En el principio era el verbo (ἐν
ἀρχῇ ἦν ὁ λόγος), esto es, la palabra, así empieza
el Evangelio de Juan. Hoy tendríamos que decir, más bien, que eso sería en el
principio de los tiempos, porque ahora lo que queda de aquello, no es el λόγος, el
uerbum, la palabra, sino sólo imagen: la imagen es lo único que cuenta en la
actualidad. Si “in
principio erat uerbum” hoy estamos bajo la dictadura de la imagen: nunc
est imago.
La
máquina expendedora de imágenes, la televisión, operativa desde 1956 en
las Españas,
es la primera escuela del niño, la auténtica παιδεíα, paideia,
enciclopedia o educación. La educación audiovisual, es un poderoso medio
que
desarrolla la capacidad de ver en detrimento de la de entender y
razonar. Decir que es un instrumento de comunicación es minimizar su
importancia propedéutica y pedagógica. Decir que hay mucha telebasura es
ocultar que la televisión, toda ella sin excepción, es basura. Al niño
se le enchufa en casa desde muy
temprano, horas y horas, lo que explica que la tierna criatura
amamantada
por la televisión sea después un adulto infantilizado que sólo
responderá a
estímulos audiovisuales. Cuando vaya a la escuela primaria y después al
instituto descubrirá que en el aula también, como en su casa, no faltan
los medios
audiovisuales.
Cuando se habla aquí de televisión, se hace en sentido amplio, no hace falta decirlo, y se incluye también Internet, que, desde la primera conexión que se realizó en España a la Red de Redes en 1990, ha crecido y sigue creciendo imparablemente, y hoy es la mayor máquina de producción de imágenes y vídeos, incorporada en seguida por el Ministerio de Educación y Ciencia como instrumento fundamental de educación y aprendizaje en escuelas, institutos y universidades.
No
viene mal recordar la etimología de la palabra “infancia”: está compuesta de la
negación in- “no” y de la raíz verbal fa-ri “hablar”. Su
correlato griego sería: afasia, incapacidad de hablar debida a una
lesión cerebral, con la negación griega incorporada a- y la misma raíz
indoeuropea *bhā-, por lo que la infancia sería la etapa en la que el
ser humano no habla y por lo tanto no razona todavía porque no hace uso de la
maquinaria del lenguaje. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de
que esta etapa cada vez se alarga más: cuanto más aumenta la edad media de la
población y esta envejece más, más se infantiliza, más perdura en ella una
eterna niñez y adolescencias que no acaban nunca.
Se
impone la infantilización: la impulsividad, la falta de reflexión. Se rinde
culto a las imágenes, que se han convertido en sagradas. Las imágenes son
veneradas como íconos. De hecho, es significativo el uso moderno de la palabra
ícono (representación religiosa de pincel
o relieve, usada en las Iglesias cristianas orientales) como
sinónimo de
imagen. Recuerdo a una abuela, que analfabeta como era, cuando veía un
libro con muchas imágenes decía con más razón de lo que parecía que
tenía muchos "santos".
Han adquirido más valor que las palabras, como advertía el viejo
adagio: una imagen vale más que mil palabras, lo que explica su preponderancia
pornográfica. No es que
el homo sapiens, producto de la cultura escrita, esté en proceso de ser
desplazado por el homo videns, producto de la imagen, como advertía
Giovanni Sartori en su libro Homo videns, la sociedad teledirigida,
sino que ya se ha consumado ese hecho: no hay homo sapiens sino homo
videns, esos animales fabricados por la televisión y por las micropantallas
cuya mente no razona porque se lo impiden las ideas, imágenes o visiones de la realidad, pero no la
realidad misma, proyectadas en la pared de la caverna platónica.
Decía Susan Sontag (1933-2004): “Life is a movie; death is a photograph.” La vida es una película; la muerte es una fotografía.
Fotografíar a alguien, según ese aforismo, sería asesinarlo; hacerse
un selfie o una selfie, como quiera decirse, un suicidio. Y no es
exageración. Añadía Susan Sontag: “All
photographs are memento mori. To take a photograph is to participate
in another person’s (or thing’s) mortality, vulnerability,
mutability. Precisely by slicing out this moment and freezing it, all
photographs testify to time’s relentless melt.” Todas las fotografías son un memento
mori. Tomar una foto es participar en la variabilidad,
vulnerabilidad y mortalidad de otra persona (o cosa). Precisamente,
al recortar este momento y congelarlo, todas las fotografías son
testimonio de la disolución implacable del tiempo. ("Sobre la fotografía").
La
preocupación por quién controla los medios de comunicación, si son públicos o
privados, y en este último caso, qué grupos o empresas hay detrás no nos deja
ver el problema que plantea el propio medio audiovisual, lo controle quien lo
controle, que es algo que resulta indiferente al fin y a la postre. El problema
consiste en que el hecho de ver prevalece sobre el hecho de oír hablar: la voz
es secundaria, está en función de la imagen que comenta. Lo que no sale por la televisión no existe. Non uidi,
ergo non est: no lo he visto, luego no existe.
Fruto de esa infantilización de los adultos, la juventud se ha convertido en un valor en alza, a la vez que se
desprecian las canas: por eso mucha gente mayor se tiñe el cabello, para aparentar
que es más joven de lo que es, o se hace implantes capilares y recurren a la
cirugía estética para parecer que tiene menos años de los que tienen. Los
jóvenes no quieren parecerse a los viejos, sino que son los viejos los que
imitan a los jóvenes en pos de la eterna juventud. La madurez, que es el
conocimiento que nos han proporcionado no tanto los años como los desengaños a
lo largo de la vida, no se considera una virtud, sino una rémora, un lastre del
que hay que desembarazarse a toda costa para parecer lo que ya no se es, para maquillar nuestra imagen, por lo
que la inmadurez se considera normal en un adulto. Qué pena.