El
asesino, cuento publicado en
1953 dentro de una colección titulada “Las doradas manzanas del
sol”, no es quizá
uno de los mejores relatos breves de Ray Bradbury
(1920-2012), pero no es tampoco desde luego uno de los peores. El mismo año en que publicó El asesino apareció su celebrada novela Fahrenheit
451, título cuyo significado nos aclara el autor en el
subtítulo: temperatura a la que el papel de los libros se inflama y
arde, novela llevada al cine por F. Truffaut en 1966 en una espléndida película, que narra la
historia de un bombero que por orden del gobierno se dedica a la
quema de libros.
Enmarcado dentro de lo que era ficción científica en el año de su
publicación y es años después rabiosa actualidad, El asesino nos presenta
una sociedad donde la tecnología lo domina todo invadiendo todas las
parcelas de la vida. Lo que se temía entonces que iba a suceder ha
ocurrido: eso es lo que pasa ahora: el futuro ya está aquí.
Es
básicamente un diálogo entre dos personajes, Albert Brock, el
asesino, y un psiquiatra. ¿Qué crimen ha perpetrado el señor
Brock para que se lo denomine “el asesino”? No ha matado a ningún
ser humano, ni siquiera a ningún ser vivo, sino que ha destruido diversos artefactos tecnológicos que
se caracterizan por la producción de ruido -incluida la música, que
forma parte de la sonora opresión general- y que impiden que haya
silencio: aparatos como el teléfono, esa máquina de fantasmas,
el televisor, la radio, el fonógrafo...
Perseo decapitando a Medusa, Laurent-Honoré Marqueste, 1876
En un
momento del diálogo, surge la crítica de la democracia: gobierna la
mayoría, pero no tiene razón, y ese gobierno irracional de la mayoría se impone a la totalidad, oprimiendo y ensordeciendo a las minorías. El
psiquiatra le pregunta a Brock que por qué no actuó de una manera pacífica, sin hacer uso de la violencia, uniéndose a alguna asociación de enemigos de la
tecnología, firmando peticiones y manifiestos, luchando por reformas
legales y constitucionales. “Al fin y al cabo, estamos en una
democracia (After all, this is a democracy)”,
concluye sentenciando el doctor, aunque más propiamente debería matizar diciendo tecnodemocracia o demotecnocracia.
A lo que el
asesino responde que eso es, efectivamente, lo primero que hizo:
protestó, participó en manifestaciones, firmó manifiestos y
peticiones al gobierno, pero no sirvió de nada porque enseguida
comprendió que su postura era minoritaria, dado que a la mayoría de
la gente, que es la que manda, le gustaba el ruido y
estaba satisfecha con la proliferación tecnológica y el estruendo producido. Fue entonces cuando decidió
pasar a la acción destruyendo los estrepitosos cachorros y explicando la
razón de su práctica. El psiquiatra le reprocha su actuación
diciéndole que tenía que haber obrado como un buen soldado, es
decir, obedeciendo y acatando la voluntad de la mayoría: Then
you should have taken it like a good soldier, don't you think? The
majority rules.
Perseo decapitando a Medusa (detalle), Laurent-Honoré Marqueste, 1876
Un hallazgo
de El asesino, desde mi punto de vista, es la definición que
nos da de la televisión, válida para todas las pantallas, estableciendo dos metáforas que son
referencias a la mitología clásica griega. Así describe Brock su
asesinato del televisor hogareño: Luego entré y disparé al
aparato de televisión, esa bestia insidiosa, esa Medusa,
que petrifica a mil millones de personas todas las noches mirándola
fijamente, esa Sirena que llamaba y cantaba y prometía tanto, y
daba, al fin y al cabo, tan poca cosa, pero yo mismo
siempre volviendo a él, volviendo, esperando y aguardando hasta
que... ¡pum!
Dejando
aparte la alusión a las sirenas, cuyo canto fascinante resultaba mortal para los que lo escuchaban, ocupémonos ahora de Medusa, que era una de las tres
górgonas, monstruos femeninos de la mitología griega: Euríale,
Estenó y Medusa, siendo esta última propiamente Gorgó, la Górgona
por excelencia, y la única mortal de las tres hermanas.
Hubo
un héroe en aquellos lejanos tiempos, Perseo, que con ayuda de las
ninfas, que le ofrecieron unas sandalias aladas para poder volar, una
alforja, el casco de Hades que hacía invisible a quien se lo ponía,
una cimitarra o espada curva, regalo de Hermes, y un espejo de
Atenea, llegó hasta las górgonas, a las que encontró durmiendo.
Perseo y las Górgonas, Walter Crane, 1890?
¿Cómo
eran estas criaturas monstruosas? Eran de una horrible catadura,
nunca mejor dicho: cabezas envueltas y rodeadas de serpientes
entrelazadas, colmillos de jabalí, manos de bronce y alas de oro; y
petrificaban dejando literalmente de piedra a quien las miraba de
frente. Igual, diríamos, que todas las cadenas de televisión
actuales tanto públicas como privadas repletas de telebasura,
publicidad, reality shows... Realmente la única diferencia entre
unas y otras es sólo la fuente de financiación.
Perseo,
que es el moderno telespectador y va a ser “el asesino”, se
acerca a Medusa vuelto de espaldas y guiado por Atenea
-personificación de la antigua sabiduría-, mirando a su enemiga nunca
directamente sino reflejada en el espejo. De esta manera se arrima a
ella y le cercena la cabeza de un tajo e inmediatamente la mete en la
alforja, emprendiendo enseguida el vuelo de regreso. Las otras
górgonas quieren perseguirlo y vengar la muerte de su hermana, pero
no consiguen verlo gracias al casco de Hades que hace invisible a
Perseo, por lo cual nuestro héroe sale sano y salvo de la aventura
apagando definitivamente el aparato de televisión, con lo que ha
derrotado al Mal, y logrando así salir de la platónica caverna.
Rihanna como Medusa, GQ Magazine 2013
El
poder de las pantallas, no sólo de la pequeña, sino de
todas, independientemente de su tamaño, no es sólo anestésico,
sino fatal: letal. Sus imágenes nos dejan petrificados. Muertos. Frente al
monstruo, el héroe que se rebela contra ella, que se niega a mirarla
-que no ve la pantalla que vomita imágenes-, y que finalmente la
destruye, nos libera de su maléfico influjo invitándonos al
heroísmo de cometer el crimen de no mirarla nunca, para no dejarnos
seducir por sus cantos letales de Sirena.