Según la mitología griega, Europa era una princesa fenicia de la que se enamoró Zeus, cuando la vio jugando con sus amigas en la playa de Sidón, o de Tiro, según otras fuentes. El dios, enardecido de amor por la belleza de la muchacha, se transformó en un toro de resplandeciente blancura y cuernos en forma de luna creciente -"media Luna los cuernos de su frente", que cantó Góngora-; y se acercó y tumbó mansamente lamiéndole los pies a la doncella. Ella, asustada al principio, cobró ánimo y acabó confiándose, acariciando los cuernos y la testuz del toro y sentándose sobre su lomo, momento en el que la bestia aprovechó para lanzarse al mar y llevársela consigo arrebatada.
La travesía, de Oriente, de donde nos viene la luz del sol, a Occidente, donde se pone el astro rey, acabó en la isla de Creta, donde el dios -el "mentido robador de Europa" según el verso gongorino- forzó a la joven a unirse a él en un acto de violencia que marcaría desde su origen el destino trágico de Europa.
Y, como recompensa por su forzosa sumisión, otorgó el nombre propio de la princesa a esa parte del mundo donde se había producido su unión: había nacido Europa como fruto de una abducción y de una violación.
No es Zeus ahora quien ha raptado a la ya vieja Europa, sino Ares, el viejo dios de la guerra en su aspecto más brutal, con la complicidad de Atenea, que es también una diosa guerrera, armada de lanza y escudo, y considerada la diosa de la estrategia y la contradictio in terminis de la “inteligencia militar” y están haciendo de la guerra la nueva razón de su existencia.
La Unión Europea (UE), asesorada por una comisaria a la que votan sospechosamente tirios y troyanos, lo que revela que igual dan que dan lo mismo los unos que los otros, las derechas que las izquierdas, ha emprendido una estrategia masiva de rearme que abre una espiral peligrosa y destructiva; que puede desatar fuerzas muy difíciles de contener.
Bruselas ordena que se multiplique por cinco la inversión en "defensa, seguridad y espacio", recortando otras partidas como la Política Agraria Común, dentro del nuevo marco financiero plurianual para el período de 2028-2034. Todo ello forma parte de la agenda, de su agenda de cosas que deben hacerse, que se han de hacer (un participio de futuro pasivo o gerundivo de la vieja gramática latina), cosas que se dejan para el día de mañana, eternamente procrastinadas, porque no van a hacerse ahora. Contra esa agenda que llaman 2030, cuyo pin multicolor llevan las autoridades de uno y otro signo prendido en la ropa, porque todas obedecen a lo mismo, el pueblo solo sabe decir una cosa a sus legítimos representantes democráticos: Meteos
la agenda dos mil treinta de marras con sus loables diecisiete
objetivos por donde os quepa, si es que os cabe por algún orificio de
vuestra anatomía.
En el siglo XVII "agenda" tenía el sentido teológico de asuntos de la práctica religiosa opuesto a "credenda", que eran los asuntos de la fe, por aquello de que había que ser a la vez creyente y practicante; con el paso del tiempo la población dejó de ser practicante, y seguía siendo más o menos creyente, de hecho mucha gente se definía a sí misma como creyente no practicante. En el siglo XXI, cuando ya no hay ni práctica ni creencia a la antigua usanza, se impone el nuevo dios del moderno credo convertido en crédito que es el dinero, que hay que invertirlo para financiar los proyectos futurizos muy loables y su agenda de planes bienintencionados -"estamos trabajando por su futuro, lamentamos las molestias actuales que pueda ocasionarles"-, como acabar con el hambre y la pobreza, y lograr la paz en el mundo para lo que hay que rearmarse, buenas intenciones con las que está pavimentado el suelo presente del infierno.
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