jueves, 6 de mayo de 2021

El Gran Reseteo (y II)

    El libro no es, como podía parecer a primera vista, una defensa del capitalismo neoliberal más o menos al uso, sino ¡del capitalismo de Estado! Y no del Estado-Nación, sino de un Estado supranacional. Defiende, en efecto, la estatalización global de la economía, por lo que ha calado muy hondo en países de tradición estatal fuerte como Francia o Alemania o en otros de tradición más débil pero con gobiernos de izquierdas, por así llamarlos, o socialdemócratas, como el español. Se predican cosas como la renta básica universal y la gobernanza mundial.


    En el libro se hace también una defensa del medio ambiente y de la ecología que agrada a muchos. La necesidad del volver a empezar se plantea por el agotamiento de los recursos del planeta. Hay que salvar el planeta que se ha vuelto inhabitable, de lo que se nos responsabiliza a todos y cada uno, y hay que proseguir en la conquista del espacio, buscando planetas más habitables, buscando vida más allá de la estratosfera.  Este discurso ecológico y estatista del libro agrada especialmente a los ecologistas. Defiende la lucha de los gobiernos contra el cambio climático, por ejemplo, responsabilizando a la ciudadanía, de forma que todos y cada uno nos sintamos culpables y responsables... Da argumentos a toda la clase política. Hay una oportunidad, hay que aprovecharla.

 
    Propugna también la tecnovigilancia y el control de la sociedad y la digitalización. El triunfo de la vigilancia y la imposición del estado policial restringen más aún si cabe nuestras por otro lado escasas y siempre maltrechas libertades. Predica en definitiva, lo que se está practicando en la mayoría del mundo desde que la OMS declaró la pandemia universal, que ha servido para pisar el acelerador hacia esa meta, convirtiendo los sistemas democráticos occidentales en dictaduras sanitarias igualmente democráticas impuestas con el señuelo de un Novus Ordo Seclorum, dicho a la antigua, o Nuevo Orden Mundial.
 

    La crisis sanitaria conlleva una crisis económica que consiste en realidad en una transferencia del dinero del pequeño comercio y de las pequeñas y medianas empresas hacia las grandes, de la microeconomía a la macroeconomía, acelerada con la tecnovigilancia y la digitalización.

    El libro, viene a justificar así, a posteriori, las medidas que están practicando la mayoría de los gobiernos del mundo desde que se declaró la pandemia. El Estado y las Grandes Empresas se alían para aplastar a las pequeñas y medianas empresas (restaurantes, artesanos, comercios...). La fortuna de las GAFAM se incrementa por el trasvase del capital de los pequeños a los grandes, que se convierten así en más poderosos de lo que eran, siendo capaces, por su parte, de restringir como están haciendo la libertad de expresión de sus usuarios más críticos con el proceso. La digitalización se ve como un progreso de la dominación del hombre por el hombre. Es una trasferencia de la riqueza. Los Estados refuerzan así su control sobre la economía.

    Las medidas adoptadas por los gobiernos no son incoherentes, cuando se lee el libro de Klaus Schwab se comprueba que tienen su lógica interna. El pez grande se come al chico. 

 

    En Europa la crisis sanitaria justifica la intervención de los Estados en todos los dominios. La crisis -la pandemia- ha producido tal trauma en la población que justifica cualquier medida que quieran implementar por descabellada que parezca. Al hacer que disminuyan las interacciones sociales de todo tipo, han creado un efecto túnel donde la única salida que se ve desde el arresto domiciliario es contemplar las plataformas audiovisuales en el sentido más amplio. La gente se vuelve más maleable y dócil a los dictados sanitarios.

    La ideología de los gobiernos resulta indiferente. No hay ideologías. Sólo obediencia a un proyecto que no admite crítica porque lo que se hace es por nuestro bien, por la salud de todos, hay que salvar vidas, y por el bien del planeta, que también hay que salvar. 

    El espíritu crítico es calificado enseguida de conspiracionista, cuando la conspiración no está en la denuncia, sino cuando alguien denuncia el reseteo que se está llevando a cabo. Se ha demostrado que nuestros gobiernos no son de derechas ni de izquierdas (ni por supuesto de centro): son de arriba, de arriba de donde no puede venirnos nada bueno a los de abajo.

miércoles, 5 de mayo de 2021

El Gran Reseteo (I)

    He estado leyendo un libro vomitivo como él solo que se llama "The Great Reset" (El Gran Reinicio) escrito por Klaus Schwab, fundador del Foro Económico Mundial, también llamado Foro de Davos. El señor Schwab se codea con todos los jefes de Estado y los grandes de la economía de este mundo. Es el libro de cabecera o la hoja de ruta, como dicen ellos, de nuestros gobernantes.

    Me llama la atención, lo primero de todo, el título, tomado de la informática. Hagamos su análisis. Comencemos por el sustantivo “Reset”. Puede adaptarse el anglicismo como “reseteo” o traducirse por “reinicialización” o “reinicio”, mucho más sencillo por economía de sílabas, es decir, “vuelta al comienzo”. La docta Academia define reiniciar como “Cargar de nuevo el sistema operativo en una computadora u otro dispositivo electrónico”. Pero, al parecer, no es lo mismo reiniciar que resetear, que la Academia no acepta todavía. Reiniciar es apagar simplemente, pero resetear es en algunos dispositivos sinónimo de borrar o formatear de nuevo.

Klaus Schwab

    En el mundo de los teléfonos móviles, resetear (“hard reset”) es una función que borra todo lo almacenado dejando el teléfono casi nuevo como de fábrica. Resetear un ordenador o terminal móvil no es otra cosa que reiniciar el equipo, pero hay dos formas de hacerlo. Las dos formas se denominan por su nombre en inglés como Soft Reset o simplemente Reset (reset suave o mero reinicio) y Hard Reset (reset duro o reinstalación). La función principal es limpiar el sistema ante cualquier tipo de error que esté impidiendo su buen funcionamiento.

    Cuando el dispositivo ha sufrido una intrusión, la acción más sencilla para poner coto al problema pasa por resetear el móvil restaurando los valores iniciales y poder así volver al estado primigenio del teléfono. Para ello, se recomienda realizar previamente una copia de seguridad en la nube para poder contar con la configuración anterior a la hora de volver a disfrutar del aparato.

 

    No es exactamente lo mismo resetear que reiniciar, hablando de güindous, el sistema que ideó el multimillonario filántropo, como le llaman servilmente algunos, pero ambas cosas sirven para que funcione mejor. Los viruses siempre están presentes en todos los equipos tecnológicos e informáticos. ¿No suena esto? ¿No sucede lo mismo dentro de nuestro organismo, donde hay también viruses contagiosos?

    Vayamos ahora al adjetivo: “gran”, apócope de grande. El título podría haber sido simplemente “The Reset”, sin adjetivo calificativo, pero el uso de “Great”, ya nos indica que es algo mucho más importante que el mero reseteo, da igual duro que suave en este caso, de un cacharro informático de estos. Se trata del Sistema Operativo del mundo entero.  

martes, 4 de mayo de 2021

¿Es lo mismo vacunar que inmunizar?

    Un titular de un periódico cualquiera de provincias reza así: “Administradas 69.545 vacunas con las que se ha inmunizado al 8,1% de la población”. Al margen del dato numérico, que no nos interesa, hay que reparar en que para no decir “...vacunas con las que se ha vacunado...”, que resultaría redundante, el periodista ha buscado un sinónimo de “vacunar” y ha encontrado “inmunizar”, y lo ha empleado sin mayor problema para evitar la tautología. Hasta aquí nada que no se les enseñe a los estudiantes de periodismo en primero de carrera y que no venga en el manual de estilo de cualquier diario que se precie.

    Cabe preguntarse, sin embargo, a propósito de esto en concreto, si “inmunizar” es sinónimo de “vacunar”, y, más en general, si en verdad hay sinónimos en la lengua, es decir, dos o más palabras formalmente distintas que tengan un mismo y unívoco significado. 

    Sospecho que ya el propio término “sinonimia” es engañoso, y que en verdad no hay sinónimos en la lengua, porque nunca se da una igualdad exacta de valores entre dos unidades léxicas que pueden aludir a una misma realidad. Siempre hay factores de diferencia social y educación, de registro, jerga o moda en la preferencia por el empleo de un término o de otros, con lo que cambia el significado. 


   Vengamos al caso que nos ocupa: Preguntémonos si “inmunizado” es en verdad sinónimo de “vacunado”. Resulta que, por mucho que se empeñen los partidarios de las vacunas, no es lo mismo. El término “vacunar” prodece del latín “uacca” que es el nombre de la “vaca”, que Pasteur acuñó como homenaje a Edward Jenner, el médico rural del siglo XVIII que descubrió que las ordeñadoras de vacas tenían en sus manos pequeñas ampollas de viruela bovina, pero que no padecían la letal viruela humana que causaba estragos en Europa, de lo que dedujo que inocular un virus leve como la viruela bovina en una persona podría protegerla de una variante más mortífera. Al parecer inoculó a través de una inyección la viruela bovina de una ordeñadora al hijo de su jardinero, un niño de ocho años llamado James Phipps. Cuando este se recuperó de los síntomas de la viruela bovina, 48 días más tarde, el doctor Jenner le inyectó la viruela humana, ante la cual no mostró ningún síntoma. 

   Inmunizar es etimológicamente hacer inmune, e inmune quiere decir que no puede ser atacado por ciertas enfermedades, porque está fortificado como si estuviera protegido por una armadura o por un caparazón y fuera invulnerable. Según el diccionario de la docta Academia: "Estado de resistencia, natural o adquirida, que poseen ciertos individuos o especies frente a determinadas acciones patógenas de microorganismos o sustancias extrañas." Se habla, asimismo, de inmunidad parlamentaria, que es la prerrogativa de los diputados y senadores, que los libra de ser procesados y juzgados sin la autorización de la cámara a la que pertenecen, y de inmunidad diplomática, de la que gozan los representantes diplomáticos acreditados de un país en otro. Y vacunar es inocular una vacuna, es decir, un preparado de antígenos que, aplicado a un organismo, provoca en él una respuesta de defensa. La imprecisión de la realidad se traduce en la de sus significados.

Propaganda de la Liga Contra la Vacunación (1884)

     Si, al hilo de las noticias sobre la inoculación del tratamiento preventivo del virus coronado (capciosamente llamado "vacuna") que se está aplicando a toda velocidad en este y otros países a toda la población, buscamos otra motivación, además de la estilística de evitar la redundancia, encontramos que no hay una razón científica de peso para considerar inmunizados a los voluntarios que han recibido dicho tratamiento cuando las propias industrias farmacéuticas que lo han elaborado reconocen que sus sueros no impiden contraer el virus ni, una vez contraído, contagiarlo, sino simplemente aligerar sus síntomas durante un período de unos pocos meses, por lo que ya advierten de la necesidad de repetir el proceso de inoculación, como sucedía con la gripe cada cierto período de tiempo. 

Propaganda de la Sociedad Anti-vacunación (1879)

    El producto, vamos a llamarlo así, no es una vacuna. Una vacuna, por definición, proporciona una respuesta defensiva contra una enfermedad. En este sentido podría decirse que "vacuna" es un hipónimo de "inmunidad", que sería su hiperónimo. Este producto que nos venden como "vacuna" no proporciona inmunidad, pese al uso torticero que han hecho de la sinonimia. En el mejor de los casos simplemente reduce la severidad del contagio. Se trata por lo tanto de un tratamiento médico y no de una vacuna. Lo cual nos lleva a plantearnos la cuestión de si tiene algún sentido tomar un tratamiento médico, o, mejor dicho, farmacéutico para una enfermedad que no se tiene, y querer aplicárselo a la población sana.

lunes, 3 de mayo de 2021

Un silencio que dice mucho

    Hasta una etiqueta en tuíter han sacado con su almohadilla correspondiente y todo: #ViajaCalladoEvitaContagios. El metro de Panamá ordena silencio a sus usuarios y saca eslóganes que deberían darles vergüenza como : “No hablar durante tu viaje es cuidar la salud de todos” o “Tu silencio dice mucho”. Un mimo con la cara pintada de blanco a lo Marcel Marceau nos tapa la boca con la mano a modo de mascarilla o nos hace el gesto de callarnos con el dedo índice en los labios y nos invita a que nos callemos o a expresarnos con gestos mudos en lenguaje para sordos.


     Está claro que las autoridades que velan por nuestra salud no quieren que hablemos porque hablando se entiende la gente y no quieren tampoco que entendamos lo que está pasando. Claro que ellas van a justificarlo de otro modo. No quieren que nos desentendamos del virus, que nos despreocupemos y por eso nos amordazan y nos dicen que nos callemos. Eso sí, podemos enviar todos los tuites que queramos con nuestros dispositivos telemáticos en modo silencio, que para eso están. Imponen así la escritura en detrimento de la lengua hablada y de la comunicación de viva voz entre la gente.

    Hay algo en este empeño autoritario de imponer el silencio que no se entiende muy bien: si nos obligan a ponernos la mascarilla para evitar el contagio del virus coronado, ¿por qué no basta y sobra con eso en los transportes públicos? ¿por qué además insisten en que no digamos ni pío? ¿Pretenden acaso taparnos literalmente la nariz y la boca y que nos asfixiemos sin poder comunicarnos y revelar a nuestros compañeros de viaje, por ejemplo, este modesto descubrimiento que hacemos aquí, que no deja de ser una perogrullada, de que no sólo hablar, cantar y gritar, como ellos dicen, sino también simplemente respirar con el bozal es contagioso y mortal de necesidad?

 

    Si no hablamos entre nosotros, en efecto, no podemos decirnos cosas como que no hay ninguna pandemia, que si nos hemos enterado de que la había fue por los mass media, medios cuyos fines son la manipulación, el adoctrinamiento y conformismo de las masas a través de la propaganda de agitación y de difusión del pánico.

    Pero en algo tienen razón y vamos a dársela: el virus se propaga hablando de él. Así lo han propalado ellos. Así lo hemos esparcido y ciscado nosotros haciéndonos eco de sus noticias y consignas. Lo han hecho viral. Lo hemos viralizado entre todos. Ahora tienen que prohibir también hablar, cantar y gritar no por nada, no porque sea una imposición autoritaria y dictatorial que se justifica con una falsa razón sanitaria, sino porque hablando podríamos argumentar contra la invención del virus y contra las razones que lo avalan. Ellos no lo dicen así, nos dicen que no hablemos porque si guardamos silencio, un silencio que dice mucho de nosotros, evitamos "la emisión de partículas en el aire(sic)". Ese silencio es el silencio resignado de los corderos en el matadero, el silencio sepulcral del cementerio. 

 

    Lo dicen los científicos y los expertos. Hay que evitar la emisión de aerosoles y de gotículas mortales... Así que a callar se ha dicho. Ya procuran además que no nos sentemos juntos, sino que guardemos las debidas distancias con el prójimo -el próximo, cada vez más lejano. Así que nada de comentar con el vecino de al lado esto mismo: que el virus existe porque hablamos de él, que si dejamos de hablar de él, deja de ser operativo y se hace inviable. Que el mejor antivirus es dejar de creer en él. Mejor que cualquier vacuna habida y por haber es la pérdida de la fe que lo sustenta y aferra a nuestras células. 

    Pero ese silencio que quieren imponernos en el transporte público, hay que exigírselo lo primero de todo a las propias autoridades, que se han apropiado de todos los argumentos científicos de autoridad, y a los propios medios a su servicio, que son los que han aireado el virus coronado a través de las perniciosas ondas audiovisuales. Que prediquen con el ejemplo y tiendan un tupido velo de silencio. Amén.

domingo, 2 de mayo de 2021

"¡Pero si no tengo ningún síntoma!"

    Se ha generalizado la opinión, creada quizá deliberada- e interesadamente, de que la infección detectada por la prueba de reacción en cadena de la polimerasa con transcripción reversa (en adelante RT-PCR en la lengua del Imperio; en la nuestra sus siglas serían a la inversa RCP-TR), es decir el resultado positivo, y la enfermedad o síndrome del virus coronado son una y la misma cosa. 

    Según esa opinión "infectado" quiere decir que uno está enfermo aunque no lo parezca, y que sus viruses pueden ser contagiosos. Puede que no tenga síntomas aparatosos o que si los tiene sean tan leves que le pasen desapercibidos al propio paciente o al observador externo.

 


    Verificadores de datos independientes y divulgadores científicos han llegado a constatar que muchos de estos sujetos que se declaran asintomáticos mienten a veces cuando dicen que no son capaces de recordar síntomas. Es verdad que  la desmemoria o amnesia podría ser uno más de los muchos y variados síntomas de la enfermedad. Pero si se hace una investigación rigurosa preguntándoles detalles y sometiéndoles a un interrogatorio concienzudo, muchos acaban recordando algún momento en que se sintieron, como suelen decir para quitarle hierro al asunto, "algo pachuchos". Es decir, acaban confesando que en realidad no eran tan asintomáticos como creían, sino que tenían una sintomatología muy liviana, pero no por ello hay que concluir que menos contagiosa y maligna que otras formas severas de la enfermedad.

    La técnica RT-PCR era aplicada, antes de la pandemia, en criminalística. Mediante ella se puede condenar a alguien utilizando como prueba alguna muestra de su ADN hallada en el lugar de autos. Dicha técnica también se usaba en la determinación de pruebas de paternidad. Como hemos visto en alguna película de televisión o leído en algún periódico, gracias a un pequeño resto que puede ser una minúscula gotícula de sangre, un trozo de una uña o un pelo se puede determinar quién es su propietario. 

    Esta técnica nunca hasta ahora se había usado para diagnosticar una enfermedad infecciosa, pero hay que agradecer que merced al avance de la ciencia se haga ahora y sirva para detectar huellas y rastros de posibles agentes homicidas contagiosos que ignoran consciente- o inconscientemente que lo son. La noción de "estar malo o enfermo" ya no se sostiene a la luz de los avances científicos actuales: una persona sana, como dijo el doctor Knock, es un enfermo que se ignora. 

    Además, que una persona no tenga síntomas en el presente no significa que no pueda desarrollarlos en un futuro más o menos inmediato y contribuir significativamente a la propagación de la pandemia universal que nos invade, por lo que las pruebas y el aislamiento preventivo de cualquier sospechoso son aún más importantes que el aire que respiramos para controlar los brotes y rebrotes. De aquí surge el no menos exitoso concepto de presintomático, que explica el caso de quien es asintomático por ahora abocado a desarrollar los síntomas con el paso del tiempo.

Hurgando en la nariz
 
     No tener síntomas o tenerlos levísimos, en realidad, se convierte en uno de los síntomas más significativos de la enfermedad contagiosa. De hecho es el síntoma más importante y estadísticamente más frecuente de resultas de las pruebas de laboratorio realizadas. En lógica parece una pura contradicción. Pero el concepto de infección asintomática ha servido para considerarnos a todos enfermos en potencia, y, como tales, poder ponernos en tratamientos y cuarentenas, y someternos a procesos de vacunación periódica, potenciales criminales contagiadores del virus maligno que somos a nuestro pesar. 

    Se impone también la consideración del prójimo -el próximo- como un potencial portador del agente patógeno desestabilizador. Uno mismo puede ser ese prójimo, por lo que nosotros mismos somos nuestro peor enemigo y nuestro enemigo interior el más difícil de desenmascarar.

    Este axioma, presentado como dogma de fe por virólogos y estudios científicos revisados por pares y publicados en las revistas científicas más prestigiosas, entronca, parece mentira pero no lo es, con la vieja creencia religiosa de que una persona puede ser víctima de una posesión diabólica y estar endemoniada, o simplemente poseída, porque un espíritu maligno ha tomado el control de su cuerpo, y no saberlo.  Se puede decir que este virus de todos los demonios, como lo definió una vez alguien, es la reencarnación laica o atea de Satanás. Los signos exteriores o síntomas de la posesión son difíciles de ver y determinar a veces, y muy variados.

    En la Edad Media y en los inicios de la Edad Moderna hay documentados casos de supuestos endemoniados que fueron objeto de exorcismos. No sólo las brujas, sino también los animales eran víctimas de posesión diabólica. Cientos de gatos, cabras, y otros seres animados domésticos y salvajes fueron sacrificados debido a la creencia de que encarnaban espíritus diabólicos o estaban poseídos por un demonio. De hecho, nuestras mascotas tampoco se libran ahora de padecer el virus coronado, según dicen los expertos.

    Los exorcistas y estudiosos del tema creían que los endemoniados presentaban siempre algunos síntomas determinados, marcas en la piel, ojos en blanco, hablaban lenguas desconocidas, a veces incluso lenguas muertas como el latín o el arameo, padecían convulsiones, respiración agónica y tenían reacciones adversas imprevisibles. A ninguno de aquellos exorcistas se le había ocurrido que pudiera haber algún poseso sin síntomas de posesión, pero ya se sabe que al Maligno le gusta pasar desapercibido y que quizá su mayor éxito radique precisamente en convencernos de que no existe a fin de que no creamos en él y lo neguemos.

    Pero la moderna virología, que ha pasado a ocupar el lugar de la vieja demonología y la ha desbancado, ha hecho el mayor descubrimiento científico de todos los siglos: hay posesos asintomáticos. Nuestros virólogos, que reconocen un numerosísimo elenco de síntomas que a veces resultan difíciles de catalogar, destacan este que, sin duda ninguna, es el más importante de todos ellos y por eso mismo el más difícil de desenmascarar y el más preocupante de todos: la ausencia de síntomas. Buñuel en estado puro de genial surrealismo.

sábado, 1 de mayo de 2021

En el día del trabajo

    En las calendas de mayo los sindicatos prosistémicos  y subvencionados por el binomio Estado/Capital del Régimen celebran, meras gestorías laborales que son, la fiesta que llaman del trabajo, como si esto del trabajo fuera algo bueno, algo que hubiera que festejar saliendo a las calles a reclamar incremento salarial, menos paro y mejores condiciones laborales, pero nunca el fin de la explotación laboral misma y del trabajo asalariado, nuestra moderna esclavitud. 

    
    La palabra “trabajo” procede, como se sabe, del latín “tripalium”, nombre de un instrumento de tortura,  consistente en tres palos o estacas cruzadas, a las que se sujetaba la víctima del suplicio: de ahí proceden también “travail”, en francés, “trabalho” en portugués y “treball” en catalán, pero también en inglés, vía normanda, “travel”, tal vez por la fatiga que conllevan los viajes organizados y el descubrimiento de que ya no existe el viaje propiamente dicho, sino el turismo de masas, y que el viajero de verdad, a diferencia del moderno turista, es el que no sabe a dónde va.
 
    Trabajar, en la lengua de Cervantes, significa en primer lugar “sufrir, padecer,  esforzarse por conseguir algo”,  de donde más tarde derivaría su significado actual de “laborar, obrar, hacer algo a cambio de un salario, actividad remunerada”. 


Pintada etimológicamente didáctica, que ha sido borrada, en el muro de un colegio.

    Ese primer significado, lo hallamos en plural en el título del Persiles cervantino: Los trabajos de Persiles y Sigismunda, o también cuando hablamos de los doce trabajos de Hércules, aunque el Diccionario de la Academia lo ha relegado a su novena acepción:  «Penalidad, molestia, tormento o suceso infeliz». 

    Había en latín también otra palabra “labor”, que es la que ha conservado el italiano “lavoro”,  de donde salió el “laburo” argentino, y el cultismo castellano, la labor. De ahí procede el verbo “laborare” y de él nuestro cultismo “laborar” (como en aquella divisa de ora et labora -reza y trabaja-, de san Benito y sus monjes benedictinos) y la palabra patrimonial “labrar”, que se especializó en el trabajo agrícola de la labranza.



    Sucede que el trabajo en su origen era ‘sufrimiento’. Y es que desde que abrimos la Biblia por el Génesis sabemos que, lejos de ser una bendición, como pontificó un papa, el trabajo era un castigo divino, una maldición bíblica. Dios, con la expulsión del paraíso, condena a nuestros primeros padres, a Eva a parir con dolor y a Adán a ganar el pan -la vida, que no es un don gratuito- con el sudor de su frente. 

    Resulta también significativa por lo sarcástica que es a este respecto la inscripción que figuraba a la entrada de los campos de exterminio nazis Arbeit macht frei: el trabajo libera. Pero ¿qué o quién nos libera del trabajo? No parece que la tecnología vaya a hacerlo. En todo caso, ¿quién nos libera de la tecnología?

 

    ¡Y cuánta razón tenían los ludditas, que destruían las máquinas, siguiendo el ejemplo del joven Ned Ludd,  que rompió el telar del taller de confección a martillazos!
 
    Y cuantísima razón el entrañable Quino que ante la constatación, manda güebos, de que había que trabajar para ganarse la vida se preguntaba: "¿Pero por qué esa vida que uno se gana tiene que desperdiciarla en trabajar para ganarse la vida?".  

    No estaría mal que un día como hoy se hiciera un profundo silencio, un silencio de verdad en el que dejaran de oírse las vuvuzelas sindicales en los mítines y procesiones al efecto y los cacareados gritos de "¡viva la clase obrera!" que nos ensordecen. Si un grito debiera oírse hoy, primero de mayo, en conmemoración de los mártires anarquistas de Chicago de 1886, sería este otro: "¡Muera el trabajo asalariado! ¡Abajo el trabajo!", y esta oportuna canción de Chicho Sánchez Ferlosio, por ejemplo, que viene más a cuento que nunca: "Hoy no me levanto yo".


viernes, 30 de abril de 2021

IN PRINCIPIO ERAT VERBVM

    En el principio era el verbo (ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ λόγος), esto es, la palabra, así empieza el Evangelio de Juan. Hoy tendríamos que decir, más bien, que eso sería en el principio de los tiempos, porque ahora lo que queda de aquello, no es el λόγος, el uerbum, la palabra, sino sólo imagen: la imagen es lo único que cuenta en la actualidad. Si “in principio erat uerbum” hoy estamos bajo la dictadura de la imagen: nunc est imago.

    La máquina expendedora de imágenes, la televisión, operativa desde 1956 en las Españas, es la primera escuela del niño, la auténtica παιδεíα, paideia, enciclopedia o educación. La educación audiovisual, es un poderoso medio que desarrolla la capacidad de ver en detrimento de la de entender y razonar. Decir que es un instrumento de comunicación es minimizar su importancia propedéutica y pedagógica. Decir que hay mucha telebasura es ocultar que la televisión, toda ella sin excepción, es basura. Al niño se le enchufa en casa desde muy temprano,  horas y horas, lo que explica que la tierna criatura amamantada por la televisión sea después un adulto infantilizado que sólo responderá a estímulos audiovisuales. Cuando vaya a la escuela primaria y después al instituto descubrirá que en el aula también, como en su casa, no faltan los medios audiovisuales. 
 
    Cuando se habla aquí de televisión, se hace en sentido amplio, no hace falta decirlo,  y se incluye también Internet, que, desde la primera conexión que se realizó en España a la Red de Redes en 1990, ha crecido y sigue creciendo imparablemente, y hoy es la mayor máquina de producción de imágenes y vídeos, incorporada en seguida por el Ministerio de Educación y Ciencia como instrumento fundamental de educación y aprendizaje en escuelas, institutos y universidades.

    No viene mal recordar la etimología de la palabra “infancia”: está compuesta de la negación in- “no” y de la raíz verbal fa-ri “hablar”. Su correlato griego sería: afasia, incapacidad de hablar debida a una lesión cerebral, con la negación griega incorporada a- y la misma raíz indoeuropea *bhā-, por lo que la infancia sería la etapa en la que el ser humano no habla y por lo tanto no razona todavía porque no hace uso de la maquinaria del lenguaje. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que esta etapa cada vez se alarga más: cuanto más aumenta la edad media de la población y esta envejece más, más se infantiliza, más perdura en ella una eterna niñez y adolescencias que no acaban nunca.



    Se impone la infantilización: la impulsividad, la falta de reflexión. Se rinde culto a las imágenes, que se han convertido en sagradas. Las imágenes son veneradas como íconos. De hecho, es significativo el uso moderno de la palabra ícono (representación religiosa de pincel o relieve, usada en las Iglesias cristianas orientales) como sinónimo de imagen. Recuerdo a una abuela, que analfabeta como era, cuando veía un libro con muchas imágenes decía con más razón de lo que parecía que tenía muchos "santos". 

    Han adquirido más valor que las palabras, como advertía el viejo adagio: una imagen vale más que mil palabras, lo que explica su preponderancia pornográfica. No es que el homo sapiens, producto de la cultura escrita, esté en proceso de ser desplazado por el homo videns, producto de la imagen, como advertía Giovanni Sartori en su libro Homo videns, la sociedad teledirigida, sino que ya se ha consumado ese hecho: no hay homo sapiens sino homo videns, esos animales fabricados por la televisión y por las micropantallas cuya mente no razona porque se lo impiden las ideas,  imágenes o visiones de la realidad,  pero no la realidad misma, proyectadas en la pared de la caverna platónica. 
 
     Decía Susan Sontag (1933-2004): “Life is a movie; death is a photograph.” La vida es una película; la muerte es una fotografía. Fotografíar a alguien, según ese aforismo, sería asesinarlo; hacerse un selfie o una selfie, como quiera decirse, un suicidio. Y no es exageración. Añadía Susan Sontag: All photographs are memento mori. To take a photograph is to participate in another person’s (or thing’s) mortality, vulnerability, mutability. Precisely by slicing out this moment and freezing it, all photographs testify to time’s relentless melt.”  Todas las fotografías son un memento mori. Tomar una foto es participar en la variabilidad, vulnerabilidad y mortalidad de otra persona (o cosa). Precisamente, al recortar este momento y congelarlo, todas las fotografías son testimonio de la disolución implacable del tiempo. ("Sobre la fotografía").

    La preocupación por quién controla los medios de comunicación, si son públicos o privados, y en este último caso, qué grupos o empresas hay detrás no nos deja ver el problema que plantea el propio medio audiovisual, lo controle quien lo controle, que es algo que resulta indiferente al fin y a la postre. El problema consiste en que el hecho de ver prevalece sobre el hecho de oír hablar: la voz es secundaria, está en función de la imagen que comenta. Lo que no sale por la televisión no existe. Non uidi, ergo non est: no lo he visto, luego no existe.



    Fruto de esa infantilización de los adultos, la juventud se ha convertido en un valor en alza, a la vez que se desprecian las canas: por eso mucha gente mayor se tiñe el cabello, para aparentar que es más joven de lo que es, o se hace implantes capilares y recurren a la cirugía estética para parecer que tiene menos años de los que tienen. Los jóvenes no quieren parecerse a los viejos, sino que son los viejos los que imitan a los jóvenes en pos de la eterna juventud. La madurez, que es el conocimiento que nos han proporcionado no tanto los años como los desengaños a lo largo de la vida, no se considera una virtud, sino una rémora, un lastre del que hay que desembarazarse a toda costa para parecer lo que ya no se es, para maquillar nuestra imagen, por lo que la inmadurez se considera normal en un adulto. Qué pena.

jueves, 29 de abril de 2021

Un código QR en el cielo de Changái

    El código QR (Quick Response en la lengua del Imperio, de Respuesta Rápida en la nuestra) es una evolución bidimensional cuadrada del código de barras lineal que ya conocíamos en los productos de consumo, y que almacena datos codificados. El código QR es algo que, poco acostumbrados como estábamos, cada vez estamos empezando a ver más en España.
 
 
    Recuerdo la primera vez que vi uno en un restaurante. Al pedir la carta, me dijeron que escaneara el susodicho código, al que había que acceder a través del móvil y del programa correspondiente que lo leía. El camarero justificó con la mejor de sus sonrisas la ausencia de carta de menú por razones sanitarias. La típica cartulina manoseada por los clientes ya no estaba disponible porque podía ser un nido de viruses y contagiar el peor de todos ellos, el coronavirus o virus coronado, que estaba causando estragos, que había contagiado a una de cada cien personas en el mundo, y de ese uno por ciento de los que lo habían contraído estaba matando a uno de cada centenar, aunque se nos hizo creer a todos desde el primer momento que lo habíamos todos contraído ya sea en acto o en potencia aristotélica, y que por lo tanto íbamos a morir más tarde o más temprano de COVI o con COVI. 
 
 
 
    La inclusión de software que lee códigos QR en teléfonos móviles le permite al usuario que utiliza la aplicación (y que al mismo tiempo es utilizado, en voz pasiva, por ella) la comodidad de no introducir datos (números y letras) de forma manual en el teléfono, cosa que para las personas de edad avanzada es algo farragoso y engorroso por la falta de práctica y torpeza de nuestros dedos y por los problemas de visión, que con la presbicia, que en griego quería decir "vejez", vamos adquiriendo. 

    Cuando era pequeño y yo tenía una vista de lince me dijeron que ya vería lo que entonces no acertaba a ver algún día (“ya lo verás, ya lo verás... cuando seas mayor"), y lo que veo ahora, cuando ya soy eso que llaman una persona mayor, es que no veo nada sin gafas y veo muy poco con ellas. 
 
     Las direcciones y los URL (Uniform Resource Locators en la lengua del Imperio, o localizadores de respuesta uniforme en la nuestra) incrustados en códigos QR se están volviendo cada vez más comunes en revistas, anuncios publicitarios,  y hasta en tarjetas de presentación y de visita. Se están, pues, haciendo moneda de uso corriente gracias a que permiten simplificar en gran medida la tarea de introducir detalles individuales en la agenda o lista de contactos de un teléfono móvil. Ahí radica su éxito.


Chagái (China)

    Pero lo último sobre estos códigos que he oído es que en el Extremo Oriente, en el cielo nocturno de Changái se ha visto recientemente un código QR gigante, el más grande formado en el mundo hasta la fecha que pasará a engrosar el libro de los records que se le ocurrió escribir al ejecutivo de la cervecería irlandesa Guinness, formado con mil quinientos drones luminosos que sobrevolaron por la noche la gran ciudad china. Formaban así la bandera de la nueva religión tecnocrática, para que la gente pueda, apuntando con sus aparatos supuestamente inteligentes, o dotados al menos, digamos, de una inteligencia artificial, ya que no natural, descargarse juegos de vídeo que entretengan su lento, sumiso y pausado caminar hacia la muerte.


    Al parecer la China comunista/capitalista es uno de los países del mundo donde más se utilizan estos códigos de barras bidimensionales. Al escanearlos con los móviles, llevan a los usuarios a la página de descarga para que instalen el producto correspondiente, lo que no deja de ser una interesante muestra publicitaria de mercadotecnia para pescar incautos muy efectiva.

miércoles, 28 de abril de 2021

Por arte de magia

    Érase una vez un beduino que se encontró una lámpara maravillosa enterrada en la arena de una playa, la frotó y se le apareció un genio que, en agradecimiento por haber sido liberado de su cautiverio, le dijo:

    -Pídeme un deseo, y te lo concederé.


     -Quiero ser feliz, -dijo el beduino.

   -Bueno -replicó el genio- ese es un deseo muy abstracto que no está en mi mano concedérterlo, ya lo siento. Tienes que pedirme algo mucho más concreto.

    -Está bien -dijo el beduino y añadió, después de reflexionar un rato. -Voy a pedirte algo más concreto: Quiero que desparezca lo que me impide ser feliz. -Añadió satisfecho de haber acertado a formular lo que quería.

    -Está bien -accedió el genio agitando su varita mágica. –Eso sí puedo concedértelo. Si así lo quieres, así será.

    -Así lo deseo.

    -¡Pues sea, tú lo has querido!

    Y en ese mismo momento desapareció el beduino por el arte de la magia de la varita del genio de la lámpara.

martes, 27 de abril de 2021

La vacuna va que chuta

    Corre por la Red Informática Universal un vídeo de agitprop (vulgo, “agitación y propaganda” o “propaganda de agitación”, si se prefiere) del Ministerio de Sanidad del Gobierno de las Españas que presenta a un anciano jubileta, un tal Juan Contreras, que dice querer vacunarse para poder abrazar a sus nietos. 
    El hombre, enmascarado, se quita para hablar la mascarilla quirúrgica, que retira de nuestra vista, no faltaba más, porque va a decirnos algo importante. ¿Qué nos dice este hombre y a través de él, el Gobierno nacional? 
    Lo primero que hace es una apelación a nuestros sentimientos: Que echa mucho de menos a sus nietos y a Manuel el primero, el más chiquitín. Te abraza, te dice: eres el mejor abuelo... ¡del mundo... abuelo!  El diminutivo "chiquitín", aplicado al nene que abraza al abuelo y le regala el oído,  nos llena de ternura enseguida por el raudal de cariño que transmite. Pero me pregunto yo: ¿Quién o qué le impide a Juan Contreras abrazar a sus nietos y a Manuel el primero? ¿El virus coronado, las Instancias Superiores de su alma y de la residencia de ancianos, o ambas cosas a la vez? 
 

        Acto seguido, el jubileta da el salto de lo emotivo a lo pseudointelectual, y nos suelta a bote pronto para convencernos sin que venga a cuento: Las vacunas nos protegen de muchas cosas. Nadie se muere de polio ya, ni de la viruela. Se hace eco así de la narrativa oficial del discurso dominante de que las vacunas han salvado vidas, y de que lo que van a suministrarnos va a salvar la nuestra y la de todos también... 
    El problema viene con que el abuelete chochea un poco ya y está comparando viejas vacunas experimentadas como las de la polio y la viruela, con "lo que van a suministrarnos": las inoculaciones transgénicas de la Covid19, que aún están en fase de experimentación en los voluntarios que chantajeados o convencidos de las bondades de la ciencia se prestan a ello,  y aún no están aprobadas, que se sepa si alguien no lo sabe, sino sólo autorizadas provisionalmente, y que, además, en sentido estricto no deberían llamarse ni siquiera “vacunas”, porque se trata más bien de tratamientos médicos preventivos experimentales de carácter genético. 
    A continuación nos suelta, con una confianza ciega que raya en fe de carbonero a prueba de bombas, convencido como está, que para eso le pagan: La vacuna es lo que nos va a ayudar a que esto a ver si de verdad una vez se va por ahí. En cuanto me llamen me pongo la vacuna, y es lo que teníamos que hacer todo el mundo. Y concluye con un ambiguo: Yo me vacuno seguro. (Lo que es seguro es que tiene la intención de vacunarse. Otra cosa es que vaya a hacerlo con alguna garantía de seguridad). 
 
"Vacunódromo", exitoso neologismo. Haciendo cola, con mascarilla y distancia de seguridad para chutarse.

    No puedo dejar de relacionar este anuncio que acabo de ver por primera vez en un foro de interné con la información que me llega por otro lado del gobierno belga, que transmite este mensaje oficial en francés a sus súbditos francófonos: Cuando usted reciba una invitación para vacunarse, acepte la cita inmediatamente. Esta invitación es un tique no solo para su libertad, sino también para la libertad de todos nosotros. Nótese la curiosa expresión “tique -del inglés ticket- de libertad”: la invitación es el vale canjeable por la libertad. 
    La vacuna salvífica va a liberarnos en un futuro más o menos lejano o inmediato de esta dictadura higienista sanitaria en que nos han sumido nuestros gobiernos amparados por la Organización Mundial de la Salud entre otras Organizaciones No Gubernamentales.
 
     Pero más lejos ha ido todavía nuestro Presidente del Gobierno, de las Españas don Pedro Sánchez, Doctor en Economía, al calor de un mitin en plena campaña electoral madrileña, soltando la siguiente ecuación, que es una perla: Libertad hoy es vacunar, vacunar y vacunar. Nos proporcionaba así la definición seguramente más original por lo estrambótica y rocambolesca que haya dado nunca alguien de libertad, repitiendo hasta tres veces la palabra “vacunar”, como si quisiera inocularnos de ese modo el sacrosanto suero en tres dosis sucesivas.
     Sólo nos falta ya que Su Santidad el Papa bendiga la inoculación y diga como vicario de Cristo que es, si no lo ha hecho ya, que la vacuna es la hostia consagrada que va a redimirnos con la que todos debemos comulgar para salvarnos y alcanzar la gloria bendita de la vida eterna y del Cielo aquí en la Tierra.