La mejor fotografía -captura de la luz, etimológicamente- que conozco de Cuenca no es una imagen, sino unas palabras de Pío Baroja que escribió en la primera parte de “Los recursos de la astucia”, titulada "La Canóniga", dentro de sus
“Memorias de un hombre de acción”, que dicen: Cuenca, como
casi todas las ciudades interiores de España, tiene algo de
castillo, de convento, de santuario.
Retrata Baroja a estas ciudades españolas, entre las que descuella Cuenca, con dos
sustantivos: son por un lado una fortaleza y por otro un oasis en
medio de las llanuras que les rodean, en la monotonía de los yermos
que les circundan, en esos parajes pedregosos, abruptos, de aire
trágico y violento.
(...) Son estas ciudades, ciudades roqueras,
místicas y alertas: tienen el porte de grandes atalayas para otear
desde la altura.
Cuenca, como pueblo religioso, estratégico y
guerrero, ofrece este aire de centinela y observador.
Se levanta sobre un alto cerro que domina la llanura
y se defiende por dos precipicios, en cuyo fondo corren dos ríos: el
Júcar y el Huécar.
Estos barrancos, llamados las Hoces, se limitan por
el cerro de san Cristóbal, en donde se asienta la ciudad y por el
del Socorro y el del Rey, que forman entre ellos y el primero fosos
muy hondos y escarpados.”
Me sumerjo en la relectura envolvente de la novela
de Baroja, que me trae el recuerdo vivo de Cuenca, y la fascinación
que ejerció en mí, la primera vez que lo leí, el reloj que había pertenecido al canónigo Chirino, y que, una vez muerto este, había heredado Damián, el carpintero y fabricante de féretros. Había pasado el reloj del despacho del clérigo a la tienda de ataúdes del callejón de los Canónigos, situada en una casa antigua y negra, de piedra, con un arco apuntado a la entrada, en cuyo portal se hallaba el taller del carpintero donde se abría una ventana que daba a una hendidura por donde entraba la luz del sol y se entreveía la belleza natural de la Hoz del Huécar.
Entre otros relojes que había allí, se destacaba uno alto de autómatas y de sonería, con el péndulo dorado y esmaltado en colores. Este reloj tenía una caja de color de caramelo oscuro llena de pinturas con guirnaldas y flores. Fijándose bien, en cada guirnalda se veía disimulado en ella un atributo macabro: aquí, una calavera con dos tibias; allí, un ataúd; en este rincón, un esqueleto. El péndulo tenía en medio de la lenteja una barca de latón sujeta con un tornillo y un contrapeso por dentro que hacía subir y bajar la proa y la popa alternativamente al compás de los movimientos del péndulo. En la barca había una figurita de Caronte. La esfera, de cobre, estaba rodeada de una orla de bronce con la efigie de Cronos, viejo haraposo y meditabundo, con unas alas en la espalda y un reloj de arena en la mano. (...)
Este reloj de pared tenía música y varias
figuras aparecían al dar las horas. En el péndulo, Caronte se
agitaba en su barca, y en la orla de bronce que rodeaba la esfera se
leía: Vulnerant omnes, ultima necat. Damián, el marido de la
Dominica, había arreglado el reloj y hecho que se movieran las
figuras. Estas eran un niño y una niña, un joven y una doncella y
un viejo y una vieja seguidos de la Muerte, representada por un
esqueleto con su sudario blanco y su guadaña. Cuando desaparecían
las edades de la vida seguidas de la Muerte, se abría una ventana y
aparecía la Virgen. Al mismo tiempo que estas figuras pasaban por
delante de la esfera del reloj sonaba una música melancólica de
campanillas. (…)
Siempre que pasaba por delante del reloj del
canónigo Chirino, Damián lo contemplaba con entusiasmo. Las
guirnaldas de calaveras y tibias, entre flores, su carácter macabro
y la salida de la Muerte le entusiasmaban. Se le antojaba una de las
más bellas y geniales ocurrencias que podía haber salido de la
cabeza de un hombre.
Le habían dicho lo que significaba el letrero en
latín, y le parecía admirable: Vulnerant omnes, ultima necat. Todas
hieren, la última mata.
Al final de la novela, el reloj del canónigo seguía funcionando y marcando el paso lento y pausado de las horas. El carpintero seguía fabricando ataúdes grandes y pequeños, féretros negros para hombres y mujeres y blancos para
niños. Las tres edades de la vida -infancia, juventud y vejez- seguían desfilando y huyendo de la Muerte que las perseguía implacable con su sudario y su guadaña. El viejo Caronte se balanceaba en su barca. Y antes de que la música de campanillas tocara su sonata melancólica y apareciera la Virgen María, salía el viejo Cronos, alado y haraposo, meditando sobre el paso cronometrado, nunca mejor dicho, del tiempo con el reloj de arena en la mano.