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lunes, 8 de septiembre de 2025

Ciudadanos del mundo

Existen de once a quince millones de personas en el mundo que no son reconocidas por ningún país como ciudadanos: son apátridas. Pero también existen, o mejor aún, hay millones de ciudadanos que no reconocen su ciudadanía, que no consideran a ningún país realmente existente como su (tierra) patria, que, como se ve enseguida, no es más que un adjetivo sustantivado, porque no son nacionalistas, o si lo son de algún modo, su nacionalismo es de una intensidad tan ínfima que no tienen ni himno ni bandera ni nación ni gobierno que los gobierne y que reconozcan como legítimo representante. Sí tienen una lengua, pero no se pueden equiparar nación y lengua, aunque los nacionalistas se apoyen en la existencia de una lengua propia para justificar su nacionalidad y su nación.  Las lenguas no son propiedad de nadie: hay naciones que tienen más de una lengua, y hay lenguas que no tienen ninguna nacionalidad.
 
Los apátridas son como Diógenes el Cínico, o sea el Perro, quien cuándo fue preguntado por su nacionalidad pues había sido condenado al exilio, él, que condenó a sus jueces a quedarse, respondió creando una palabra nueva en griego antiguo, que era su lengua, que hemos heredado y que ha sido devaluada considerablemente: “cosmopolita”, o sea, ciudadano del mundo, es decir, ciudadano de ningún país realmente existente, que eso y no otra cosa quería decir el término en su origen.
 
 
  
Cicerón en sus Conversaciones en Túsculo le atribuye sin mucho fundamento una respuesta similar a Sócrates:  Sócrates ciertamente al pedírsele que dijera de qué ciudad era contestó "mundial"; pues se consideraba habitante y ciudadano del mundo entero. "Mundanus" es la versión latina de cosmopolita, origen de nuestro adjetivo mundano que la docta Academia define en primer lugar como "perteneciente o relativo al mundo (sociedad humana)", pero en segundo término dicho de una persona tiene la acepción de  "inclinada a los placeres y frivolidades de la vida social" y referido en concreto a una mujer es sinónimo de prostituta.
 
La apatridia en los países europeos con altas tasas de inmigración es habitual en el caso de los inmigrantes ilegales que se niegan a revelar de qué país provienen cuando se lo preguntan en los interrogatorios policiales para ficharlos. Así, al no saber cuál es su procedencia, las autoridades locales no pueden establecer a dónde deben deportarlos o expatriarlos. Estos inmigrantes ingresan en el circuito de la ilegalidad. 
 

Extranjeros, todos somos extranjeros. O lo que es lo mismo: ninguno de nosotros debe serlo en ningún lugar de este mundo. Porque los problemas no los crean los extranjeros, sino la existencia de las fronteras y los países. En un mundo donde, teóricamente, las fronteras tienden a desaparecer, una persona sin una nacionalidad es, paradójicamente, un ente sin derechos. Los apátridas son un colectivo invisible, y no son un problema en tanto que no son considerados como tal en el imaginario social, lo que es lo mismo que decir directamente que no existen. 
 
No existirán, admitámoslo, aunque, como en el caso de las meigas, haberlas haylas. Y hay muchos más que sin ser apátridas renunciamos gustosos a la nacionalidad que nos ha caído encima porque nuestro patriotismo consiste en odiar todas y cada una de las patrias. 
 
 Pasaporte Apátrida, Emmanuel Gimeno (2019)
 
 Papeles para todos. O lo que es lo mismo: papeles para nadie: que no haya papeles ni fronteras, ni Estados ni Cristo que los fundó, que es lo peor que hay. Estamos contra las patrias, las grandes y las chicas. Pero si hay que elegir nos quedamos con las chicas, las que son tan chicas que ni siquiera existen ni salen en los mapas; o con las grandes, tan grandes que no caben en el mundo porque se extienden más allá de este ridículo planeta donde nos empeñamos en decir que hay vida y, en el colmo de los colmos, que hay inteligencia, que ha de ser a la fuerza artificial, porque la natural brilla por su ausencia.

miércoles, 8 de enero de 2025

Como perro sin dueño

Diógenes, Jean-Léon Gerôme (1860)

 - 1 -

En la red de los siglos ciegos como el diamante, / antes de que arrojara Cristo sobre el planeta / su vastísima y larga sombra de luz radiante / proyectando su cruz, triste y anacoreta,

vino un día, según crónicas, ya lejano / otro hombre de carne y hueso a la luz del mundo, / en Sinope, ciudad de Asia Menor, no en vano / griega: griego será Diógenes vagabundo.

- 2 -

Como todos los hombres, una vez en su vida / siendo niño sintió que era ser hombre, triste, / su destino fatal. Pronto se abrió la herida. / Muerto el niño, es el hombre lo único ya que existe.

 De Sinope su patria fue desterrado en nombre / de unos altos principios. Poco se sabe a ciencia / cierta, pero al exilio tuve que irse el hombre. / No hay constancia de culpa suya ni de inocencia.

Sentenció él a los jueces, sin que pararan mientes, / a pudrirse en Sinope: los condenó a quedarse. / Y partió, como el héroe trágico en pos de fuentes / que saciaran su sed, aunque lloró al marcharse.

  - 3 -

Acuñó una palabra nueva como respuesta / a una vieja pregunta:  Patria? Sin duda alguna, / ciudadano del mundo. Esta será su apuesta. / ¿Nación? Cosmopolita. Quiso decir: ninguna.

- 4 -

Con el manto raído y sucio, la alforja al hombro / y el bastón, ese báculo fiel de los peregrinos / anda por infrecuentes sendas y causa asombro / en las gentes vagando solo por los caminos.

Ciudadano del mundo, sin esperanza vaga. / Toma cuanto la vida, pródiga, le regala: / el ocaso, la aurora y ese licor que embriaga / de aguardiente, y la flor, cuya fragancia inhala,

 los olivos, el mirto donde la luz derrama / sus racimos, las múltiples islas diseminadas / en el mar y la línea del horizonte. Y ama / todo cuanto a su paso sale: las ensenadas,

 la marisma, las cabras, la soledad de un barco, / los albatros, la noche densa, el laurel, el vino, / la sonrisa fugaz de una muchacha, el charco / donde el cielo se mira, limpio, junto al camino.

Desterrado y en todas partes al fin meteco, / busca el rastro invisible y huella del hombre en vano. / Se dirigen sus pasos rumbo a la luz y el eco, / hacia Atenas espléndida, ávidos de algo humano.

Lo verán a menudo con un candil en mano / por el día: buscaba hombres y no la máscara, / la verdad, no la sombra vana del ser humano. / Si algo halló, sólo fue sola la mera cáscara.

- 5 -

Mucha gente le arroja piedras desaprensivas / y lo insultan: Meteco, chucho de mal pellejo. / A pedradas las carnes le abren, heridas vivas. / Les responde ladrando, ya malherido y viejo.

Asumió él el insulto, befa vulgar e hiriente, / chucho, sí, escarnecido siempre e incomprendido, / pero perro sin dueño, libre absolutamente, / como nadie será, como ninguno ha sido.

Rico en medio de tanta, tanta pobreza, ha dado / su metáfora al mundo, imprescindible tanto / como auténtica. Ahora, se echa al sol, al lado / de un arroyo y se duerme sobre el gastado manto.

 Corazón palpitante, Diógenes rememora, / joven, a una mujer. Se le ofreció desnuda / una noche de luna llena conmovedora. / Nunca supo que viva era Afrodita muda.

 - 6 -

Ya el sabiondo Aristóteles forja sus silogismos, / herraduras de lógica pura, para Alejandro, / su discípulo. El príncipe sueña con espejismos / de batallas: las aguas rojas del Escamandro,

el fulgor de su espada regia que empuña y blande / contra el rey enemigo. Sueña combates, gloria / duradera, conquistas donde el valor se expande, / gestas propias que un día recordará la historia.

Ve que rompe el gordiano nudo que le abrirá /Asia, sierva a sus pies, como caída hoja, / toda bajo su férula. Sueña. Recorrerá / cabalgando a Bucéfalo, viento, la estepa roja.

 Le deslumbran sus sueños. Siente que es inmortal. / Pero ignora que escrita toda la historia estaba, / que sería el actor de una función trivial, / títere de tragedia que en su papel soñaba.

Una vez que Alejandro, ya amo del mundo todo, / quiso oír la palabra del peregrino griego / perro viejo, que halló sobre el inmundo lodo / dormitando desnudo bajo el ardor del fuego,

conmovido el monarca, como sin duda estaba, / bajo el sol veraniego de oro y de luz tejido, / Pídeme lo que quieras dijo, y su voz temblaba. / No me quites el sol, rey, nada más te pido.

Eso, cuentan, ladró grave la voz del perro. / Alejandro se aparta y, avergonzado, huye, / teme que las palabras, más que el agudo hierro, / lo traspasen. Y el quieto río del tiempo fluye.   

- 7 -

En la crónica léese, si hemos de darle crédito, / que compuso tratados: uno contra el Estado / y otro contra la Muerte misma en un libro inédito. / Fue su vida su única obra que se ha salvado.

No fue un hombre de letras él. Despreció la gloria. / Como contrapartida, ésta no lo ha querido / en su nómina. El perro, náufrago en la memoria, / no será sin embargo pasto jamás de olvido

 aunque nada nos haya suyo legado escrito / (si escribió fue en el viento). Otro dejó su ejemplo, / monumento erigido contra la ley, maldito, / en un libro, y quedó, como perenne templo,

como erecta columna, desvergonzadamente / alta, impúdico símbolo, mármol desde el pasado / condenado a durar siempre y eternamente, / itifálico Príapo contra el futuro alzado.