Existen de once a quince millones de personas en el mundo que no son reconocidas por ningún país como ciudadanos: son apátridas. Pero también existen, o mejor aún, hay millones de ciudadanos que no reconocen su ciudadanía, que no consideran a ningún país realmente existente como su (tierra) patria, que, como se ve enseguida, no es más que un adjetivo sustantivado, porque no son nacionalistas, o si lo son de algún modo, su nacionalismo es de una intensidad tan ínfima que no tienen ni himno ni bandera ni nación ni gobierno que los gobierne y que reconozcan como legítimo representante. Sí tienen una lengua, pero no se pueden equiparar
nación y lengua, aunque los nacionalistas se apoyen en la existencia de una
lengua propia para justificar su nacionalidad y su nación.
Las lenguas no son propiedad de nadie: hay naciones que tienen más de
una lengua, y hay lenguas que no tienen ninguna nacionalidad.
Los apátridas son como Diógenes el Cínico, o sea el Perro, quien cuándo fue preguntado por su nacionalidad pues había sido condenado al exilio, él, que condenó a sus jueces a quedarse, respondió creando una palabra nueva en griego antiguo, que era su lengua, que hemos heredado y que ha sido devaluada considerablemente: “cosmopolita”, o sea, ciudadano del mundo, es decir, ciudadano de ningún país realmente existente, que eso y no otra cosa quería decir el término en su origen.
Cicerón en sus Conversaciones en Túsculo le atribuye sin mucho fundamento una respuesta similar a Sócrates: Sócrates ciertamente al pedírsele que dijera de qué ciudad era
contestó "mundial"; pues se consideraba habitante y ciudadano del mundo
entero. "Mundanus" es la versión latina de cosmopolita, origen de nuestro adjetivo mundano que la docta Academia define en primer lugar como "perteneciente o relativo al mundo (sociedad humana)", pero en segundo término dicho de una persona tiene la acepción de "inclinada a los placeres y frivolidades de la vida social" y referido en concreto a una mujer es sinónimo de prostituta.
La apatridia en los países europeos con altas tasas de inmigración es habitual en el caso de los inmigrantes ilegales que se niegan a revelar de qué país provienen cuando se lo preguntan en los interrogatorios policiales para ficharlos. Así, al no saber cuál es su procedencia, las autoridades locales no pueden establecer a dónde deben deportarlos o expatriarlos. Estos inmigrantes ingresan en el circuito de la ilegalidad.
Extranjeros, todos somos extranjeros. O lo que es lo mismo: ninguno de nosotros debe serlo en ningún lugar de este mundo. Porque los problemas no los crean los extranjeros, sino la existencia de las fronteras y los países.
En un mundo donde, teóricamente, las fronteras tienden a desaparecer, una persona sin una nacionalidad es, paradójicamente, un ente sin derechos. Los apátridas son un colectivo invisible, y no son un problema en tanto que no son considerados como tal en el imaginario social, lo que es lo mismo que decir directamente que no existen.
No existirán, admitámoslo, aunque, como en el caso de las meigas, haberlas haylas. Y hay muchos más que sin ser apátridas renunciamos gustosos a la nacionalidad que nos ha caído encima porque nuestro patriotismo consiste en odiar todas y cada una de las patrias.
Papeles para todos. O lo que es lo mismo: papeles para nadie: que no haya papeles ni fronteras, ni Estados ni Cristo que los fundó, que es lo peor que hay. Estamos contra las patrias, las grandes y las chicas. Pero si hay que elegir nos quedamos con las chicas, las que son tan chicas que ni siquiera existen ni salen en los mapas; o con las grandes, tan grandes que no caben en el mundo porque se extienden más allá de este ridículo planeta donde nos empeñamos en decir que hay vida y, en el colmo de los colmos, que hay inteligencia, que ha de ser a la fuerza artificial, porque la natural brilla por su ausencia.