La mejor fotografía -captura de la luz, etimológicamente- que conozco de Cuenca no es una imagen, sino unas palabras de Pío Baroja que escribió en la primera parte de “Los recursos de la astucia”, titulada "La Canóniga", dentro de sus “Memorias de un hombre de acción”, que dicen: Cuenca, como casi todas las ciudades interiores de España, tiene algo de castillo, de convento, de santuario.
Retrata Baroja a estas ciudades españolas, entre las que descuella Cuenca, con dos sustantivos: son por un lado una fortaleza y por otro un oasis en medio de las llanuras que les rodean, en la monotonía de los yermos que les circundan, en esos parajes pedregosos, abruptos, de aire trágico y violento.
(...) Son estas ciudades, ciudades roqueras, místicas y alertas: tienen el porte de grandes atalayas para otear desde la altura.
Cuenca, como pueblo religioso, estratégico y guerrero, ofrece este aire de centinela y observador.
Se levanta sobre un alto cerro que domina la llanura y se defiende por dos precipicios, en cuyo fondo corren dos ríos: el Júcar y el Huécar.
Estos barrancos, llamados las Hoces, se limitan por el cerro de san Cristóbal, en donde se asienta la ciudad y por el del Socorro y el del Rey, que forman entre ellos y el primero fosos muy hondos y escarpados.”
Siempre que pasaba por delante del reloj del canónigo Chirino, Damián lo contemplaba con entusiasmo. Las guirnaldas de calaveras y tibias, entre flores, su carácter macabro y la salida de la Muerte le entusiasmaban. Se le antojaba una de las más bellas y geniales ocurrencias que podía haber salido de la cabeza de un hombre.
Le habían dicho lo que significaba el letrero en latín, y le parecía admirable: Vulnerant omnes, ultima necat. Todas hieren, la última mata.
Al final de la novela, el reloj del canónigo seguía funcionando y marcando el paso lento y pausado de las horas. El carpintero seguía fabricando ataúdes grandes y pequeños, féretros negros para hombres y mujeres y blancos para
niños. Las tres edades de la vida -infancia, juventud y vejez- seguían desfilando y huyendo de la Muerte que las perseguía implacable con su sudario y su guadaña. El viejo Caronte se balanceaba en su barca. Y antes de que la música de campanillas tocara su sonata melancólica y apareciera la Virgen María, salía el viejo Cronos, alado y haraposo, meditando sobre el paso cronometrado, nunca mejor dicho, del tiempo con el reloj de arena en la mano.