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jueves, 10 de septiembre de 2020

El reloj del canónigo Chirino

La mejor fotografía -captura de la luz, etimológicamente- que conozco de Cuenca no es una imagen, sino unas palabras de Pío Baroja que escribió en la primera parte de “Los recursos de la astucia”, titulada "La Canóniga", dentro de sus “Memorias de un hombre de acción”, que dicen: Cuenca, como casi todas las ciudades interiores de España, tiene algo de castillo, de convento, de santuario.

Retrata Baroja a estas ciudades españolas, entre las que descuella Cuenca, con dos sustantivos: son por un lado una fortaleza y por otro un oasis  en medio de las llanuras que les rodean, en la monotonía de los yermos que les circundan, en esos parajes pedregosos, abruptos, de aire trágico y violento.

(...) Son estas ciudades, ciudades roqueras, místicas y alertas: tienen el porte de grandes atalayas para otear desde la altura.

Cuenca, como pueblo religioso, estratégico y guerrero, ofrece este aire de centinela y observador.

Se levanta sobre un alto cerro que domina la llanura y se defiende por dos precipicios, en cuyo fondo corren dos ríos: el Júcar y el Huécar.

Estos barrancos, llamados las Hoces, se limitan por el cerro de san Cristóbal, en donde se asienta la ciudad y por el del Socorro y el del Rey, que forman entre ellos y el primero fosos muy hondos y escarpados.” 


Me sumerjo en la relectura envolvente de la novela de Baroja, que me trae el recuerdo vivo de Cuenca, y la fascinación que ejerció en mí, la primera vez que lo leí, el reloj que había pertenecido al canónigo Chirino, y que, una vez muerto este, había heredado Damián, el carpintero y fabricante de féretros. Había pasado el reloj del despacho del clérigo a la tienda de ataúdes del callejón de los Canónigos, situada en una casa antigua y negra, de piedra, con un arco apuntado a la entrada, en cuyo portal se hallaba el taller del carpintero donde se abría una ventana que daba a una hendidura por donde entraba la luz del sol y se entreveía la belleza natural de la Hoz del Huécar. 
 
Entre otros relojes que había allí, se destacaba uno alto de autómatas y de sonería, con el péndulo dorado y esmaltado en colores. Este reloj tenía una caja de color de caramelo oscuro llena de pinturas con guirnaldas y flores. Fijándose bien, en cada guirnalda se veía disimulado en ella un atributo macabro: aquí, una calavera con dos tibias; allí, un ataúd; en este rincón, un esqueleto. El péndulo tenía en medio de la lenteja una barca de latón sujeta con un tornillo y un contrapeso por dentro que hacía subir y bajar la proa y la popa alternativamente al compás de los movimientos del péndulo. En la barca había una figurita de Caronte. La esfera, de cobre, estaba rodeada de una orla de bronce con la efigie de Cronos, viejo haraposo y meditabundo, con unas alas en la espalda y un reloj de arena en la mano. (...)
 
Este reloj de pared tenía música y varias figuras aparecían al dar las horas. En el péndulo, Caronte se agitaba en su barca, y en la orla de bronce que rodeaba la esfera se leía: Vulnerant omnes, ultima necat. Damián, el marido de la Dominica, había arreglado el reloj y hecho que se movieran las figuras. Estas eran un niño y una niña, un joven y una doncella y un viejo y una vieja seguidos de la Muerte, representada por un esqueleto con su sudario blanco y su guadaña. Cuando desaparecían las edades de la vida seguidas de la Muerte, se abría una ventana y aparecía la Virgen. Al mismo tiempo que estas figuras pasaban por delante de la esfera del reloj sonaba una música melancólica de campanillas. (…)

Siempre que pasaba por delante del reloj del canónigo Chirino, Damián lo contemplaba con entusiasmo. Las guirnaldas de calaveras y tibias, entre flores, su carácter macabro y la salida de la Muerte le entusiasmaban. Se le antojaba una de las más bellas y geniales ocurrencias que podía haber salido de la cabeza de un hombre.

Le habían dicho lo que significaba el letrero en latín, y le parecía admirable: Vulnerant omnes, ultima necat. Todas hieren, la última mata.

Al final de la novela, el reloj del canónigo seguía funcionando y marcando el paso lento y pausado de las horas. El carpintero seguía fabricando ataúdes grandes y pequeños, féretros negros para hombres y mujeres y blancos para niños. Las tres edades de la vida -infancia, juventud y vejez- seguían desfilando y huyendo de la Muerte que las perseguía implacable con su sudario y su guadaña. El viejo Caronte se balanceaba en su barca. Y antes de que la música de campanillas tocara su sonata melancólica y apareciera la Virgen María, salía el viejo Cronos, alado y haraposo, meditando sobre el paso cronometrado, nunca mejor dicho, del tiempo con el reloj de arena en la mano.