martes, 30 de enero de 2024
Renovarse o morir
lunes, 29 de enero de 2024
Una docena de cosas
domingo, 28 de enero de 2024
Los amantes, ahogados en su amor propio
Entre los cuadros de Remedios Varo (1908 – 1963) destaca este de “Los amantes” (1963), que es una reflexión gráfica sobre la pareja y el amor. Se trata de un lienzo lleno de simbolismo y de significado que nos invita a profundizar en la experiencia del enamoramiento, y en el hecho que subrayó Fernando Pessoa en su Libro del desasosiego de que nunca amamos realmente a otra persona: "Nunca amamos a nadie. Es a un concepto nuestro -a nosotros mismos en suma- a quien amamos. Esto es verdad en toda la escala del amor. En el amor sexual buscamos un placer nuestro alcanzado por intermedio de un cuerpo extraño. En el amor que no es sexual, buscamos nuestro placer mediante una idea nuestra también. El onanista es abyecto, pero, en rigor de verdad, es la perfecta expresión lógica del enamorado. Es el único que no se oculta lo que pasa, por eso no se engaña".
Dos amantes, sentados en un banco de un frondoso parque, cogidos de la mano tiernamente, se miran y admiran, pero al mirarse no ven al otro, sino a sí mismos, porque sus rostros son el mismo rostro, un rostro andrógino enmarcado en un espejo que refleja al otro que es el mismo. Sus cabezas han sido sustituidas por dos espejos que reflejan simétricamente la misma imagen, como puede comprobarse por el detalle del lunar que hay en la mejilla, el mismo rostro que es el espejo del alma, como suele decirse, y resulta ser el reflejo del otro, que es uno mismo, independientemente de su sexo.
El motivo del espejo nos recuerda inevitablemente el mito de Narciso, que se enamora, como se sabe, de su propio reflejo visto en el agua y se ahoga en ella, metamorfoseándose luego según Ovidio en la flor de su nombre que nace en los humedales. Remedios Varo nos da a entender en este cuadro que la atracción que siente esta pareja que lleva a dos individuos de distinto sexo a unirse y fundirse en uno es la misma que sintió Narciso.
No en vano hay una relación con el agua también entre el
mito de Narciso y el lienzo: de la unión de la pareja se desprenden
unos vapores que emanan de sus cuerpos, y que acaso simbolizan la
pasión característica del arrobo de su enamoramiento, que ascienden
al cielo, se condensan y recaen sobre los enamorados en forma de
lágrimas de lluvia, ocasionando una inundación en torno a sus pies,
de manera que, parece advertirnos el lienzo, los amantes corren el peligro de
ahogarse lenta- e imperceptiblemente en el propio charco de su amor. Los amantes se ahogan en su amor propio.
El cuadro, al parecer, puede estar inspirado en el soneto de Baudelaire “La muerte de los amantes”, que me atrevo a traducir conservando verso y rima:
Madonna se inspiró sin duda alguna en este cuadro para una secuencia de su video Bedtime Story (1994).
sábado, 27 de enero de 2024
De la posverdad
¿Quién inventó este hallazgo tan moderno en apariencia? Si nos remontamos al tiempo de los romanos, podríamos decir que la posverdad la inventó Julio César cuando repudió a Pompeya, su tercera esposa, argumentando que la mujer del César no sólo tenía que ser honesta, sino que, además, tenía que parecerlo.
Recojo la versión de la cita de Suetonio: Y preguntado (interrogatusque), por qué, pues, había repudiado a su mujer (cur igitur repudiasset uxorem): dijo “porque considero que es conveniente que los míos estén libres tanto de la sospecha como de la acusación”( 'quoniam,' inquit, 'meos tam suspicione quam crimine iudico carere oportere.') Apunto de paso que “crimen” no significa en latín sólo "delito", sino también “acusación, indicio, imputación”.
Cuando Salustio, el historiador, compara a Julio César con Catón, describe a este último con rápida y magistral pincelada diciendo que prefería ser bueno a parecerlo (esse quam uideri bonus malebat), y de rechazo y como contrapartida retrata a Julio César para toda la posteridad: le importan más las apariencias que la realidad, aparentar que ser, la posverdad que la verdad.
La posverdad se resume en que la apariencia de los hechos es más importante que los hechos objetivos (objective facts) mismos en sí, aunque esta apariencia oculte, como hace de ordinario, una falsedad. Posverdad, pues, es un eufemismo de la mentira de siempre, pero con todos los visos de ser verdad, es decir que guarda las apariencias de la verdad.
En su juventud, el obispo irlandés George Berkeley formuló el célebre aforismo: esse est percipi: ser es ser percibido: Es decir, no se puede saber qué es una cosa si no se percibe, porque el ser de las cosas consiste en nuestra percepción subjetiva. El mundo sólo existe en el acto en que lo percibimos, las cosas no son como son, que no lo sabemos y siempre están sujetas a la pregunta que hace que se tambalee todo el edificio de la realidad (¿cómo son las cosas?), sino como las concebimos. No sabemos si Lucrecia es casta o no lo es, pero no lo parece ni aparenta, luego no lo es. Todo lo que puede conocerse de un objeto o de una persona es nuestra percepción del mismo, y resulta gratuito suponer la existencia de una sustancia real al margen de nuestra percepción de ella. Pero eso no significa que nuestra percepción sea la verdad, sino la posverdad.
viernes, 26 de enero de 2024
La espada de Damoclés
No recuerdo si fue en tercero o en cuarto de bachillerato cuando oí hablar
de aquella espada por primera vez. Supongo que nos contó su historia
nuestro profesor de latín, aquel casposo dómine, aquel “señor mayor” de
cuyo nombre no puedo acordarme, y al que sus alumnos apodábamos
inmisericordemente Skippy, como el canguro australiano de un telefilme de aquellos años. El viejo profesor, que hablaba
pausadamente, emitía una y otra vez un peculiar chasquido gutural a modo
de tic nervioso, como la canguro cuando llama a sus crías, mientras
explicaba la lección con su parsimonia habitual. Después de las
vacaciones de Navidad el profesor no volvió a clase. Nunca más. Se nos
dijo que había fallecido de repente. El ilustre catedrático, dijeron,
había sido víctima de un ataque al corazón. Alguien comentó, no
obstante, que se había quitado la vida aquejado de la larga depresión
que arrastraba, aunque este hecho siempre se nos ocultó oficialmente a
sus alumnos. Teníamos entonces trece o catorce años.
Quizá fue Margarita, la profesora que vino al curso siguiente, cuando estábamos en cuarto, la que nos contó la historia de la espada. Nosotros, sus alumnos, llamábamos a esta profesora la de latín, con una expresión impersonal de carácter técnico que revelaba que había venido a ocupar la casilla que había quedado vacante, a modo de compartimento estanco, dentro del Instituto Nacional de Bachillerato. A aquella joven profesora, que vestía de un modo moderno e informal, no le gustaba que la llamásemos la de latín, como es natural. Su nombre, como no dejaba de repetirnos, era Margarita, y así quería que la llamáramos. En aquellos años, sin embargo, no era muy habitual que un alumno tuteara a un profesor, ni se dirigiera a él por su nombre propio. Se consideraba casi una falta de respeto. A nosotros tampoco nos salía espontáneamente el tuteo, aunque quisiéramos hablar con un profesor con toda naturalidad. Siempre ustedeábamos a los profesores, y si era necesario dirigirse a ellos decíamos ¡profesor! o ¡profesora!. En este último caso no era infrecuente que se nos escapara un ¡señorita!, más propio de la escuela que del instituto.
La llegada de Margarita al centro supuso una ráfaga de aire fresco. Para nosotros, sus alumnos, fue un alivio aquel cambio. Pronto descubrimos que habíamos salido ganando mucho más de lo que en principio imaginábamos. Aquella profesora de una materia en principio tan árida y abstrusa como era el latín, cuya gramática era de estudio obligatorio en tercero y en cuarto de bachillerato elemental, se reveló enseguida como una excelente contadora de leyendas mitológicas. No se limitaba a narrarnos el mito (lo que ya era de por sí bastante de agradecer), sino que, además, profundizaba en él, desentrañándonoslo, suscitando en nosotros la reflexión, y haciendo que nos interesáramos por lo que quería decirnos...
La fuerza de los mitos no siempre es inmediata, aunque sí la fascinación que ejercen. A veces es preciso que pasen algunos años para que comprendamos su mensaje. Hay que dejarlos asentarse, como los posos del café. Cuando uno oye por vez primera un mito, se da cuenta de que siempre ha estado ahí, esperando que lo oyéramos y escuchásemos, durmiendo como la princesa del cuento, o como el arpa del salón que aguarda esa mano de nieve que sabe arrancarle sus notas musicales. Los mitos dejan en nosotros su huella, su impronta es como nuestra herencia genética, y, el día menos pensado, vuelven a nuestra memoria y a nuestro corazón -los re-cord-amos, literalmente, de cor cordis "corazón"-, y nos recuerdan y ayudan a entender un poco mejor lo que nos pasa.
Lo cierto es que el resplandor de la espada de Damoclés me deslumbró la primera vez que oí hablar de ella y me ha acompañado a lo largo de muchos años y servido como una metáfora imprescindible a la hora de entender algunas cosas. Ha sido una imagen y una idea muy poderosa. Representa ese miedo que tenemos a que nos sobrevenga algo, ese pánico que nos impide disfrutar mínimamente de la vida.
Era Cicerón quien contaba la historia de Democlés/Damoclés, manteniendo la acentuación aguda griega, o Damocles según la latina más usual entre nosotros. Su nombre propio es un nombre parlante que significa orgullo o gloria del pueblo. Dioniso, el opulento tirano de Siracusa, que reinaba en la ciudad siciliana como un déspota, invitó una vez a su súbdito Damoclés, que era uno de sus aduladores, a ocupar su puesto y a comprobar lo que se sentía poniéndose en su pellejo, en medio de un lujo insultante: rodeado de diligentes sirvientes, vajillas de oro y plata, suculentos manjares... Damoclés aceptó encantado la propuesta de Dioniso. Aquello era precisamente lo que más deseaba en el mundo. El tirano complaciente le permitió a su súbdito ocupar su trono y su lugar, un lecho labrado en oro, entre mullidos cojines y tapices que representaban deliciosas escenas naturales y artificiales, auténticas obras de arte, para que experimentara personalmente lo que tanto envidiaba. Ordenó a sus sirvientes, bellísimas doncellas y efebos no menos bellos, que atendieran al mínimo gesto que hiciera su huésped, sirviéndole con prontitud y diligencia todo lo que se le antojara.
No faltaban ungüentos ni el aroma de las guirnaldas de flores frescas. Se quemaban perfumes e inciensos. Siempre había música y baile. No faltaban exquisitos manjares en la mesa al alcance de la mano. Damoclés se creía el hombre más afortunado del mundo. Había conseguido, siquiera por un momento, hacer realidad su sueño más querido: vivir como un rey.
Pero el tirano ordenó, asimismo, que se colgara del techo una espada, sujetada por la fina crin de un caballo, sobre la cabeza justamente de Damoclés, de modo que amenazara caerse en cualquier momento y clavarse en la cerviz de aquel hombre aparentemente tan dichoso... Damoclés ocupó el regio trono y extendió la mano hacia aquellas viandas en medio de un suntuoso festín donde no faltaban ni la música ni el baile. No pudo, sin embargo, disfrutar de ellas sin que un sudor frío comenzara a recorrer su frente nada más ver lo que colgaba del techo... No podía apartar la vista de aquella brillante espada desenvainada y pendiente. Ya no miraba a los espléndidos efebos que nada tenían que envidiar al mismísimo Ganimedes. Tampoco las lindas jovencitas de voluptuosos cuerpos y lascivos movimientos atraían su atención. Ya no clavaba su mirada en aquellas delicias que colmaban la suculenta mesa.
La amenaza de la muerte que se cernía sobre su vida envenenaba todas las posibilidades de goce. Hasta la guirnalda de flores se le caía sola de la cabeza... Damoclés aborreció aquello que tanto había adulado: el poder y el dinero. Había descubierto, como el rey Midas, que el oro no proporcionaba la felicidad. Se dio cuenta inmediatamente de que para ser feliz debía dejar aquel trono sobre el que pesaba aquella simbólica espada real, y, para no ser pobre abandonar aquellas riquezas.
¿Qué simboliza esa espada? No es otra cosa más que la amenaza siempre futura de nuestra propia muerte... Sin embargo, mi propia muerte, siempre futura y siempre por venir, no existe más que en mi temor o en mi deseo, es decir, en el futuro imperfecto e interminable, lo que significa que no existe aquí y ahora. No es un hecho. Ni siquiera un hecho futuro. No hay, por definición y en rigor, hechos futuros. Mi muerte no existe en el presente. Existe la otra: la muerte de los demás, la muerte ajena. Esa sí que puede causarnos dolor, por la pérdida de los seres queridos que conlleva. Aunque la vida, la gran maestra, nos enseñe, con el tiempo que los seres queridos no pueden morir del todo así como así tampoco.
La muerte y yo somos incompatibles por definición. Ya nos lo advirtió el divino Epicuro. Si yo vivo, ella no vive; si ella vive, yo estoy muerto y, por lo tanto, no puedo vivirla ni saberla. Somos incompatibles. Yo, incapaz de comprenderla ahora mismo, porque es imposible e inconcebible, la proyecto en el futuro: imagino que, en cualquier momento, puede sobrevenirme y caerme muerto yo aquí y ahora mismo por ejemplo.
Lo que aquel déspota nos quiso dar a entender a su súbdito Damoclés, y a través de él, a todos nosotros es que no hay nada dichoso, esto es, nada que sea fuente de gozo sincero y de placer satisfactorio en la vida, para aquel que alberga algún terror. No sólo para el poderoso y los que mandan, que son los más mandados. Para cualquiera de nosotros. Quizá también quiso hacernos ver que para ser feliz había que desembarazarse del deseo de querer serlo: el deseo de felicidad es un impedimento para gozar de ella.
Quid rides? Mutato nomine de te fabula narratur. (¿De qué te ríes? Cambiado el nombre, la historia se refiere a ti). Yo soy Damoclés. Damoclés soy yo. Esa es la gran enseñanza de este mito y de cualquiera: la moraleja de la fábula. No me identifico con él en cuanto adulador del poderoso, tampoco por la codicia de bienes materiales y riquezas, posición social o parcela de poder. Me identifico con él en lo fundamental: en ese miedo cerval y constitutivo que experimenta cuando descubre sobre su cabeza la amenaza pendiente (es decir futura, que va a ser) de su propia muerte, aquella que, por definición, él nunca verá. Y sin embargo pende de un hilo, como reza la expresión de estar pendiente de un hilo. El hilo es tan sutil que en cualquier momento puede romperse. Si se quiebra, la espada caerá con toda su contundencia provocando una muerte inmediata, fulminante.
La lectura de Lucrecio nos adentra en el pensamiento de que ese miedo a la muerte (o a la vida, que dirían otros: lo mismo da) es lo que ha empujado a muchos seres humanos al suicidio. La espada de Damoclés simboliza ese miedo indefinido que nos inculcan de pequeños cuando nos dicen "vas a morir" y nosotros lo asumimos formulándonos, sin querer, el famoso silogismo "Todos los hombres son mortales, yo soy un hombre; luego soy mortal".
Ahora comprendo mejor a aquel viejo profesor de latín y suicida posromántico que me enseñó a declinar el nombre latino de la rosa. Yo nunca supe para qué servía aprenderse aquella farragosa retahíla de memoria. Y me decía, y me digo, que no sirve para nada. Como las cosas más valiosas. Las cosas que no sirven para nada son las que más valen. La rosa siempre acaba ajándose. Si algo queda de ella, al fin y a la postre, no es la fragancia de su aroma, ni el color y frescura de sus pétalos, sino su nombre: sólo la palabra. ¿Para qué sirven las palabras? Para nada. Por eso son valiosas, porque gracias a ellas podemos preguntarnos una y otra vez por las cosas y podemos recordarlas trayéndolas a nuestra memoria y corazón.
jueves, 25 de enero de 2024
Heautontimorúmeno
Citaba yo en El homo digitalis on line al filósofo coreano afincado en Alemania Byung-Chul Han pese a no ser santo de mi devoción, pero que en esto que dice lleva la razón: “El sujeto de hoy es un empresario de sí mismo que se explota a sí mismo. El sujeto explotador de sí mismo se instala en un campo de trabajo en que es al mismo tiempo víctima y verdugo”. (Byung-Chul Han, Psicopolítica, traducción de Alfredo Bergés, editorial Herder, pág. 93), y a propósito de esta reflexión tomaba yo prestado el título Heautontimorúmeno de una comedia de Terencio, que acuñó esta expresión griega para referirse a aquel personaje en verdad tragicómico “que se atormenta e inflige castigo a sí mismo”.
Y escribía yo allí: El sujeto digital es un heautontimorúmeno, víctima y verdugo de sí mismo simultáneamente, no sucesiva- ni alternativamente. En efecto, el homo digitalis -nosotros mismos- no sólo es la víctima que colabora con su verdugo, como en el síndrome de Estocolmo, sino que es él mismo ambas cosas a la vez, como el personaje de Baudelaire: ¡Yo soy la herida y la navaja! / ¡Soy el sopapo y la mejilla! / ¡Yo soy el cuerpo y soy la rueda, / y soy la víctima y verdugo!
No son solo situaciones grotescas las que refleja Topor, sino que su humor 'negro' es probablemente el mejor mecanismo de defensa contra la cruda realidad, que no sólo es la de aquel momento de la dictadura nazi de la que él y su familia, polacos de origen judío, se habían refugiado en Francia, sino de esta misma nuestra. Por eso esos dibujos, a pesar de su pátina de haberse realizado en los años sesenta del siglo pasado, no pierden vigencia en nuestros días y siguen resultando ingeniosos y creativos, es decir, destructivos, denunciando que nosotros mismos somos responsables de nuestra infelicidad y sufrimiento.

miércoles, 24 de enero de 2024
El dolor es el precio del aprendizaje
-Me ha llamado la atención una reseña literaria aparecida en un suplemento cultural de un periódico de esos que leo sobre la publicación de la traducción castellana de una novela de la escritora coreana Han Kang titulada La clase de griego.
-¡Qué raro que una coreana se interese por la lengua de Homero!
-Según dice allí es "una mezcla de la tradición oriental y occidental para especular sobre los límites del lenguaje y la posibilidad de un encuentro entre humanos más allá de las palabras”.
-Bueno, muy pretencioso parece: no deja de ser literatura sobre literatura, que es lo que hacen los críticos literarios.
-Me llamó especialmente la atención la pregunta ¿qué somos cuando perdemos el lenguaje?. Y me lo leí de cabo a rabo, hasta llegar al final, donde dice la frase que he subrayado y que me gustaría preguntarte como profesor que has sido de lenguas clásicas: "“Sufrir” y “aprender” solo se distinguen en griego por una grafía".
-Pues sí, efectivamente. Efectivamente, sufrir se dice en griego 'pathein' (de ahí patético y patología) y aprender 'mathein' (de donde 'matemático').
-Pero...como cercanía gráfica de palabras, supongo...como también las hay en español y otros idiomas (no sé... 'cabo' y 'nabo', 'susto' y 'busto'...)...o porque querían relacionar aprendizaje y sufrimiento?
-Eso me parecía a mí, pero también creo que quería decir lo segundo, y por eso te preguntaba si los griegos relacionaban aprendizaje y sufrimiento.
-Pues va a ser que sí, porque me quiere venir a la cabeza una cita de Aristóteles en la que recuerdo que decía que el aprendizaje conlleva siempre dolor, es decir, que no hay un aprendizaje lúdico como pretende ahora la moderna pedagogía.
-Ya, pero la cosa no llegaría a “La letra con sangre entra” ¿no?
-No en el sentido de que sea necesaria la sangre para que haya aprendizaje, pero sí que hay sufrimiento, porque el aprendizaje no es un juego de niños. Creo que en la 'Política' de Aristóteles, debía de ser, donde habla de la educación de los jóvenes y los niños, decía el estagirita que el fin de la educación no debía ser el juego, porque el aprendizaje no es un juego y los que están aprendiendo no están jugando.
-Me cuesta creerlo. Suena a tragedia griega.
-Deja que lo mire un poco... Pues sí, mira se le atribuye a Ésquilo, un autor de tragedias, la frase πάθει μάθος (páthei máthos), que significa que del sufrimiento viene el conocimiento(…) Y Aristóteles parece que se hace eco de ese dicho. Sí, en concreto en el libro VIII de la Política (1339a) dice lo siguiente: “Así pues, no hay duda de que el fin de la educación no debe ser el juego (pues lo que están aprendiendo no están jugando, ya que el aprendizaje va acompañado de dolor). En griego lo dice así: μετὰ λύπης γὰρ ἡ μάθησις. Pues los que están aprendiendo no juegan.
-¿No sería Aristótales un poco aristotalitario?
-Pues seguramente que sí, pero es posible que, como hemos experimentado todos, el dolor sea el precio que pagamos por la instrucción.
martes, 23 de enero de 2024
¡Abajo los ejércitos!
Hace algo más de un siglo ya, y antes de la primera guerra mundial, la publicación semanal francesa Le libertaire sacó el 2 de octubre de 1910 un artículo "À bas les Casernes!" (¡Abajo los Cuarteles!) de Anna Mahé en forma de carta de una madre a su hijo que había cumplido la edad de incorporarse a filas, que le supuso a la autora un proceso judicial por injurias al ejército del que salió finalmente absuelta al ampararse en el derecho a la libertad de expresión.
Una madre a su hijo:
Ha llegado la hora tan temida de las madres: el Cuartel abre sus puertas de par en par a los jóvenes de veinte años.
Hace veinte años que soy madre.
Tú estabas ahí, tan frágil, con una vidita algo vacilante, subordinada a los deseos de los que te rodeaban y ya llegó un hombre, el médico del estado civil, y dijo:
-¡Es un futuro defensor de la Patria!
Tú, el pequeño inofensivo y desarmado, eras el futuro artesano de la obra de la muerte, eras, criaturita rosa salida de mí, carne de cañón para el futuro.
Hace veinte años de eso.
Hoy, apto para el Cuartel, apto para la servidumbre, apto para el crimen, apto para el matadero.
Las demás se limitan a llorar. Yo, yo no me resigno a eso.
He querido hacer de mi hijo un hombre íntegro, inteligente y bueno, orgulloso y libre.
Los que nos gobiernan quieren hacer de él un esclavo, un cobarde, un asesino, o, en caso de rebeldía, una víctima.
¿En nombre de qué?
Te han dicho: “Ha llegado la hora de pagar tu deuda a la Patria. Joven, debes ignorarte a ti mismo, doblegar tu voluntad a la voluntad de otros hombres. La única cualidad que se te exigirá será la obediencia, pero una obediencia pasiva. Serás el instrumento, el autómata que hacemos funcionar a capricho. Tu papel es hermoso. Eres un defensor de la Patria”.
¿La Patria?
Es decir, una porción de tierra delimitada por unos hombres y más allá de la cual comienza otra patria donde viven otros hombres semejantes, con necesidades iguales. Aquí Francia; veinte metros más allá Bélgica, Alemania, Suiza, Italia o España.
La madre Patria, la buena madre a la que el pobre debe pagar su ¿deuda? más aún que el rico, a la que los poetas han cantado. La patria es un engaño, tú lo sabes. Sabes que los alemanes, los rusos, los chinos, los negros y los pieles rojas son hombres, y que el único enemigo es el amo, el que sobre su semejante ejerce su autoridad.
Así que ¿qué irías a hacer tú en el cuartel?
Piénsalo bien: el cuartel es el inevitable colapso moral, es la camareta del dejarse llevar, la suciedad física e intelectual, los malos hábitos contraídos para siempre quizá...
El cuartel es la obediencia pasiva a todas las órdenes, por ineptas que sean. Es el envilecimiento, es la abdicación de la voluntad.
El Cuartel es la escuela del asesinato, donde se elabora la defensa del Capital por el Trabajo; donde se lleva a los trabajadores de ayer hacia los huelguistas diciendo: 'Disparen”.
El cuartel, cuando uno no sabe plegarse, es la antesala de Biribí. (en argot militar, las antiguas compañías disciplinarias del norte de África a donde destinaban a los soldados condenados, n. del t.).
El cuartel es toda la podredumbre, todas las taras, todas las vergüenzas, todos los crímenes.
¿Has pensado solo por un momento que podrías abdicar de tu personalidad hasta el punto de someterte al yugo del militarismo,? ¿Has pensado en aprender el oficio de asesino sin rebelarte?
Mi orgullo de madre se niega a creerte capaz de ese compromiso.
Antes que verte degradado, envilecido por la disciplina, rebajado a las faenas inmundas de un asesino, prefiero no volver a verte nunca más, hijo mío querido.
¡El mundo es grande! Y la posible miseria es preferible a la miseria moral que te esperaría allí, en ese cuartel donde los hombres encierran a los hombres para entrenarlos en obras de muerte.
Una madre. Para copia certificada. A. Mahé.
lunes, 22 de enero de 2024
Flagelaciones
Entre tantísimo artefacto smart (ciudad, casa, teléfono, televisión, coche, reloj, la propia inteligencia artificial...) el tonto más tonto voy a resultar yo.

El rey frisón Radbod, que iba a ser bautizado, renunció al bautismo cuando el obispo le dijo que sus antepasados no bautizados no estaban en el reino celestial.
Última hora: la inminente y preocupante enfermedad X, que aún no existe, puede erradicarse gracias a las vacunas que todavía se hallan en fase de experimento.
Si la mayoría de la gente se vacunase de la enfermedad X que aún no existe (preventive vaccination), acabaríamos con ella antes aun de que comenzara a existir.
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PREVENTIVE vaccine |
Visto en X, antes Tuíter: The following media includes potentially sensitive content: La humanidad de mal en peor: Sin ojos, sin oídos, sin boca y sin cojones.
Canción: La espada de aquel tirano, una, dos y tres, mirad que la tengo yo, una, dos y tres, aquí, hasta la empuñadura, una, dos y tres, clavada en el corazón.

Frente al sí, resí y requetesí, esgrimo el no, renó y requetenó. Por lo tanto no solo me declaramos negacionista, sino renegacionista y aun requetenegacionista.
domingo, 21 de enero de 2024
Crónicas pospandémicas (y III)
Los teóricos del globalismo, vamos a llamarlo así, ya dicen que los Estados son incapaces de resolver crisis globales como el cambio climático si no ceden en parte su soberanía a organizaciones internacionales no gubernamentales, porque hasta ahora los Estados daban respuesta, es un decir, a problemas locales, nacionales, pero, por esencia, no pueden dar respuesta, es un decir, a problemas globales o mundiales sin abandonar sus pretensiones soberanas o locales, como se vio en el caso de una epidemia que ya no se circunscribía a un ámbito territorial concreto, sino a todo el planeta.
Organizan cumbres masivas en las que firman acuerdos
internacionales que vinculan a los estados nacionales a ciertas
políticas, por el bien común del planeta y de la humanidad en general, por
lo que, después de la pandemia, el cambio climático ha sido
rebautizado como “crisis sanitaria” que puede provocar una
“crisis alimentaria”, una “crisis económica” y, en
definitiva, una “crisis política”.
El FMI, por ejemplo, nos dice que todos los países del mundo deberían gravar el carbono, y que la educación debería fomentar una cruzada contra el cambio climático. Por eso las élites no electas del planeta -si se me permite el juego de palabras etimológico entre élites y electos- no necesitan de un gobierno mundial efectivo y reconocido, sino un panel de expertos internacionales a sueldo que trabaje para salvar el mundo.
Ni siquiera tienen necesidad de dictar -verbo que nos trae a la memoria las oprobiosas dictaduras del siglo pasado- sino de recomendar, que es más suave y efectivo, porque interioriza la obligación haciéndola voluntaria- políticas gubernamentales en casi todos los ámbitos de la vida de todas las naciones del planeta.
Oficialmente, no existe dicho gobierno mundial ni el Estado Profundo, por lo que no debe rendir cuentas al electorado planetario. Por eso mismo no vamos a tener una moneda global única, ni falta que hace, sino docenas y docenas de monedas digitales intercambiables sin ningún problema, que favorecerán un sistema de pago y cobro armonioso que nunca pondrá en peligro la esencia del capitalismo.
No habrá un gobierno global, habrá paneles internacionales de “expertos imparciales”, designados por la ONU que harán “recomendaciones políticas”. La mayoría o todos los países del mundo seguirán la mayoría o todas las recomendaciones.
Los fact checkers o verificadores de datos, que son la versión moderna de los censores de antaño, nos dirán siempre que es mentira que “los paneles de expertos de la ONU no constituyen un gobierno global a la sombra porque no tienen poder legislativo ni ejecutivo ni judicial”. Dirán que es una teoría de la conspiración.
Su misión de lucha contra la desinformación es ocultar la verdad, como se ve, en la realidad. Mientras tanto, los estados nacionales podrán seguir alimentando la ilusión democrática de que se gobiernan a sí mismos, de que son soberanos y de que no hay ninguna supraestructura por encima de ellos, y sus ciudadanos la de que son sus votos los que eligen a sus gobernantes, promoviendo la alternancia en el poder de opciones políticas indiferentes que se pretenden contrapuestas. Algo, sin embargo, huele a podrido en el Estado Profundo, y no se puede ocultar la pestilencia de su hedor.