La vacunación avanza, rauda y veloz, como un tiro, según expresión cacareada por nuestro presidente del gobierno, hacia una cobertura del 100% de la población general, incluidas las tiernas criaturas, no sólo las que tenemos, sino también las venideras, dado que el proceso incluye a las madres embarazadas. La salvación merced a la inoculación general de la mesiánica vacuna, sin embargo, es una falacia que salta enseguida a la vista de cualquiera que lo quiera ver -pero no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Como
la virtud salvífica del agua bendita de Lourdes, que no depende de la
composición química del líquido elemento (H2O), sino de la fe que depositan en ella los que
la beben, porque es esta y no el agua la que obra los milagros. Todas
las religiones se fundamentan en la fe de sus fieles feligreses, y el
fanatismo vacunatorio no iba a ser menos. Pero la verdad es muy otra:
la vacunación no hace nada para detener la propagación de la
epidemia, porque no evita ni la contaminación ni la transmisión del
virus.
Todas
las ideologías religiosas o laicas como esta de la vacunación
integral son sordas a la mera constatación de cualquier efecto
perverso y sordas a cualquier cuestionamiento crítico que se haga
desde la razón. En este caso, es tabú hablar de los graves efectos
indeseables relacionados con la inoculación de los jóvenes. Pero la
realidad está ahí, y no se puede esconder como el polvo bajo la
alfombra indefinidamente. Los seguidores del nuevo credo basado en la ciencia niegan
la importancia de las muertes: es un caso entre un millón, dicen. Pero si te
toca, te tocó. Pero no es una lotería, es la lógica del sacrificio: para que los demás vivan alguien tiene que morir.
Esta
ideología industrial y científica de la vacunación integral
funciona como las religiones en tiempos de crisis en el pasado. Tiene
sus sumos sacerdotes, los expertos -antiguos péritos, con acento
esdrújulo ridiculizador de su pericia- y sus devotos, que acaparan más que nunca
la palabra en los púlpitos televisivos. Tiene su Santa Inquisición
mediática, que excomulga a los pensadores desviados que difunden 'desinformación médica o científica' -ellos se arrogan el monopolio de la Información- y quisiera
quemarlos vivos como a las brujas en el pasado. Y produce masivamente
chivos expiatorios (los que no se han sometido a la inoculación) que
son tratados como las víctimas de la peste o los leprosos medievales, o más recientemente como las víctimas del SIDA. Esta
situación es tanto más absurda cuanto que cada persona vacunada es
una futura persona no vacunada que no lo sabe, ya que todo se pondrá
en cuestión para los que no tomen su tercera dosis, antes de la
cuarta, la quinta, la sexta, etc.
Puede
que el principio mismo del "salvoconducto sanitario" se
base en una mentira descarada, pero su lógica
discriminatoria se viene desarrollando de forma drástica desde hace
varios meses. Y por si la pérdida de puestos de trabajo, la falta de
acceso a restaurantes, locales culturales, etc., no fueran
suficientes, los gobiernos europeos compiten ahora entre sí en su carrera contra el nuevo enemigo público número uno en que se
han convertido los no vacunados. Algunos países ya no se limitan a
excluir, ahora quieren multar, castigar y encarcelar. Esta mórbida
lógica discriminatoria, que viola los derechos humanos que se creían
"inalienables", enfrenta a los ciudadanos entre sí y
seguramente será descrita algún día por los historiadores del futuro como una
especie de locura colectiva que nos invadió en esta Edad Media de la
que no hemos acabado todavía de salir.
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