeadas de serpientes entrelazadas, colmillos de jabalí, manos de bronce y alas de oro; y petrificaban dejando literalmente de piedra a quien las miraba de frente. Igual, diríamos, que todas las cadenas de televisión actuales tanto públicas como privadas repletas de telebasura, publicidad, reality shows... Realmente la única diferencia entre unas y otras es sólo la fuente de financiación. 

Perseo, que es el moderno telespectador y va a ser “el asesino”, se acerca a Medusa vuelto de espaldas y guiado por Atenea -personificación de la antigua sabiduría-, mirando a su enemiga nunca directamente sino reflejada en el espejo. De esta manera se arrima a ella y le cercena la cabeza de un tajo e inmediatamente la mete en la alforja, emprendiendo enseguida el vuelo de regreso. Las otras górgonas quieren perseguirlo y vengar la muerte de su hermana, pero no consiguen verlo gracias al casco de Hades que hace invisible a Perseo, por lo cual nuestro héroe sale sano y salvo de la aventura apagando definitivamente el aparato de televisión, con lo que ha derrotado al Mal, y logrando así salir de la platónica caverna. 
 
 Rihanna como Medusa, GQ Magazine 2013
 
El poder de las pantallas, no sólo de la pequeña, sino de todas, independientemente de su tamaño, no es sólo anestésico, sino fatal: letal. Sus imágenes nos dejan petrificados. Muertos. Frente al monstruo, el héroe que se rebela contra ella, que se niega a mirarla -que no ve la pantalla que vomita imágenes-, y que finalmente la destruye, nos libera de su maléfico influjo invitándonos al heroísmo de cometer el crimen de no mirarla nunca, para no dejarnos seducir por sus cantos letales de Sirena. 

miércoles, 22 de abril de 2020

Arnold Böcklin y la Muerte

Arnold Böcklin, autor del cuadro La Peste, del que hablábamos el otro día a propósito de una cita de Tucídides, estuvo bastante obsesionado con la Muerte, hasta el punto de que su autorretrato representa a ésta detrás del artista en forma de un esqueleto que toca el violín al oído, como si fuera su sombra, mientras Arnold está, pincel en mano, pintando un cuadro con una mirada que indica su preocupación, que le trasmite al espectador del cuadro. 

 Autorretrato, Arnold Böcklin (1873)

Pero su obra más célebre es sin duda Die Toteninsel: La isla de los muertos, que ejerce una gran fascinación sobre quien la contempla. Pintó varias versiones, a modo de variaciones musicales del mismo tema. Esta es la tercera. 

 La Isla de los Muertos, Arnold Böcklin (1880)

Representa el último viaje en la barca de Caronte, y la travesía de la laguna Estigia. En el pequeño islote hay altos y oscuros cipreses, árboles fúnebres presentes en numerosos cementerios, así como lo que parecen nichos de sepulcros horadados en la roca. 

En esta obra Arnold Böcklin pinta a un remero y una figura blanca de pie y de espaldas al espectador sobre una pequeña barca que se dirige sobre aguas tranquilas hacia una pequeña isla rocosa. En el bote hay un ataúd blanco. 

Caronte sería el remero, y la figura blanca podría ser el alma del muerto frente al ataúd igualmente blanco, o podría ser también el propio Caronte.  

El simbolismo de la obra multiplica su misterio. El cuadro fascinó a muchos pensadores (Freud, Nietzsche) y artistas (Munch, Dalí), así como al músico Sergey Rachmaninoff (1873-1943) que compuso un poema sinfónico, inspirado por la visión de la obra, del mismo título. Disfrutadla.


Böcklin pintó también una Medusa, que deja petrificado al espectador por su mortecina palidez y su apagada mirada.  Resulta interesante la iconografía de este motivo mitológico, que puede verse en esta página electrónica dedicada a la Gorgona y a la belleza medusea. Asimismo puede resultar interesante la opinión que le merecía su simbolismo a Sigmund Freud, que tratamos en otra ocasión  aquí.

La mirada de la Medusa de Böcklin nos deja petrificados, como la de la Gorgona, nos horroriza más que las serpientes que tiene por cabellos. Sus ojos muertos, sin brillo, sin la luz de las pupilas que los iluminen, nos matan. 
 
Medusa, Arnold Böcklin (c.1878)