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domingo, 5 de enero de 2025

El escudo de Arquíloco

En la táctica del hoplita o soldado griego de infantería que usaba armas pesadas, el escudo como arma defensiva que era no solo servía para proteger el propio cuerpo, sino también el flanco del compañero más cercano dentro de la falange, y por honor no debía perderse.

El poeta griego Arquíloco de Paros (siglo VII antes de JC) es también el primer desertor del que tenemos noticia en la literatura occidental. Se atreve, por primera vez, a confesar en dos dísticos elegíacos cómo escapó de una batalla arrojando su pesado escudo. Para un griego de aquella época no había nada más deshonroso que ser tachado de cobarde, lo que además estaba tipificado como delito: ἀποβεβληκέναι τὴν ἀσπίδα haber tirado el escudo. Pero Arquíloco, a pesar de eso, se muestra muy contento de haber salvado el pellejo en ese trance bélico y aún se permite bromear con desenfado, diciendo que se vaya al infierno el escudo y que ya se comprará otro igual o mejor, inaugurando una tradición que llega hasta nuestros días: 


 Porta un tracio, ufano, mi escudo, que, yo en una mata,
irreprochable arnés abandoné a mi pesar.
Pero salvé mi pellejo. ¿A mí qué me importa el escudo?
¡Púdrase! Otro que no sea peor compraré.

Estamos muy lejos del heroísmo homérico y épico. Hemos inaugurado la modernidad. El escudo de Arquíloco es el escudo que mi madre, una adusta espartana, me dio cuando partí a la guerra diciéndome lacónicamente: "Vuelve con él como un valiente o sobre él muerto o herido en combate después de demostrar tu valor". Yo arrojé el escudo, nos dice Arquíloco, en el campo de batalla, y eché a correr dándole la espalda al enemigo. La verdad es que lo solté porque pesaba mucho. Si no hubiera pesado tanto no habría sentido la necesidad imperiosa de desembarazarme de él arrojándolo a unos matorrales. 

Por eso lo tiré en medio del fragor de la batalla cuando salí corriendo para poner a salvo mi vida como un cobarde que huye del combate. Conmigo empezó el poco heroico heroísmo moderno y la deserción de las armas. 

Horacio, en la oda séptima del libro segundo, dedicada a Pompeyo, un viejo camarada del ejército republicano, con quien había sufrido la derrota de Filipos, reconoce, en la espléndida traducción en prosa de José Luis Moralejo, que él también tiró su escudo:  “A tu lado supe lo que fue Filipos, y la huida a toda prisa, la adarga malamente abandonada, cuando el valor se quebró y los que tanto amenazaban dieron con el mentón en el suelo polvoriento”. Comenta Moralejo, a propósito del relicta non bene parmula que Horacio hace suya la vivencia poco heroica de Arquíloco: “El motivo de la huida ante el enemigo abandonando el escudo o las armas parece haberse convertido en tópico literario, pues también aparece al menos en Alceo (fr. 428 Lobel-Page) y en Anacreonte (fr. 85 Gentili)”.

 
El poeta latino Quinto Horacio Flaco, como tribuno que era, probablemente no tuvo un escudo propiamente dicho, ni se podía comparar el escudo romano de un legionario (scutum) con la parmula (escudo pequeño de mimbre, que Moralejo traduce con el término cervantino “adarga”). Horacio, efectivamente, se hace eco aquí de lo que seguramente no era ya más que un tópico literario de poetas griegos que se tildaban a sí mismos de cobardes. Cualquier romano culto reconocería este guiño literario.

Actuamos cobardemente y nos enorgullecemos de ello, parecen decirnos Arquíloco y Horacio, poetas ambos, porque salvamos el pellejo en aquella ocasión, y, por lo menos, no pasamos a "mejor vida" mediante una muerte homérica y heroica más propia de Héctor o de Aquiles. Sin embargo, conservamos también un verso de Horacio bastante despreciable, por cierto, y tristemente célebre, aquél hendecasílabo alcaico: dulce et decōrum est prō patriā morī. Es por la patria grato y honor morir. Lo escribió Horacio que no murió precisamente en combate por la república, como queda dicho, porque prefirió salvar el pellejo a convertirse en un héroe de epopeya, pero glorificó así a los mártires de la patria, que darían sentido a su vida muriendo por ella, con lo que la muerte se convierte paradójicamente en lo que da sentido a la vida.
 
El desertor desconocido, Clifford Harper (1989)

En todo caso, nos hallamos ante algo más que un tópico literario y un lugar común de la literatura: es el elogio y la reivindicación de la figura del desertor. No interesa tanto adónde huye el desertor, sino de dónde y de qué huye: de la guerra. El escudo es el engaño: lo deshonroso no es desembarazarse de él y tirarlo, sino portarlo. El escudo no nos protege, no protege la paz, favorece la guerra. En su defensa se dice que es un arma, valga la redundancia, defensiva, sí, pero nos defiende para que podamos guerrear, por lo que al final es tan ofensiva como la lanza, la espada o la flecha disparada. 
 
En la novela gráfica El desertor desconocido Clifford Harper presenta nueve grabados que homenajean, frente a la figura del soldado desconocido, la no menos noble y heroica figura del desertor desconocido, aquel adolescente, soldado raso, que, aquejado de fiebre patriótica se alistó voluntario, luchó en el frente y abandonó finalmente las trincheras, por lo que se le montó un consejo de guerra y fue condenado a muerte, y murió ejecutado ante un pelotón de fusilamiento.  

martes, 26 de enero de 2021

A self-fulfilling prophecy

El filántropo milmillonario ha declarado que la humanidad no volverá a la normalidad hasta que se haya vacunado contra el virus coronado. Esa profecía no es azarosa, no depende de las circunstancias el que se cumpla o no. Es una profecía de autocumplimiento, a self-fulfilling prophecy: es decir una profecía que una vez formulada ella misma se encarga de que se haga efectivo su propio cumplimiento. 
 
La profecía llamada a autorrealizarse parte de una definición «errónea» o no verificada de una situación. En el caso que nos ocupa la aseveración “la humanidad no puede volver a la normalidad” no es una opinión particular lanzada al albur y más o menos fundada en alguna evidencia científica o mágica de un adivino iluminado que puede o no cumplirse, pero que no se sabe todavía porque habrá que esperar a ver qué pasa y, como la gente dice, "el tiempo lo dirá", sino que parte de que es metafísicamente imposible volver a la normalidad para que así sea, lo que se establece como una verdad de hecho que impide, con su formulación, dicha vuelta. 
 
 
 
Esta creencia, falsa como todas en cuanto no demostrada, despierta un nuevo comportamiento, en este caso la necesidad imperiosa y compulsiva de vacunarse, lo que hace que la errónea concepción original de la situación se trueque como por arte de magia en «verdadera». 
 
Una vez que alguien se convence a sí mismo de que las cosas no volverán a ser como antes porque se han impuesto unas medidas (mascarillas, distancia social, confinamiento, toque de queda -ridículamente denominado entre nosotros por el presidente del gobierno “restricción de movilidad nocturna”, restricción del derecho de reunión etc.) que han cambiado nuestros hábitos y costumbres, y que han hecho que nuestras relaciones se modifiquen drásticamente, hasta el punto de no acercarnos a más de dos metros de un conocido o desconocido ni a dejar que se nos acerque ninguno por miedo al contagio, medidas imprescindibles según nos han inculcado y nos han hecho creer para luchar contra un virus al que, según la Organización Mundial de la Salud resulta poco ético exponerse a fin de adquirir inmunidad natural, que ya ni siquiera reconoce que pueda existir-, una vez convencidos de eso, decía, ya nada volverá a ser lo mismo y ya nadie hará nada para evitar esa situación que podría evitarse, ya que podrían, en efecto, derogarse dichas medidas draconianas, y esperar a ver qué pasa. 
 

 Expresión anónima del auténtico sentir popular.
 
¿Qué pasaría? Por lo pronto que se volvería a la normalidad, con lo que se revela la falsedad de la que partía la profecía de autocumplimiento. Pero no se hará, no se volverá a la normalidad, porque las medidas impuestas por autoconvencimiento o por presión policial y legal se consideran justas y necesarias. 
 
Ya podemos darnos por jodidos, como decía vulgarmente el otro, porque sólo nos queda someternos a la vacunación que se presenta como única oportunidad de redención y de vuelta a la normalidad.
 
El papa bendiciendo la Hostia (vacuna redentora), fotomontaje.
 
El ejemplo literario que se me ocurre entre los antiguos de profecía autoejecutante es este epodo atribuido a Arquíloco (fr. 84 D) Ζεὺς ἐν θεοῖσι μάντις ἀψευδέστατος / καὶ τέλος αὐτὸς ἔχει, que así tradujo Agustín García Calvo: “No hay otro dios como Zeus / profeta cierto: él hace la profecía, y él / la hace cumplirse también”. 
 
Zeus sería mejor profeta, según Arquíloco, que cualquiera de los otros dioses griegos, porque sus vaticinios se cumplen en la realidad, ya que el tiene el poder de ejecutarlos. Aunque no se le cite por su nombre propio, Zeus sería mejor futurólogo que el mismo Apolo, que era propiamente el dios de la profecía. ¿Por qué? Porque Zeus, dios todopoderoso, conoce realmente el futuro ya que él es el que ordena que así sea, y nosotros, tristes mortales, obedecemos religiosamente.