Unas declaraciones de un veterano periodista español, Iñaki Gabilondo, llaman mi atención porque dicen más verdad de la que suelen decir los periodistas, dedicados como cariátides (no en vano algunos se llaman columnistas), a sostener y no enmendar el templo de la realidad, o, como ellos prefieren decir, la actualidad.
Tras medio siglo de actividad profesional, que se dice pronto, este hombre decide retirarse paulatinamente de los medios de creación y manipulación de la opinión pública a los que ha servido fielmente durante tanto tiempo descolgándose con unas jugosas confesiones.
Al comentario no exento de cierto amable reproche del entrevistador de “usted parece el periodista que huye de la actualidad porque ya no la soporta”, responde: “Para hacer este trabajo hay que tener fe (y yo la estaba perdiendo)”. Respuesta con la que le da la razón en parte, reconociendo que ya no soporta la actualidad, y razonando el motivo de su incomodidad personal de tener que salir todos los días a la palestra con un "escepticismo excesivo".
Con eso ya está dicho todo: el trabajo del periodista es defender la realidad, la actualidad como él dice. Su labor improbus consiste en sostener que la actualidad es la verdad, y para eso hace falta mucha fe porque si la actualidad fuera verdad se sostendría por sí misma ella sola y no necesitaría de la periódica charlatanería impresa y expresa de los reporteros que dé cumplida cuenta de ella.
El sano escepticismo o falta de fe hace que a uno le entre el gusanillo de la duda, la duda razonable que, a su vez, hace que uno se sienta incómodo con su trabajo y de algún modo empachado, como sostenía en declaraciones a otro medio: “Me retiro de este territorio a petición propia porque deseo dejar de hacer comentarios y análisis políticos. (…) El problema es que estoy empachado. Sé defender mis opiniones, pero cada vez me cuesta más tenerlas”.
Reconoce el afamado comentarista político que tiene, como todo hijo de vecino, sus opiniones particulares, pero cada vez le cuesta más “tenerlas”, es decir, albergarlas y asumirlas como propias, como si la razón común que le asiste a él como nos asiste a todos le estuviera liberando de la necesidad de defender a capa y espada lo menos común que tenemos, nuestras convicciones, dentro de lo común que es que cada cual tenga sus propias opiniones. Por eso reconoce, confidencialmente: “Para asomarse día a día hacen falta unas fuerzas que ya no tengo y una fe que flaquea. No quiero ser el cenizo pesimista de las 8:30. Antes de que se apague la luz, prefiero iluminar otros rincones”.
Es una lástima que el desengaño, por así llamarlo, les llegue a las personas a una edad tan avanzada, que necesitemos tantos años, setenta y ocho en su caso, para que, como él dice, nos flaquee la fe, para que la obesa mórbida que es esa virtud teologal se nos quede en los puros y desnudos huesos. Pero así como no hay razones para el optimismo, tampoco debe haberlas para el pesimismo ceniciento.
Facta non uerba (hechos, no palabras) dice el proverbio clásico, pero no hay facta sin uerba, no hay actualidad sin un periodismo que la sostenga. La actualidad no deja de ser una de las hipóstasis de la eternidad, al igual que los bancos son la hipóstasis del capitalismo. Y el hecho de que los hechos, valga la redundancia, necesiten palabras muestra de alguna manera su vulnerabilidad e inconsistencia, y revela que quizá no estén tan hechos como parece a simple vista. Tal vez los hechos no estén tan hechos como su nombre indica, o "hacidos", como diría un niño que está aprendiendo a hablar. Acaso no estén tan hechos como para que, a falta de palabras que los justifiquen, no puedan deshacerse. Esto último no está garantizado por nada ni por nadie, desde luego. Pero por eso mismo puede merecer la pena intentarlo, por si acaso.