Diógenes, Jean-Léon Gerôme (1860)
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En la red de los siglos ciegos como el
diamante, / antes de que arrojara Cristo sobre el
planeta / su vastísima y larga sombra de luz
radiante / proyectando su cruz, triste y anacoreta,
vino un día, según crónicas, ya
lejano / otro hombre de carne y hueso a la luz
del mundo, / en Sinope, ciudad de Asia Menor, no en
vano / griega: griego será Diógenes
vagabundo.
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Como todos los hombres, una vez en su
vida / siendo niño sintió que era ser hombre,
triste, / su destino fatal. Pronto se abrió la
herida. / Muerto el niño, es el hombre lo único
ya que existe.
De Sinope su patria fue desterrado en
nombre / de unos altos principios. Poco se sabe a
ciencia / cierta, pero al exilio tuve que irse el
hombre. / No hay constancia de culpa suya ni de
inocencia.
Sentenció él a los jueces, sin que
pararan mientes, / a pudrirse en Sinope: los condenó a
quedarse. / Y partió, como el héroe trágico en
pos de fuentes / que saciaran su sed, aunque lloró al
marcharse.
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Acuñó una palabra nueva como
respuesta / a una vieja pregunta: Patria? Sin duda
alguna, / ciudadano del mundo. Esta será su
apuesta. / ¿Nación? Cosmopolita. Quiso decir:
ninguna.
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Con el manto raído y sucio, la alforja
al hombro / y el bastón, ese báculo fiel de los
peregrinos / anda por infrecuentes sendas y causa
asombro / en las gentes vagando solo por los
caminos.
Ciudadano del mundo, sin esperanza vaga. / Toma cuanto la vida, pródiga, le
regala: / el ocaso, la aurora y ese licor que
embriaga / de aguardiente, y la flor, cuya
fragancia inhala,
los olivos, el mirto donde la luz
derrama / sus racimos, las múltiples islas
diseminadas / en el mar y la línea del horizonte. Y
ama / todo cuanto a su paso sale: las
ensenadas,
la marisma, las cabras, la soledad de un
barco, / los albatros, la noche densa, el laurel,
el vino, / la sonrisa fugaz de una muchacha, el
charco / donde el cielo se mira, limpio, junto al
camino.
Desterrado y en todas partes al fin
meteco, / busca el rastro invisible y huella del
hombre en vano. / Se dirigen sus pasos rumbo a la luz y el
eco, / hacia Atenas espléndida, ávidos de
algo humano.
Lo verán a menudo con un candil en mano / por el día: buscaba hombres y no la
máscara, / la verdad, no la sombra vana del ser
humano. / Si algo halló, sólo fue sola la mera
cáscara.
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Mucha gente le arroja piedras
desaprensivas / y lo insultan: Meteco, chucho de mal
pellejo. / A pedradas las carnes le abren, heridas
vivas. / Les responde ladrando, ya malherido y
viejo.
Asumió él el insulto, befa vulgar e
hiriente, / chucho, sí, escarnecido siempre e
incomprendido, / pero perro sin dueño, libre
absolutamente, / como nadie será, como ninguno ha sido.
Rico en medio de tanta, tanta pobreza,
ha dado / su metáfora al mundo, imprescindible
tanto / como auténtica. Ahora, se echa al sol,
al lado / de un arroyo y se duerme sobre el gastado manto.
Corazón palpitante, Diógenes rememora, / joven, a una mujer. Se le ofreció
desnuda / una noche de luna llena conmovedora. / Nunca supo que viva era Afrodita muda.
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Ya el sabiondo Aristóteles forja sus
silogismos, / herraduras de lógica pura, para
Alejandro, / su discípulo. El príncipe sueña con
espejismos / de batallas: las aguas rojas del
Escamandro,
el fulgor de su espada regia que empuña
y blande / contra el rey enemigo. Sueña combates,
gloria / duradera, conquistas donde el valor se
expande, / gestas propias que un día recordará la
historia.
Ve que rompe el gordiano nudo que le
abrirá /Asia, sierva a sus pies, como caída
hoja, / toda bajo su férula. Sueña. Recorrerá / cabalgando a Bucéfalo, viento, la
estepa roja.
Le deslumbran sus sueños. Siente que es
inmortal. / Pero ignora que escrita toda la historia
estaba, / que sería el actor de una función
trivial, / títere de tragedia que en su papel
soñaba.
Una vez que Alejandro, ya amo del mundo
todo, / quiso oír la palabra del peregrino
griego / perro viejo, que halló sobre el inmundo
lodo / dormitando desnudo bajo el ardor del
fuego,
conmovido el monarca, como sin duda
estaba, / bajo el sol veraniego de oro y de luz
tejido, / Pídeme lo que quieras
dijo, y su voz temblaba. / No me quites el sol, rey, nada más
te pido.
Eso, cuentan, ladró grave la voz del
perro. / Alejandro se aparta y, avergonzado,
huye, / teme que las palabras, más que el agudo
hierro, / lo traspasen. Y el quieto río del
tiempo fluye.
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En la crónica léese, si hemos de darle
crédito, / que compuso tratados: uno contra el
Estado / y otro contra la Muerte misma en un
libro inédito. / Fue su vida su única obra que se ha
salvado.
No fue un hombre de letras él.
Despreció la gloria. / Como contrapartida, ésta no lo ha
querido / en su nómina. El perro, náufrago en la
memoria, / no será sin embargo pasto jamás de
olvido
aunque nada nos haya suyo legado escrito / (si escribió fue en el viento). Otro
dejó su ejemplo, / monumento erigido contra la ley,
maldito, / en un libro, y quedó, como perenne
templo,
como erecta columna, desvergonzadamente / alta, impúdico símbolo, mármol desde
el pasado / condenado a durar siempre y eternamente, / itifálico Príapo contra el futuro
alzado.