La
española cuando besa, besa
de verdad, como cantaba el pasodoble. La española es Carmen, Carmen
la de España, no la de Merimée ni la de Bizet, convertida en Opera
Cómica, que ha pregonado el nombre de la cigarrera andaluza y de la
ciudad de Sevilla, y olé, por todo lo alto. Carmen, la gitana
castiza de voluptuosa belleza y sensualidad, empleada en la Real
Fábrica de Tabacos -hoy sabemos que cancerígenos- de Sevilla, se
vio envuelta en una trifulca pendenciera, armándose la marimorena,
por lo que fue arrestada por el Capitán Zúñiga, que la codiciaba. Carmen, nuestra Carmen, no se la trae floja al sargento
don José: lo seduce para que la ayude a escapar, huyendo a la sierra
con él y convirtiéndolo en contrabandista y bandolero, por lo que
éste, prendado de su belleza, pierde sus galones. Más tarde, la
gitana se enamora de un joven torero de fino talle. Don José, al
verse traicionado por Carmen, la sorprende en una
tarde de corrida en la Plaza de la Maestranza. Ciego de amor y celos
como Otelo, el antiguo amante mata de una puñalada a la espléndida
gitana que había jugado con sus sentimientos en un alarde de violencia, como dicen ahora, de género machista. La mata, obviamente,
porque era suya, suya o de nadie. Muere Carmen víctima de la mala
corná
del toro siniestro de su destino, mientras el público, ajeno a lo
sucedido, vitorea y jalea al torero que triunfante da la vuelta al
ruedo, ignorando que se ha quedado viudo sin amor.

¿Qué
tiene Carmen, nuestra Carmen, que desata tantas y tan bajas pasiones?
Algo tiene, desde luego. Según sugiere el pasodoble, la española,
Carmen, verbigracia, cuando besa o hace cualquier otra cosa, por
ejemplo cuando hace el amor, lo hace de verdad entregándose en cuerpo y alma, y a ninguna le interesa
hacerlo por frivolidad. Ya saben que un beso de amor, sigue la copla,
no se lo dan a cualquiera. Analicémoslo. Cualquiera, cuando hace una
cosa, lo que hace no es esa cosa, sino la idea previa que tiene de
esa cosa que realiza. Besar, según eso, sería una cosa tan trivial
como cualquier otra... Sin embargo, la española, Carmen, pongamos
por caso, tiene la loable virtud de hacer las cosas de verdad como si
fuera la primera y última y única vez, de entregarse
apasionadamente en cuerpo y alma, sin reservas, totalmente, no por la
frivolidad de hacerlo: eso es lo que vuelve locos a todos los
hombres, capaces de matar y de morir por ella. Por eso era una fembra
plazentera, que diría el
Arcipreste de Hita, de armas tomar, es decir, que había que tomar
las armas contra ella, porque la única forma de poseerla era
matándola: la maté para que fuera mía y sólo mía.
La
España cañí. Ya el
poeta gabacho Charles Baudelaire había enloquecido con el bijou
rose et noir -la joya
rosa y negra- que Lola de Valencia, la bailarina, escondía entre sus
piernas, en la entrepierna, como cantó en uno de los exquisitos
versos censurados de sus Flores
del Mal. Se refería el
poeta con tan arriesgada metáfora, como habrán podido comprobar los
lectores, a los carnales labios rojos y sensuales y al vello púbico
de color azabache del mismísimo sexo de la bailaora. Lo que tiene la
española, y por extensión España, y lo que da de verdad cuando se
entrega es, uarium et mutabile semper femina, su vulva, la vaina en la que se enfuda la espada del guerrero. Por él han venido tantos guiris como Ernest Hemingway
buscando las esencias patrias y verdaderas de España. Para él esa esencia era el toro bravo y negro con el que lidiaba el torero, que
entraba a matar, lo penetraba y le clavaba el estoque hasta atrás
matándolo y poseyéndolo. Otros guiris han venido siguiendo los
pasos afrancesados de Prosper Mérimée y de otros anónimos
viajeros románticos, buscando a calzón quitado algo verdadero y
natural en un mundo cada vez más falso y artificial, algo como la joya rosa y negra de Lola de Valencia, la de Carmen o la de cualquiera otra moza tan
fermosa de nuestras serranías. Venían, pues, buscando la mujer-mujer, que
dijo el otro, o quizá habría que decirlo con el artículo neutro,
bendito sea, que conservamos en nuestra lengua: venían buscando lo
mujer-mujer, el eterno femenino, lo femenino que no quiere
equipararse a lo masculino y que, de hecho, se rebela con todas sus fuerzas contra ello.
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Lola de Valencia, Édouard Manet (1862)
Soldadita
española, soldadita valiente. El ejército español se lava la cara para
despojarse de su rancia y chusquera imagen de otrora: sangre, sudor y lágrimas.
Ahora es casi una oenegé posmoderna, si no fuera porque es el
brazo armado del Estado y su gobierno: una peña aventurera, solidaria, de gente
guay comprometida con la defensa de los valores humanos y de la democracia y la
libertad, insultantemente juvenil y altruista, donde reina el compañerismo
desinteresado y el buen rollete, profundamente profesional, lejos de aquel otro
ejército antepasado de éste, chapucero, que sólo ganó guerras civiles a lo
largo de su sufrida historia. La chusca institución ha cambiado y sustituido la
obligatoriedad del servicio impuesta al sexo masculino que no ponía graves
objeciones de conciencia y su consiguiente impopularidad abriendo las puertas profesionales y
lamentables de sus cuarteles ahora a las mujeres, so pretexto de no hacer
discriminación sexual: Mujer, ven: incorpórate a filas: te haremos todo
un hombre. Ahí tenemos a Su Alteza Real la Princesa de Asturias, nuestra futura reina si Dios quiere y no lo remedia, dando ejemplo y curtiéndose con su instrucción militar(ista).
