Dos lecturas ahora que se acaba el curso, llegan las notas y los medios de comunicación hablan de los que han sacado las mejores calificaciones en la EBAU, EVAU, PAU, Selectividad o como quiera que se llame.
Los padres eufóricos celebran que sus criaturas han sacado buenas notas y han aprobado, y hablan de su futura orientación académica y profesional. Poco importa que sus hijos sean, la mayoría de las veces, amebas sin interés ni sentido crítico ni cultura. Lo que cuenta son las notas. Y los padres, orgullosos de sus hijos, compiten entre sí para demostrar lo buenos que son sus hijos y lo bien que van en la escuela o en el instituto. Unos niños masificados, adoctrinados, homologados por el mismo rasero. Y unos padres convencidos de que la escuela es un lugar donde se imparte cultura... Son viejas y falsas creencias, difíciles de erradicar.
Por eso es interesante volver a leer a Ivan Illich y su “La sociedad desescolarizada”, publicado originalmente en 1970, pero sin olvidar tampoco a un autor injustamente olvidado, anterior a él, Giovanni Papini, que en 1914 publicó “Cerremos las escuelas”, un texto cáustico y provocador, que se revela más actual que nunca y que expresa con décadas de antelación un malestar cada vez más agudo y propone una solución extrema a un problema hecho crónicamente insoluble. Una propuesta radical que aún hoy podría suscitar debate si alguien tuviera el valor de expresar tal disidencia: cerrar las escuelas, pero no por el período vacacional, sino indefinidamente.
Escuela y retórica progresista - G.Papini
Pero, ¿qué han hecho los niños, los adolescentes, los jóvenes para que, desde los seis a los diez años, a los quince, a los veinte y a los veinticuatro años, los encerréis tantas horas del día en vuestras prisiones blancas para hacer sufrir su cuerpos y dañar sus cerebros? ¿Con qué pretextos traicioneros os permitís disminuir su placer y su libertad en la época más bella de su vida y comprometer para siempre la frescura y la salud de su inteligencia?
No saquéis la artillería pesada de la retórica progresista: las razones de la civilización, la educación del espíritu, el avance del conocimiento... Sabemos con absoluta certeza que la civilización no surgió de las escuelas y que las escuelas entristecen los ánimos en vez de levantarlos y que los descubrimientos decisivos de la ciencia no surgieron de la enseñanza pública sino de la investigación desinteresada y quizás loca y solitaria de hombres que a menudo no habían ido a la escuela o no enseñaban allí.
Sabemos igualmente y con la misma certeza que la escuela, siendo por necesidad formal y tradicionalista, ha contribuido muy a menudo a petrificar el conocimiento y a retrasar con un obstruccionismo obstinado las revoluciones y reformas intelectuales más urgentes. No es, por su naturaleza, una creación, un trabajo espiritual sino un simple organismo e instrumento práctico. No inventa los conocimientos sino que se enorgullece de transmitirlos. Y ni siquiera desempeña bien este último papel, porque los transmite mal o al transmitirlos impide la mayor parte de las veces la formación de otros conocimientos nuevos y mejores secando y distorsionando los cerebros receptores.
Las escuelas, por tanto, no son más que reclusorios para menores educados para satisfacer necesidades prácticas y puramente burguesas. Para los profesores es sobre todo la razón de ganarse el pan, la carne y la ropa con una profesión considerada "noble" y que también ofrece tres meses de vacaciones al año y algún pequeño beneficio de vanidad. Añádase a esto el placer sádico de poder aburrir, intimidar y atormentar impunemente al final de la vida a unos miles de niños o jóvenes. Nadie -salvo en discursos- piensa en la mejora de la nación, en el desarrollo del pensamiento y menos aún en lo que se debería pensar más: el bien de los hijos.
El hombre, en los tres sexenios decisivos de su vida (de seis a doce, de doce a dieciocho, de dieciocho a veinticuatro), necesita libertad para vivir. Libertad para fortalecer el cuerpo y preservar la salud, libertad al aire libre: en las escuelas se arruinan los ojos, los pulmones, los nervios (¡cuántos miopes, anémicos y neurasténicos pueden maldecir con razón a las escuelas y a quienes las inventaron!). Libertad para desarrollar su personalidad en una vida abierta a diez mil posibilidades, en lugar de la artificial y restringida de clases y colegios. Libertad para aprender realmente algo, porque no se aprende nada importante de las clases sino sólo de los buenos libros y del contacto personal con la realidad. En la que cada uno encaja a su manera y elige lo que más le conviene en lugar de someterse a esa manipulación seca y uniforme que es la enseñanza.
En las escuelas, sin embargo, tenemos el encierro diario en aulas polvorientas y llenas de vientos -la inmovilidad física más antinatural- la inmovilidad del espíritu obligado a repetir en lugar de buscar -el esfuerzo desastroso por aprender muchas cosas inútiles con métodos imbéciles- y el sistemático ahogamiento de cada personalidad, originalidad e iniciativa en el mar negro de programas uniformes.
Hasta los seis años el hombre es prisionero de padres, niñeras e institutrices; de los seis a los veinticuatro está sometido a padres y profesores; desde los veinticuatro años es esclavo del cargo, del jefe de sección, del público y de su mujer; entre los cuarenta y los cincuenta años está mecanizado y osificado por los hábitos (más terribles que cualquier amo) y sigue siendo sirviente, esclavo, prisionero, presidiario y títere hasta su muerte.
¡Dejad al menos a la infancia y la juventud disfrutar de un poco de anarquía higiénica! La única excusa (nunca suficiente) para este larguísimo encarcelamiento escolar sería su reconocida utilidad para los hombres del futuro. Pero sobre este punto hay suficiente acuerdo entre las mentes más ilustradas. La escuela hace mucho más daño que bien a los cerebros en desarrollo.
(La continuación del texto puede leerse en ¡Mamá, no quiero volver al cole!)
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Dos chistes escolares:
La maestra a toda la clase:
-Hoy vamos a impartir Educación Sexual.
Una niña alza la mano y pregunta:
-Señorita, ¿podemos salir al patio de recreo las que ya follamos?
Comentario: Las formas arcaicas de represión sexual prohibían que se hablara de ello: era pecado, tabú, estaba vedado. Las más modernas y vigentes hablan de ello, por el contrario, constantemente, lo han domesticado y convertido en una disciplina educativa (“educación sexual”). Hay que practicar el sexo, dicen ahora, con las medidas profilácticas convenientes, por supuesto, de ahí la impertinencia de la niña desmandada “que ya folla” por su cuenta y riesgo, y que tiene un conocimiento práctico que hace inútil la explicación teórica de la unidad didáctica que pretende explicarles la maestra.
Una maestra progresista y comprometida con la mejora de la educación le pregunta a un niño en clase:
-A ver, Jaimito, ¿cómo desearías que fuera y te imaginas tú la escuela ideal y perfecta?
-¡Cerrada a cal y canto, señorita!