Me viene hoy al recuerdo el niño que era yo, sin querer, con todo el ímpetu de su insolente inocencia, el niño que era lo que era y no lo que iba a ser después, lo que me he visto yo obligado a ser a fin de entrar en sociedad.
No era una promesa de futuro, era un presente escandaloso que había salido del claustro materno al mundo para decir que no. Sólo era un niño. Ni más ni menos. Enseguida quisieron hacer algo más de él. No les bastaba con que fuera un niño. Quisieron modelarlo a su imagen y semejanza, educarlo, llevarlo por un camino establecido, por el buen camino, para que fuera uno de los suyos. Lo obligaron a ser algo, a ser alguien, un Hombre como Dios Manda, un hombre hecho y derecho. Lo inmolaron en el altar del Día de Mañana. Para eso tuvo que dejar de ser un niño, tuvo que dejar de ser lo que era. Exiliado del paraíso de la infancia, la única patria, fue desterrado a la tierra prometida del futuro que, por definición, no llega nunca.
Sólo era un niño. Ni más ni menos. Antes de que lo castigaran por decir la verdad. Antes de que le enseñaran un camino sesgado en busca de la máscara de la personalidad tras la que había de ocultarse para no ser más nunca el niño que era. Antes de que le enseñaran a decir mentiras piadosas porque, le aseguraron, la verdad hacía daño por lo que a veces era preferible mentir para no herir a los demás. Pero las verdades escuecen y son para lo que son, para hacer daño como los cuchillos y las armas de fuego.
Aquel niño al que amaestraron como a un animal salvaje y libre, para que compitiese en una rivalidad no deseada, para que fuese más que los demás, a los que había que dejar atrás, porque, le inculcaron, si no pisas, te pisan a ti. Había que mirar siempre adelante, sin preocuparse de los que quedaban atrás, vencidos pero quizá más dichosos. Había que ir con la vista siempre al frente. Tenías que ser el mejor. Tenías que ganar. Igual que un caballo de carrera. Te habían espoleado para competir en el hipódromo. Te habían falsificado.
Hoy recuerdas a aquel niño, tu antepasado ya difunto. Enterrado por adultos biempensantes, por la propia familia, y, en último y no menos importante lugar, también por ti mismo. Asesinado por quienes más lo amaban, por quienes él amaba más que a nadie en el mundo. Hoy recuerdas a aquel niño y te dejas embargar por la nostalgia. Pero ni siquiera sabes cómo puedes recordarlo, si él ya no existe, si quizá no ha existido nunca. ¿Será, acaso, te preguntas, porque aunque no exista sigue vivo todavía de alguna forma, latiendo y palpitando dentro de ti y tal vez en contra de ti mismo, tu niño antiguo, el niño aquel, aquel niño, todavía, ese niño redivivo y renaciente que siempre resucita en navidad?
Las máscaras mortuorias con las que los adultos se exhiben, esas formalidades que entretejen los reconocimientos y hacen de la identificación un baluarte para defenderse de lo imprevisto o inesperado, asegurando que solo sea posible la repetición cansina y automática de conductas y personalidades, es el recurso más efectivo para ahogar al niño que fuimos, pero a veces lo añoramos.
ResponderEliminarGracias por el comentario: "niño que fuimos, pero a veces lo añoramos (y nos añora)" Un abrazo, que te conozco.
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