jueves, 27 de junio de 2024
Pareceres LII
miércoles, 26 de junio de 2024
SFD "Síndrome de Fatiga Democrática"
martes, 25 de junio de 2024
Mezcolanza
lunes, 24 de junio de 2024
La cabeza en los pies
domingo, 23 de junio de 2024
Ricos y pobres
Escribe Agustín de Hipona, San Agustín (Ciudad de Dios contra paganos, VII, 11-12), que a Júpiter, que era el nombre que correspondería, mutatis mutandis, a nuestro Dios judeocristiano en la religión politeísta de la antigua Roma, una religión sin embargo en vías de transición al monoteísmo dado que entre los muchos dioses y diosas inmortales a los que se rendía culto él era el padre de dioses y hombres y también su rey omnipotente, a Júpiter, decía, también se le llamaba en la antigua Roma Pecunia, es decir, Dinero. Se preguntaba, no obstante, el hiponense si no hubiera sido más adecuado llamarle Pecunio, con género gramatical masculino.
Un poeta republicano Valerio Sorano había definido a Júpier como "omnipotente" y "padre y madre" (progenitor genitrixque), de reyes, cosas y dioses, y al mismo tiempo como dios único y como todos los dioses a la vez. Varron, citado por san Agustín, ha transmitido su cita: Iuppiter omnipotens, regum rerumque deumque / progenitor, genitrixque deum, deus unus, et omnes.
Horacio había ya dejado un hexámetro donde se refería al dinero no tanto como divinidad sino como rey, o más propiamente reina, del mundo: et genus et formam regina Pecunia donat, : "Dona linaje además de belleza la reina Moneda".
Ya entre los griegos Aristófanes había sacado una comedia titulada Pluto ('riqueza', de donde deriva nuestra “plutocracia”, traducida a menudo como 'Dinero'), donde se decía que era un dios ciego que repartía dinero a troche y moche sin mirar a quién se lo daba, por lo que la riqueza, y la felicidad consiguiente, estaba mal repartida. Cuando Pluto al final de la comedia recupera la vista comienza a repartirlo justamente enriqueciendo a los pobres y empobreciendo a los ricos.
Pero se rebela el santo de Hipona contra esa denominación, que le parecía de una gran bajeza y un insulto a la divinidad. Es cierto que gracias al dinero se pueden conseguir todas las cosas (eius sunt omnia, que nos recuerda al hemistiquio virgiliano y panteísta Iouis omnia plena, 'todo está lleno de Júpiter'), pero eso no le convierte en un dios bueno. Otro gallo nos cantaría, propone él, si dijéramos que el verdadero nombre de Dios es Riqueza, porque eso nos permitiría diferenciar entre riqueza y dinero, y cambiar el significado de rico, que ya no sería el que posee mucho dinero, sino el que posee sabiduría, bondad y demás virtudes.
Ricos, en efecto, llamamos a los sabios, a los justos, a los buenos, que tienen poco o ningún dinero; más bien son ricos en virtudes, las cuales, aun en las necesidades de las cosas corporales, les hacen sentirse satisfechos con lo que tienen ('nam dicimus diuites sapientes, iustos, bonos, quibus pecunia uel nulla uel parua est; magis enim sunt uirtutibus diuites, per quas eis etiam in ipsis corporalium rerum necessitatibus sat est quod adest').
Y consecuentemente también cambiamos el significado de 'pobres' que ya no son los que no tienen dinero, sino por el contrario los que lo tienen y mucho pero, por eso mismo, nadando en su misma abundancia, nunca estarán satisfechos con lo mucho que tienen, que siempre se les hará poco porque siempre querrán más. Pobres, en cambio, llamamos a los avaros, siempre ansiosos y necesitados; pues aunque pueden tener mucho dinero, en su misma abundancia, por grande que sea, no pueden por menos de estar necesitados ('pauperes uero auaros, semper inhiantes et egentes; quamlibet enim magnas pecunias habere possunt, sed in earum quantacumque abundantia non egere non possunt').
El santo de Hipona ha hecho suya la paradoja realizando un cambio semántico en que ambas palabras han pasado a significar lo contrario de lo que significaban: los ricos son pobres y los pobres son ricos. ¿Qué es lo que ha trocado el sentido de estos términos? La conformidad o sapientia con la realidad que tiene cada uno: los ricos son pobres porque no se conforman con lo mucho que tienen. Los pobres son ricos porque se conforman con lo poco que tienen. Es la religión del conformismo la que propone el obispo de Hipona.
Por todo ello propone que a Júpiter, o en nuestro caso a Dios, que para el caso viene a ser lo mismo, no le llamemos Dinero, que es su verdadero nombre, sino Sabiduría (por no recurrir al nombre de la vieja diosa Minerva) o, mejor diríamos, Conformidad o Conformismo con lo establecido, con la realidad tal como es, con Lo-que-hay (sat est quod adest), pero todos sabemos, porque lo sentimos en el fondo de nuestro corazón, que lo que hay no es lo mejor que podía haber.
oOo
Un chiste de ricos y pobres
Iba una vez un pobre infeliz por el bosque, cuando de repente le sale un enmascarado esgrimiendo la espada y gritándole:
-¡Alto ahí! Soy Robin Hood de los bosques, el que roba a los ricos para dárselo a los pobres.
Y el mendigo le contesta:
-Ay de mi, yo soy el más pobre de todos los pobres, señor Hood.
-¿En serio? -le pregunta Robin interesándose vivamente por su caso personal- pues, si es así, ten, toma.
Y empezó a darle sacos y cofres de oro y joyas del botín recientemente expropiado a los ricos. Al poco rato, cuando se quedó solo, el mendigo empezó a dar saltos de contento gritando como un loco:
-¡Albricias! ¡Soy rico! ¡Soy inmensamente rico!.
Y en eso le asalta otra vez el enmascarado y le grita esgrimiendo la espada y cargado de razón:
-¡Alto ahí, soy Robin Hood de los bosques, el que roba a los ricos para dárselo a los pobres!
sábado, 22 de junio de 2024
schola, scholae
viernes, 21 de junio de 2024
Lecturas ejemplares: El lobo estepario, de Hermann Hesse
"Me encontré arrebatado, en un mundo agitado y bullicioso. Por las calles corrían los automóviles a toda velocidad y se dedicaban a la caza de los peatones, los atropellaban haciéndolos papilla, los aplastaban horrorosamente contra las paredes de las casas. Comprendí al punto: era la lucha entre los hombres y las máquinas, preparada, esperada y temida desde hace mucho tiempo, la que por fin había estallado. Por todas partes yacían muertos y mutilados, por todas partes también automóviles apedreados, retorcidos, medio quemados; sobre la espantosa confusión volaban aeroplanos, y también a éstos se les tiraba desde muchos tejados y ventanas con fusiles y con ametralladoras. En todas las paredes anuncios fieros y magníficamente llamativos invitaban a toda la nación, en letras gigantescas que ardían como antorchas, a ponerse al fin al lado de los hombres contra las máquinas, a asesinar por fin a los ricos opulentos, bien vestidos y perfumados, que con ayuda de las máquinas sacaban el jugo a los demás y hacer polvo a la vez sus grandes automóviles, que no cesaban de toser, de gruñir con mala intención y de hacer un ruido infernal, a incendiar por último las fábricas y barrer y despoblar un poco la tierra profanada, para que pudiera volver a salir la hierba y surgir otra vez del polvoriento mundo de cemento algo así como bosques, praderas, pastos, arroyos y marismas.
Otros anuncios, en cambio, en colores más finos y menos infantiles, redactados en una forma muy inteligente y espiritual, prevenían con afán a todos los propietarios y a todos los circunspectos contra el caos amenazador de la anarquía, cantaban con verdadera emoción la bendición del orden, del trabajo, de la propiedad, de la cultura, del derecho, y ensalzaban las máquinas como la más alta y última conquista del hombre, con cuya ayuda habríamos de convertirnos en dioses. Pensativo y admirado leí los anuncios, los rojos y los verdes; de un modo extraño me impresionó su inflamada oratoria, su lógica aplastante; tenían razón, y, hondamente convencido, me quedé parado ya ante uno, ya ante el otro, y, sin embargo, un tanto inquieto por el tiroteo bastante vivo. El caso es que lo principal estaba claro: había guerra, una guerra violenta, racial y altamente simpática, en donde no se trataba de emperadores, repúblicas, fronteras, ni de banderas y colores y otras cosas por el estilo, más bien decorativas y teatrales, de fruslerías en el fondo, sino en donde todo aquel a quien le faltaba aire para respirar y a quien ya no le sabia bien la vida, daba persuasiva expresión a su malestar y trataba de preparar la destrucción general del mundo civilizado de hojalata. Vi cómo a todos les salía risueño a los ojos, claro y sincero, el afán de destrucción y de exterminio, y dentro de mí mismo florecían estas salvajes flores rojas, grandes y lozanas, y no reían menos. Con alegría me incorporé a la lucha."
Hermann Hesse: El lobo estepario (1927), Ed. Alianza, Madrid, 2004 (7ª reimp.), págs. 203-204:
jueves, 20 de junio de 2024
El jefe Montaña de Orgullo
miércoles, 19 de junio de 2024
Mixtura
martes, 18 de junio de 2024
Higos dulces como la miel
Marco Porcio Catón, también conocido como Catón el Viejo o Catón el Censor, que vivió a caballo entre los siglos III y II antes de nuestra era, es en la historia de la literatura occidental el creador de la prosa latina; autor, entre otros libros, de una obra historiográfica Origines y de un tratado De agricultura, era un romano chapado a la antigua que se opuso al círculo helenístico de los Escipiones, y a la influencia griega que cada vez permeaba más en la sociedad romana, lo que no le impidió, según se cuenta, sin embargo, ponerse a estudiar griego a la avanzada edad de ochenta años.
Cuenta
Plutarco en su biografía de Catón el Viejo que en una sesión del
senado sorprendió a los senadores haciendo aparecer ante su vista
como por arte de magia unos higos frescos, muy apetecibles por su
tamaño y hermosura, que sacó de los pliegues de su toga donde los
llevaba guardados, y diciéndoles que las higueras de las que habían
sido arrancados no distaban de Roma más de tres días de navegación,
es decir, estaban cerca, muy cerca, relativamente cerca, en el norte
de África, pues eran higos líbicos, de Cartago. La mención de
aquel nombre propio sin duda les provocó el escalofrío del grito de
alarma de '¡Aníbal está a las puertas!', es decir, que el enemigo
estaba a pocas millas de Roma, como llegó a estar después de haber
cruzado los Pirineos y los Alpes con sus elefantes y sus tropas y haberse
introducido en la península itálica y estado a punto de destruir
la ciudad eterna si no se hubiera demorado en las delicias de Capua.
Aquellos higos de la Libia, dulces sin duda como la miel, eran la prueba palpable y evidente de la amenaza real del esplendor comercial cartaginés. Para el viejo terrateniente los púnicos, como llamaban los romanos a los de Cartago, descendientes de los fenicios, la odiada rival pese a haber sido derrotada dos veces antes, descollaba en la producción del vino y de los higos, y era pujante su comercio marítimo por el Mediterráneo.
Hasta tal punto se había obsesionado Catón con Cartago que, aunque no viniera a cuento, siempre que tenía oportunidad concluía con un odio implacable sus intervenciones en el senado con la misma cantilena: “Creo que Cartago tiene que dejar de ser lo que es”, o, como diríamos con verbo más moderno: “Cartago tiene que dejar de existir”. Escipión Nasica, sin embargo, cuenta Plutarco, opinaba lo contrario. Para él Cartago tenía que seguir siendo lo que fuera y existiendo.
Son dos actitudes aparentemente contrapuestas: Catón el Viejo representa el delenda est Carthago -'hay que destruir Cartago'-, mientras que Escipión Nasica representa lo contrario: seruanda est Carthago -'hay que conservar Cartago'-. Pero Nasica no lo hacía por amor a la paz, porque él, en eso era igual que Catón, no era ningún pacifista, sino porque interesaba a la república mantener una 'guerra fría', avant la lettre, y crear así la ilusión de que había un enemigo externo que había que preservar, porque el enemigo, a fin de cuentas, era más útil vivo y tenido a raya que muerto y como tal eliminado.
Escipión: -Non destruatur Cart(h)ago propter mala nobis inde uentura. (Que no se destruya Cartago por los males que van a venirnos a raíz de eso)
Catón: -Destruatur Cart(h)ago propter mala nobis iugiter mun(i)enda. (Que se destruya Cartago por los males que van a creársenos constantemente)
Cartago había sido la potencia rival de Roma, el enemigo histórico que había sido derrotado en la primera y en la segunda guerra púnicas, cuyo recuerdo convenía mantener vivo porque la plebe romana vivía aquella paz desordenadamente y era menos obediente al senado, por lo que en cualquier momento podía estallar una revuelta social. En realidad Escipión Nasica sabía que el poder de los cartagineses no era tan grande como para temer que pudieran vencer a los romanos ni tan pequeño como para despreciarlo.
Catón el Viejo convenció al senado gracias a su retórica y a sus higos presuntamente cartagineses, y fue el responsable de la tercera y última guerra púnica que estalló en el año de su muerte, el 149 antes de nuestra era, cuya destrucción acaeció en la primavera del año 146, por lo que él no pudo contemplar cómo los legionarios de Escipión Emiliano demolieron durante días lo mucho que todavía quedaba en pie tras el asedio, roturando el solar durante diecisiete días, según se cuenta, con sal para que no germinara ni creciera siquiera una triste higuera.
La destrucción de Cartago al final de la tercera guerra púnica, como escribirá el historiador Salustio, supondrá paradójicamente el inicio de la decadencia de Roma y su régimen republicano. Desaparecido el enemigo exterior, que garantizaba la cohesión interna, la ciudad se volverá contra sí misma, pues era el miedo al enemigo cartaginés o púnico lo que la mantenía unida “in bonis artibus” en el buen gobierno, metus hostilis in bonis artibus ciuitatem retinebat, como dejó escrito Salustio.
Jacobo de la Vorágine pone en boca de Nasica las siguientes palabras que resumen a la perfección su pensamiento: "No me gusta el consejo de Catón. Pues yo considero que es útil a la república que tengamos ciertos enemigos, porque eso nos mantendrá en el temor y el temor nos mantendrá en la unidad, pero si no tenemos enemigos exteriores, nos nacerán interiores, ya que si nos falta por cualquier parte una guerra externa, sin duda la tendremos intestina, porque la propia seguridad y la paz serán entre nosotros la causa de múltiples desgracias".
Viniendo a lo de hoy, asistimos a una nueva estrategia: enarbolar el catoniano delenda est Rusia azuzando a otros para que combatan contra el enemigo, al que hay que destruir, evitando así el desgaste propio. El imperio estadounidense, que podría ser en la actualidad, mutatis mutandis, el equivalente del romano, se encuentra ante Rusia y China en la misma coyuntura que Roma ante Cartago. El tío Sam teme a Rusia, pero en lugar de enfrentarse a ella directamente lo hace a través de su títere ucraniano, el actor nato, con el apoyo político y económico de la Unión Europea y de sus aliados atlantistas.