Existen millones de personas –de once a quince- en el mundo que no son
reconocidas por ningún país como ciudadanos: son apátridas. Pero
digámoslo al revés: existen, o mejor aún, hay millones de ciudadanos
del mundo, entre los que modestamente me incluyo, que no reconocemos a ningún país realmente existente como su patria, porque no somos nacionalistas, o si lo somos de algún modo, nuestro nacionalismo es de una
intensidad tan baja, tan baja que no tenemos ni himno ni bandera ni nación ni
gobierno que nos gobierne y que nosotros reconozcamos como legítimo.
Somos como Diógenes el Cínico, o sea el Perro, quien cuándo fue
preguntado por su nacionalidad respondió, creando una palabra nueva que
luego ha sido devaluada “cosmopolita”, que en griego antiguo, que era su
lengua, quiere decir ciudadano del mundo mundial, es decir,
ciudadano de ningún país realmente existente.
La apatridia en los países europeos con altas tasas de inmigración es
habitual en el caso de los inmigrantes ilegales que se niegan a revelar
de qué país provienen cuando se lo preguntan en los interrogatorios policiales para ficharlos. Así, al no
saber cuál es su procedencia, las autoridades locales no pueden
establecer a dónde deben deportarlos o expatriarlos. Estos inmigrantes
ingresan en el circuito de la ilegalidad.
Extranjeros, todos somos extranjeros. O lo que es lo mismo: ninguno de
nosotros debe serlo en ningún lugar de este mundo. Porque los problemas
no los crean los extranjeros, sino la existencia de los Estados y fronteras.
En un mundo donde, teóricamente, las fronteras tienden a desaparecer,
una persona sin una nacionalidad es, paradójicamente, un ente sin derechos. Los apátridas
son un colectivo invisible, y no son un problema en tanto que no son
considerados como tal en el imaginario social, lo que es lo mismo que
decir directamente que no existen.
Aunque, como en el caso de las meigas, no existirán, admitámoslo, pero
haberlas haylas. Y hay muchos más que sin ser apátridas renunciamos
gustosos a la nacionalidad: nuestro patriotismo consiste en odiar todas
las patrias. El
verdadero patriotismo, escribió Bertolt Brecht en sus “Historias
del señor Keuner”, consiste en odiar las patrias.
El patriotismo o, más literalmente el amor (Liebe) a la patria
(Vaterland, o tierra del padre) consiste en el odio a las diversas
patrias realmente existentes, porque
precisamente ese odio está motivado por amor a la patria auténtica
que no existe, dado que ninguna de las que hay, y menos la nuestra
propia que nos haya tocado en suerte o desgracia, habiendo tantas como hay,
es la verdadera de verdad que nos corresponde.
VATERLANDSLIEBE,
DER HASS GEGEN VATERLÄNDER
Herr K.
hielt es nicht für nötig, in einem bestimmten Lande zu leben. Er sagte: „Ich
kann überall hungern“.
Eines
Tages aber ging er durch eine Stadt, die vom Feind des Landes besetzt war, in
dem er lebte. Da kam ihm entgegen ein Offizier dieses Feindes und zwang ihn,
vom Bürgersteig herunterzugehen.
Herr K.
ging herunter und nahm an sich wahr, dass er gegen diesen Mann empört war; und
zwar nicht nur gegen diesen Mann, sondern besonders gegen das Land, dem der
Mann angehörte; also dass er wünschte, es möchte vom Erdboden vertilgt werden.
–
„Wodurch“, fragte Herr K., „bin ich für diese Minute ein Nationalist geworden?
Dadurch, dass ich einem Nationalisten begegnete. Aber darum muss man die
Dummheit ja ausrotten; weil sie dumm macht, die ihr begegnen.’
PATRIOTISMO:
ODIAR LAS PATRIAS.
El señor K. no consideraba necesario vivir en
un país determinado. Decía:
– “Puedo morirme de hambre en cualquier parte”
Pero un día iba por una ciudad que estaba
ocupada por el enemigo del país en el que él vivía. Entonces se topó con un
oficial del enemigo y le obligó a bajar de la acera.
El señor K. se bajó, y se dio cuenta de que
odiaba a este hombre, y no solamente a ese hombre, sino sobre todo al país al
que pertenecía el hombre; hasta tal punto que deseaba que fuese borrado de la
faz de la tierra por un terremoto.
¿Papeles para todos? No, papeles para nadie: que no
haya papeles ni fronteras, ni patrias, que es lo peor que hay. Estamos
contra las patrias, las grandes y las chicas. Pero si hay que elegir nos
quedamos con las chicas, las que son tan chicas que ni siquiera
existen; o con las grandes, tan grandes que no caben en el mundo porque
se extiendan más allá de este ridículo planeta donde nos empeñamos en
decir que hay vida.
Samuel Johnson definió el patriotismo como el último
refugio de un canalla: Patriotism
is the last refuge of a scoundrel; a lo que
Ambrose Bierce en su Diccionario del Diablo añade un importante matiz: PATRIOTISMO-
Basura combustible adherida a la antorcha de cualquiera que quiera
iluminar su propio nombre. En el famoso diccionario del Dr. Johnson,
el patriotismo es definido como el último recurso de un granuja. Con
el debido respeto a un lexicógrafo tan iluminado, aunque inferior,
me atrevo a afirmar que es el primero.
De
otro lado, autores cristianos mucho más antiguos que Bertolt Brecht,
Samuel Johnson y Ambrose Bierce también nos invitan al antipatriotismo.
Santo
Tomás de Aquino, por ejemplo. Cuando estos autores hablan de la patria
no se
refieren a la terrenal, sino a la celestial, la “caelestis patria”,
ya que la patria terrena tiene poca importancia. Es más, algunos invitan
a abandonarla e incluso a despreciarla para poder
alcanzar la celestial.
San Ambrosio de Milán, por citar otro autor,
llega a escribir en sus Comentarios al Cantar de los Cantares:
“Huyamos entonces a la patria más verdadera. Allí nuestra patria,
y el padre por el que hemos sido creados, donde está la ciudad de
Jerusalén, que es la madre de todas": Fugiamus
ergo in patriam uerissimam. Illic patria nobis, et pater a quo creati
sumus, ubi est Hierusalem ciuitas quae est mater omnium.
En
términos cristianos el patriotismo más acrisolado consiste en odiar
todas las patrias terrenales porque ninguna de ellas es la Jerusalén
celestial, que es la verdadera; y en términos platónicos, odiar las
patrias materiales porque ninguna es la espiritual.
Hemos,
pues, de denunciar toda forma de patriotismo, incluido el patriotismo de
baja intensidad de la patria chica, y desenmascarar la
más sibilina de todas ellas, el último reducto del patriotismo, que es
el egoísmo, el creer que el hombre encarnado en mí mismo, es el centro
del universo, la criatura formada
a imagen y semejanza de su creador, que es Dios, con el que se
identifica, porque esa fe, esa creencia arraigada e incrustada en
nosotros, ha arrasado a lo largo de la Historia campos y
ciudades, ha declarado guerras contra los otros y lo otro, ha talado
selvas y bosques, ha matado bestias criadas en
cadena, ha sacrificado todo poniéndolo al servicio del humanismo y del
Hombre encarnado en el Ego, ese ser monoteísta, que
se ha proclamado como el único ser racional, quitándoles la razón
a los demás seres, a todas las cosas.