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lunes, 22 de septiembre de 2025

Electrodoméstica televisión

    Quizá merezca la pena volver a ver (o ver por primera vez si no se ha visto antes) El televisor (trastorno obsesivo-compulsivo), una de aquellas terroríficas Historias para no dormir que vi y me impresionó cuando tenía quince años, un terror en este caso que no es de índole sobrenatural, sino que emana de la naturaleza del 'inofensivo' electrodoméstico del título, un mediometraje rodado para la pequeña pantalla que digiera en 1974 Narciso Ibáñez Serrrador.
 
    Enrique, interpretado magistralmente por Narciso Ibáñez Menta, es un hombre gris y rutinario, un españolito medio de la época que se mata a trabajar revisando cuentas en un banco de ocho de la mañana a doce de la noche para brindarles lo mejor a su mujer, Susana, una conmovedora María Fernanda D'Ocón, y a sus hijos.
 
    Su vida cambia radicalmente cuando hace realidad su sueño de adquirir un televisor de veinticuatro pulgadas a todo color que instala en el salón de su pisito colmenero. A partir de ese momento, Enrique descubre un mundo nuevo, un universo invasivo lleno de maravillas que ignoraba y de peligros sin cuento en el que se funden y confunden la realidad y la ficción televisada.
 

    'El televisor' no solo es un relato que nos arrastra hacia el abismo de la locura de su protagonista, sino que conserva, cincuenta y un años después, parece mentira, su carácter visionario y premonitorio, todo un alegato contra la sociedad del espectáculo y el reality show y mucho más que una crítica satírica, como han querido ver algunos, de la televisión del régimen franquista, porque su calado político y premonitorio va más allá de la realidad de aquel entonces y llega a nosotros, adquiriendo proporciones descomunales con la oferta audiovisual de las plataformas actuales y la vida virtual paralela que nos proporcionan las redes sociales. 
 
    Enrique se convierte en un teleadicto, deja incluso de trabajar y traga todo lo que le echan por la tele, sentado en el sillón ante la pequeña pantalla desde que empieza la carta de ajuste hasta la despedida y cierre de la emisión. Cuando su esposa le ruega que vuelva al trabajo y que deje de ver televisión, le responde: 
-No puedo, Susana. No puedo regresar hasta que no sepa si el autor que quiere estrenar su obra pudo por fin estrenarla, no puedo si no sé si ese policía gordo y simpático se retira o no, o si encuentra a su hermano. Necesito saber el desenlace de todos esos problemas. 
Susana.- Es que no puedes seguir viviendo así. 
Enrique.- Antes sí que no vivía, pero la televisión me ha dado muchas vidas. Pero mañana, Susana, mañana lo arreglaré todo para que el televisor no sea peligroso.
 
    Enrique fabrica una caja de cartón, que pone delante de la pantalla a modo de tapa con un pequeño agujero para poder ver él lo que pasa y que no pueda salir esa realidad de la televisión por el agujero diminuto. 
 
    Susana comprende entonces que Enrique, como Alonso Quijano, el Caballero de la Triste Figura, ha enloquecido y pide ayuda a un psiquiatra. 

 He aquí el diálogo entre el loquero y el loco de Enrique: 
 
-¿Por qué puso usted esta caja delante de la pantalla? 
-Por mi familia, no quiero que a ellos les ocurra nada. (...) 
-¿A qué se refiere? 
-Al horror. ¿Qué ocurriría si Quique, Quique, mi hijo menor -tiene doce años- , qué ocurriría si viese a los niños que yo he visto el otro día, si a uno de esos niños se le ocurre salir del televisor y entrar en casa y mis hijos lo ven. 
-¿Qué niños? 
-Los desfigurados, quemados por el napalm y todos esos cadáveres de guerrilleros palestinos y las bombas que estallan en Oriente. Hace días que me di cuenta pero ya era tarde. 
-¿Se dio cuenta de qué? 
-De que todo lo que sale por aquí es mentira, o es maldad, porque Canon,Canon parece simpático ¿eh? No sé, será porque es gordo y le gusta comer, pero Canon mata. Y Caine, a pesar de no usar armas, a pesar de su filosofía oriental, de su aparente bondad, Caine también mata. Y los concursos. Se da dinero, se muestran muchos billetes de mil y la gente sonríe, pero solo ganan una o dos parejas, solo ganan los que concursan y yo sé que hay millones que no lo ganan y lo necesitan... Y los dibujos animados, qué cosa más estúpida. De pronto comprendí que los dibujos animados también matan. Vemos a un ratón travieso que corre tras un gato, pero corre para ponerle una bomba que estalla o lo empuja por la nieve hasta hacerle caer en un precipicio. El gato y el ratón y el pato y el conejito sobreviven siempre, sí, pero siguen tratando de matarse los unos a los otros, y hay un hombre, bueno no sé cómo se llama, un hombre que habla de los animales, que defiende a los animales. ¡Que va! Lo que hace es mostrar cómo los animales se matan los unos a los otros o cómo los hombres matan a los animales. Hasta la misa es mentira porque no vale. 
-Pero usted tiene que comprender que la televisión es simplemente un espectáculo del que no se puede abusar, como no se debe abusar del cine o del teatro. Debe usted seleccionar los programas y ver solo unos pocos... 
-No, no es solo eso... 
-...o no verlos. 
-Por un tiempo debe usted de dejar de ver televisión. 
-No puedo. 
-¿Por qué? 
-Porque ya no sé pensar. Aquí, en este estante, yo tenía libros. Ahora solo tengo revistas de televisión para conocer las programaciones y estar al tanto. Aquí tenía libros. Y los libros me hacían imaginar, pero ya no, no sé imaginar, porque ahí me lo ofrecen todo imaginado por otros, y mal imaginado. Aquí tenía discos y le parecerá estúpido pero antes me gustaba mucho Beethoven... Hace días que no puedo recordar los compases de la quinta sinfonía. Trato de recordarlos... Ahora... Me estoy concentrando ¿eh? No puedo, no, no puedo. Las únicas músicas que en estos momentos me están pasando por la cabeza son esas que dicen: “Qué suavidad, todo esplendor, para el cabello es lo mejor”, o esas otras que dicen “Siempre sea alegre, siempre sea joven, sienta burbujas en su corazón" (Llora) ¡Ay! 
-¿Usted me permite? 
-Sí, claro. 
-Voy a abrir la tapa del televisor para hacerle ver que esto es solo un aparato electrónico lleno de cables, de lámparas y … 
-¡No lo haga! 
-¿Por qué no? 
-Sería como abrir una catarata de maldad... Aquí dentro está la violencia, la sangre, el horror, la mentira, todo está aquí, tratando de salir e invadir las casas. Hasta los locutores, que parecen hombres y mujeres normales, no lo son porque solo hablan de guerras, de asesinatos, de raptos, de linchamientos... 
-Pero si usted ve todo eso ¿por qué sigue viendo televisión? 
-Porque la necesito, porque ya no sé pensar. Es ella la que piensa por mí. 
 
  
    No voy a destripar el final, absolutamente genial y kafkiano. Pero resulta interesante ver cómo un producto de la televisión se vuelve y revuelve contra la propia televisión que lo ampara. El espectáculo de la sociedad que nos ofrecen los medios de (in)comunicación de masas nos ha convertido en la sociedad del espectáculo que con tanta lucidez analizó -desmenuzó- Guy Debord, y antes que él el mito de la caverna de Platón. Querámoslo o no, somos el producto de esa sociedad espectacular en el peor sentido de la palabra, que es el etimológico. El espectáculo nos lo sirven en bandeja, bien entrados ya en el siglo XXI, las redes sociales de la Red Informática Universal, no solo la añeja televisión familiar que solo vemos, muy de cuando en cuando ya, los mayores, es decir, los viejos, siendo para muchos la única compañía de su soledad. Hoy el televisor y su trastorno obsesivo-compulsivo es el teléfono móvil que tantas utilidades nos proporciona y tanto nos utiliza haciéndonos agachar la cabeza religiosamente como si de un piadoso devocionario se tratara.
 
    En la sociedad del espectáculo la realidad y la ficción se confunden constantemente hasta el punto de que nos convierten a los espectadores en seres alienados. El estado natural del hombre posmoderno es el de la enajenación mental orquestada por los medios que, so pretexto de comunicarnos, nos incomunican, y so pretexto de informarnos nos desinforman conformándonos como orates víctimas de ataques de delirios colectivos que alteran nuestra percepción de la realidad impostada por una virtualidad que ha sido concebida para modificar las creencias y opiniones del público sometido al espectáculo y a la propaganda comunicativa e informativa del Poder. 
 
 

jueves, 11 de septiembre de 2025

Once de septiembre

¿Qué pasó el 11 de septiembre de 2001, hace justamente 24 años? Quedó patente que la televisión era el arma más poderosa de distracción y de destrucción masiva. 
 

 La fotografía de Thomas Hoepker supo captar el instante fugitivo y mostrarnos otro ángulo de la realidad: unos amigos charlan plácidamente un tanto indiferentes al espectáculo del fondo de la humareda provocada por la destrucción de los dos rascacielos iguales de Manjatan (torres más altas han caído).
 
No pasó nada más que eso, nada más y nada menos.

lunes, 18 de agosto de 2025

Desalojos y confinamientos incendiarios

    El pueblo cacereño de Oliva de Plasencia (292 habitantes), a medio camino entre el idílico Valle del Jerte y la ciudad de Plasencia, fundada para placer a Dios y a los hombres, no fue “confinado por el fuego”, como miente el titular de El Periódico Global(ista) sino por la Junta de Extremadura, que tomó esa decisión draconiana “ante los riesgos de inhalación de humo y para evitar desplazamientos peligrosos”. Durante 32 horas estuvo este pueblo extremeño confinado  “con sus vecinos dentro”, quienes recibieron un alarmante mensaje ES Alert, a las 6,14 horas de la mañana, “ordenando el confinamiento de todos los vecinos por la amenaza del incendio”, un fuego que tras cuatro días aciagos había arrasado casi cinco mil hectáreas.  No es raro que algunos hayan declarado, como recoge el mencionado periódico que les vino enseguida a la memoria el recuerdo de la pandemia. 
 
Incendio de Jarilla (Cáceres)
 
   Un vecino sintió algo parecido al pánico: la situación alarmante le resultaba familiar, conocía el mensaje de alarma por la Dana de Valencia. Se juntaban en su recuerdo las inundaciones, el agua, con los incendios, el fuego, dos de los cuatro elementos primordiales que amenazaban la supervivencia. 
 
    El incendio de Jarilla -a tres quilómetros- provocó el desalojo de los vecinos de ese municipio, de Villar y de Cabellabezosa. Uno de los diecinueve residentes de este último se resistió en un primer momento a ser desalojado y tuvo que ser evacuado, a la fuerza y de madrugada, por los agentes, y recuerda: “Nos llevaron medio esposados”.
 
    Vemos cómo el Estado a través de sus instituciones centrales o autonómicas, que vienen a ser lo mismo, utiliza ambos procedimientos coercitivos -confinamientos y desalojos- a propósito de los incendios, justificando su acción por el interés del bien común que se impone al de la gente.
 
    La orden llegó a través de los móviles, esos apéndices ya imprescindibles de la anatomía humana, pero se extendió enseguida por el boca a boca: había que permanecer en el municipio. No se podía salir ni entrar. Y en un primer momento, la recomendación era mantenerse, a poder ser, dentro de las viviendas con las ventanas y puertas cerradas. Todos los accesos al pueblo, por diversas carreteras comarcales, estuvieron desde la mañana del jueves acordonados y controlados por agentes de la Guardia Civil, aunque hubo quienes consiguieron burlar la vigilancia y escapar, e incluso regresar de nuevo, dando rodeos por caminos escondidos. 
 
Oliva de Plasencia, Plaza del Llano
 
          La piscina del pueblo de Oliva de Plasencia, entre tanto, donde podrían aliviarse a remojo los vecinos, se mantuvo cerrada “por precaución”. La Guardia Civil se vio obligada a sancionar a quienes se saltaron las restricciones impuestas por el incendio con multas de hasta tres mil euros. Había bastante nerviosismo bajo un sol de justicia, mientras el humo que asediaba el municipio de Jarilla, volvía a reactivarse y un vecino se preguntaba: “A ver ahora cuándo nos desconfinan”.
 
    Los vecinos se encierran en casa bajo arresto domiciliario. Los que pueden con ventilador, y todos siguiendo las noticias de la televisión cuyos informativos, da igual la cadena pública o privada que vean, informan, vaya novedad en pleno agosto, del calor que hace, por si no nos habíamos enterado. Salen dos o tres víctimas en paños menores diciendo que hay que ver qué calor hace, o bebiendo agua a morros de una botella de plástico, o duchándose en una piadosa fuente pública. Luego, una locutriz dice que vaya calor tan tremendo que hace y da algunas cifras de temperaturas alarmantes. A lo que sigue otro montón de víctimas diciendo que qué barbaridad el calor que hace, que nunca se ha visto una cosa igual, que no hay quien lo aguante. Y así llenan un espacio vacío, porque no hay más noticias. Pasamos, acto seguido, a otra cosa: los incendios que año tras año han calcinado media península durante el mes de agosto. Arruinan a muchos agricultores, ganaderos y propietarios de primeras y segundas residencias. Se cobran también unas cuantas víctimas, pero eso, al parecer, no le importa a nadie entre quienes mandan. Ningún gobierno se ha preocupado de averiguar quiénes son los incendiarios ni cuáles son sus motivos. Como mucho, culpabilizan al Cambio Climático, que mata. Hay víctimas mortales. Al menos tres. El presidente del Gobierno ha dicho numerosas veces y lo han coreado sus ministros y ministras, que actúan como voceros altavoces y portavoces, que el Cambio Climático mata, y que por lo tanto sería el responsable de esas muertes en último extremo, que podrían haberse evitado si no se hubiera negado el fenómeno climático. 
 
    En una comparecencia en el congreso el 27 de noviembre del año pasado dijo el Puto Amo: “Hay algo más peligroso que el Cambio Climático: los gobiernos negacionistas que niegan los efectos devastadores del Cambio Climático. Si el Cambio Climático mata, como dice él, poco importa que haya gobiernos como el suyo, que es el Central, que lo reconozcan, y otros que, negacionistas o renegacionistas, no lo hagan. Afirmarlo o negarlo no sirve de nada, cuando de lo que se trata es de evitar que se produzca el fuego y, en su caso, proceder a apagarlo lo antes posible. 
 
    Vemos aquí algo que ya vimos durante la pandemia, la delegación o dejación de responsabilidades: el gobierno central les pasa la pelota a los autonómicos, y a su vez estos al central. Nadie quiere la culpa (o la responsabilidad, en su versión laica), que se queda soltera al repudiarla todo el mundo. No se sabe muy bien a quién le corresponde tomar las medidas oportunas ni quién ha hecho dejadez de sus funciones. Unos y otros se echan la culpa mutuamente, y la casa, entre tanto, sin barrer. Si quieren ayuda, que la pidan. Ni unos ni otros, ni el central ni los autonómicos se preocupan por comenzar obras de desactivación ígnea que requieren muchos recursos que prefieren destinar a otros menesteres. 
 
El "milagro"
 
    Sin embargo, en la televisión los vecinos de Oliva de Plasencia y de todas las Españas veíamos y oíamos algo que llamaba nuestra atención. Correspondía al incendio de Tres Cantos, en Madrid. En palabras de la locutriz televisiva: Nos encontramos ante "un círculo en el que están descansando unas 'vaquitas' (sic) que han conseguido salvarse. Parece un auténtico milagro. Es un círculo milagroso debajo del 'arbolito' (sic, por el ridículo diminutivo) están descansando plácidamente rodeadas (sc. las 'vaquitas') de destrucción, de la destrucción que causó anoche el fuego". Pero no se trata de ningún auténtico milagro. El árbol verde y a su sombra el rebaño de vacas rodeadas por terreno calcinado no son ningún milagro. Dicen, decimos, los televidentes/telecreyentes que ese árbol, el único de la zona que se ha salvado por lo que se ve, daba sombra al ganado que de tanto refugiarse en él ha dejado el suelo limpio de pasto, lo que ha servido de cortafuegos natural. Si las autoridades incompetentes permitiesen el pastoreo de ganado y la limpieza tradicional de los montes, habría muchos menos incendios, por no decir casi ninguno. Los auténticos milagros no existen, el sentido común de la gente puede que sí.

lunes, 9 de junio de 2025

La vecina del cuarto piso

    No sé por qué demonios me viene ahora a la memoria el recuerdo de la vieja Soledad, La Sole, tan vieja que la gente decía que había nacido cuando reinaba Carolo, la vecina del cuarto y último piso de aquel edificio de protección oficial de no recuerdo ya qué año triunfal que, viuda como se había quedado y con sus hijos casados y dándole nietos, seguía vistiendo luto sin pasar al alivio del morado después de tantos años y vivía, haciendo honor a su hombre propio, más sola que la una.
 
    Cuando empezaron a colonizarnos los primeros aparatos de televisión en blanco y negro, aquellos que tenían un voltímetro que había que esperar a que se calentara para encender el aparato, muy a finales de los años cincuenta, cuando bajábamos al bar a ver las películas, porque no habían entrado todavía en las salitas de estar de las celdas de aquellas colmenas de cincuenta metros cuadrados, ella bajó un par de veces y se horrorizó de la diabólica magia negra que vio, y de lo que oyó.
 
 

     La Sole siempre dijo lo mismo que del cable telefónico y del teléfono: que jamás entraría un aparatejo de esos en su casa. Sus hijos, sin embargo, le regalaron uno enseguida para que le hiciera la compañía que ellos no le hacían, como harían también con el teléfono más tarde. Pero ella apenas encendía el televisor porque, además de vergüenza, le daba miedo, convencida como estaba de que por el cable de la antena entraban unos seres diminutos, unos duendecillos malignos o más bien diablejos parlanchines, que venían por los aires y se infiltraban en el aparato y empezaban a parlotear y a tratar de embaucarla con el fin de espiarla y de robarla. 
 
    Años más tarde, sus hijos le metieron el teléfono en casa, aquel aparato por el que salían aquellas voces que podía oír y con las que podía hablar, pero no ver a sus hijos y nietos, que solo venían de visita muy de tarde en tarde.
 
    Hay quien decía que la vieja chocheaba un poco, pero a mí, que era un chiquillo entonces, no me lo parecía. En lugar de reírme de sus ocurrencias, creía que podían llevar algo de razón, aunque me costó perdonarle que me matara un grillo que tenía yo suelto y correteaba por la cocina, pisoteándolo al confundirlo con una cucaracha.
  
    Se dio cuenta enseguida la Sole de que los anuncios que le metían por los ojos y por los oídos en la cabeza los duendecillos de aquel aparato no vendían cosas, sino sueños y fantasías con los que querían engañarla para que se volviera más loca de lo que estaba y no viera las cosas de verdad y la verdad de las cosas. 
 

    También se percató de que las películas y las noticias de aquellos aparatos de los que salían imágenes y voces eran patrañas y podridas mentiras. Lo que le contaban no tenía nada que ver con lo que pasaba en la calle y ella veía cuando se asomaba a la ventana del cuarto piso donde vivía, o cuando salía, bajando penosamente las escaleras, porque no había ascensor que le evitara el esfuerzo, a la calle, a La Finca, que era como se llamaba el barrio que, no asfaltado como estaba todavía, se convertía en un barrizal cuando llovía, que era las más de las veces. Cuando subía las escaleras, más penosamente que cuando bajaba, al llegar al segundo piso, que era donde vivíamos nosotros, solía llamar a la puerta, pararse a descansar y a pegar un rato la hebra con mi madre. 
 
    No distinguía elle entre la ficción y la realidad, entre lo real y lo simulado porque tanto lo uno como lo otro salía de aquella misma pantalla en blanco y negro. No llegó a conocer la vieja Soledad, La Sole, el progreso del diabólico aparato, cuando empezó a emitir en color y en numerosos canales tanto públicos como privados, todos iguales al fin y a la postre, ni tampoco la Tecnología Digital Terrestre, que vino muchísimo después, ni tampoco los teléfonos inalámbricos que incluían una pantalla como la del televisor pero muchísimo más pequeña..., pero su primera impresión, sin embargo, le quedó a aquel niño que era yo grabada, muy nítida. Aquella caja no era tan tonta como parecía a simple vista; no informaba de la realidad, sino que la creaba y configuraba para que viviéramos esa simulación que nos metían, como el nodo, el noticiario del domingo, del Ideal Cinema, en el corazón de aquellos pisos de protección oficial. 
 
    No conoció la vieja Sole, Dios la libró de ello, todo lo que vino después, que, como diría mi difunto padre, era innecesario porque se podía vivir muy bien sin ello -y toda la vida de Dios, de hecho, se había vivido sin ello hasta entonces-: las redes sociales con sus identidades virtuales, ni el mundo digital donde la línea que separa lo auténtico y verdadero de lo que no lo es se vuelve cada vez más borrosa y más difuminada. A ella las plataformas actuales, que no solo no reflejan la vida de las personas, sino que la reinventan y la falsean, no sé lo que le hubieran parecido, pero seguiría, con razón, empeñada en que la estaban engañando, espiando, robándole la vida y distrayendo su atención, y metiendo por los ojos una realidad que no vamos a decir que no exista -existe, por el contrario, y mucho más de lo que quisiéramos- pero que no deja de ser una cochina mentira, un mundo figurado y paralelo: un mundo para lelos como éramos nosotros.
 
    A su modo aquella vieja, que vivió la restauración borbónica y la república, y otra vez la dictadura, y la restauración monárquica y la transición democrática, medio analfabeta como era, había intuido que cuando ya no podemos distinguir entre lo real y lo simulado, nos limitamos a consumir imágenes y signos que nos distraen de las cosas de verdad, y que, en cuanto a los cambios de régimen, ella, que había vivido tantos, como solía decir, lo tenía probado y comprobado: "Son los mismos perros con collares diferentes".
 

viernes, 30 de abril de 2021

IN PRINCIPIO ERAT VERBVM

    En el principio era el verbo (ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ λόγος), esto es, la palabra, así empieza el Evangelio de Juan. Hoy tendríamos que decir, más bien, que eso sería en el principio de los tiempos, porque ahora lo que queda de aquello, no es el λόγος, el uerbum, la palabra, sino sólo imagen: la imagen es lo único que cuenta en la actualidad. Si “in principio erat uerbum” hoy estamos bajo la dictadura de la imagen: nunc est imago.

    La máquina expendedora de imágenes, la televisión, operativa desde 1956 en las Españas, es la primera escuela del niño, la auténtica παιδεíα, paideia, enciclopedia o educación. La educación audiovisual, es un poderoso medio que desarrolla la capacidad de ver en detrimento de la de entender y razonar. Decir que es un instrumento de comunicación es minimizar su importancia propedéutica y pedagógica. Decir que hay mucha telebasura es ocultar que la televisión, toda ella sin excepción, es basura. Al niño se le enchufa en casa desde muy temprano,  horas y horas, lo que explica que la tierna criatura amamantada por la televisión sea después un adulto infantilizado que sólo responderá a estímulos audiovisuales. Cuando vaya a la escuela primaria y después al instituto descubrirá que en el aula también, como en su casa, no faltan los medios audiovisuales. 
 
    Cuando se habla aquí de televisión, se hace en sentido amplio, no hace falta decirlo,  y se incluye también Internet, que, desde la primera conexión que se realizó en España a la Red de Redes en 1990, ha crecido y sigue creciendo imparablemente, y hoy es la mayor máquina de producción de imágenes y vídeos, incorporada en seguida por el Ministerio de Educación y Ciencia como instrumento fundamental de educación y aprendizaje en escuelas, institutos y universidades.

    No viene mal recordar la etimología de la palabra “infancia”: está compuesta de la negación in- “no” y de la raíz verbal fa-ri “hablar”. Su correlato griego sería: afasia, incapacidad de hablar debida a una lesión cerebral, con la negación griega incorporada a- y la misma raíz indoeuropea *bhā-, por lo que la infancia sería la etapa en la que el ser humano no habla y por lo tanto no razona todavía porque no hace uso de la maquinaria del lenguaje. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que esta etapa cada vez se alarga más: cuanto más aumenta la edad media de la población y esta envejece más, más se infantiliza, más perdura en ella una eterna niñez y adolescencias que no acaban nunca.



    Se impone la infantilización: la impulsividad, la falta de reflexión. Se rinde culto a las imágenes, que se han convertido en sagradas. Las imágenes son veneradas como íconos. De hecho, es significativo el uso moderno de la palabra ícono (representación religiosa de pincel o relieve, usada en las Iglesias cristianas orientales) como sinónimo de imagen. Recuerdo a una abuela, que analfabeta como era, cuando veía un libro con muchas imágenes decía con más razón de lo que parecía que tenía muchos "santos". 

    Han adquirido más valor que las palabras, como advertía el viejo adagio: una imagen vale más que mil palabras, lo que explica su preponderancia pornográfica. No es que el homo sapiens, producto de la cultura escrita, esté en proceso de ser desplazado por el homo videns, producto de la imagen, como advertía Giovanni Sartori en su libro Homo videns, la sociedad teledirigida, sino que ya se ha consumado ese hecho: no hay homo sapiens sino homo videns, esos animales fabricados por la televisión y por las micropantallas cuya mente no razona porque se lo impiden las ideas,  imágenes o visiones de la realidad,  pero no la realidad misma, proyectadas en la pared de la caverna platónica. 
 
     Decía Susan Sontag (1933-2004): “Life is a movie; death is a photograph.” La vida es una película; la muerte es una fotografía. Fotografíar a alguien, según ese aforismo, sería asesinarlo; hacerse un selfie o una selfie, como quiera decirse, un suicidio. Y no es exageración. Añadía Susan Sontag: All photographs are memento mori. To take a photograph is to participate in another person’s (or thing’s) mortality, vulnerability, mutability. Precisely by slicing out this moment and freezing it, all photographs testify to time’s relentless melt.”  Todas las fotografías son un memento mori. Tomar una foto es participar en la variabilidad, vulnerabilidad y mortalidad de otra persona (o cosa). Precisamente, al recortar este momento y congelarlo, todas las fotografías son testimonio de la disolución implacable del tiempo. ("Sobre la fotografía").

    La preocupación por quién controla los medios de comunicación, si son públicos o privados, y en este último caso, qué grupos o empresas hay detrás no nos deja ver el problema que plantea el propio medio audiovisual, lo controle quien lo controle, que es algo que resulta indiferente al fin y a la postre. El problema consiste en que el hecho de ver prevalece sobre el hecho de oír hablar: la voz es secundaria, está en función de la imagen que comenta. Lo que no sale por la televisión no existe. Non uidi, ergo non est: no lo he visto, luego no existe.



    Fruto de esa infantilización de los adultos, la juventud se ha convertido en un valor en alza, a la vez que se desprecian las canas: por eso mucha gente mayor se tiñe el cabello, para aparentar que es más joven de lo que es, o se hace implantes capilares y recurren a la cirugía estética para parecer que tiene menos años de los que tienen. Los jóvenes no quieren parecerse a los viejos, sino que son los viejos los que imitan a los jóvenes en pos de la eterna juventud. La madurez, que es el conocimiento que nos han proporcionado no tanto los años como los desengaños a lo largo de la vida, no se considera una virtud, sino una rémora, un lastre del que hay que desembarazarse a toda costa para parecer lo que ya no se es, para maquillar nuestra imagen, por lo que la inmadurez se considera normal en un adulto. Qué pena.