Ahora que la Unión Europea da a Ucrania "un balón de oxígeno", como dice la prensa -refiriéndose con esta expresión a la cuantiosa suma de cincuenta mil millones de euros para seguir manteniendo la guerra contra Rusia- vuelve Giorgio Agamben, una de las mentes más lúcidas de la actualidad, a la carga con el texto Teatro y política, publicado en italiano el 19 de enero de 2024 en su columna "Una voce" del sitio güeb de la editorial Quodlibet, donde puede leerse en versión original.
Es cuando menos singular que uno no se interrogue sobre el hecho, no menos imprevisto que inquietante, de que el papel de líder político sea asumido en nuestro tiempo cada vez más por actores: es el caso de Zelenski en Ucrania, pero lo mismo había ocurrido en Italia con Grillo (eminencia gris del Movimiento 5 Estrellas) e incluso antes en Estados Unidos con Reagan. Ciertamente, es posible ver en este fenómeno una prueba del declive de la figura del político profesional y del creciente influjo de los medios de comunicación y de la propaganda en cualquier aspecto de la vida social; pero, en todo caso, es evidente que lo que está ocurriendo implica una transformación de la relación entre política y verdad sobre la que es necesario reflexionar. Que la política tenga algo que ver con la mentira es algo que, de hecho, se da por descontado; pero esto significaba simplemente que el político, para conseguir los objetivos que consideraba desde su punto de vista verdaderos, podía sin demasiados escrúpulos decir lo falso.
Lo que está ocurriendo ante nuestros ojos es algo diferente: ya no hay un uso de la mentira para los propios fines políticos, sino que, por el contrario, la mentira se ha convertido en sí misma en el fin de la política. Es decir, la política es puramente y simplemente la articulación social de lo falso. Se comprende entonces por qué el actor es ahora necesariamente el paradigma del líder político. Según una paradoja que desde Diderot hasta Brecht nos ha resultado familiar, el buen actor no es, de hecho, el que se identifica apasionadamente con su papel, sino el que, conservando la sangre fría, se mantiene por así decirlo a distancia de él. Parecerá tanto más verdadero cuanto menos disimule su mentira. El escenario teatral es, pues, el lugar de una operación sobre la verdad y sobre la mentira, en la que lo verdadero se produce exhibiendo lo falso. El telón se levanta y se cierra precisamente para recordar a los espectadores la irrealidad de cuanto están viendo.
Lo que define hoy la política —convertida, como se ha dicho eficazmente, en la forma extrema del espectáculo— es una inversión sin precedentes de la relación teatral entre verdad y mentira, con miras a producir la mentira mediante una operación particular sobre la verdad. La verdad, como hemos podido ver en estos últimos tres años, no está, de hecho, ocultada y, sigue, por el contrario, siendo fácilmente accesible a cualquiera que tenga voluntad de conocerla; pero si antes —y no sólo en el teatro— la verdad se alcanzaba mostrando y desenmascarando la falsedad ('veritas patefacit se ipsam et falsum'), ahora en cambio la mentira se produce por así decir mostrando y desenmascarando la verdad (de ahí la importancia decisiva del discurso sobre las 'fake news'). Si en su tiempo lo falso era un momento en el movimiento de la verdad, ahora la verdad sólo cuenta como un momento en el movimiento de lo falso.
En esta situación, el actor es, por así decirlo, de casa, aunque, frente a la paradoja de Diderot, deba en cierto modo duplicarse. Ningún telón separa ya el escenario de la realidad, que —según un recurso que los directores modernos nos han hecho familiar, obligando a los espectadores a participar en la obra— se convierte ella misma en teatro. Si el actor Zelenski resulta tan convincente como líder político, es precisamente porque es capaz de proferir mentiras siempre y en cualquier lugar sin ocultar nunca la verdad, como si ésta no fuera sino una parte ineludible de su actuación. Él —como la mayoría además de los líderes de los países de la OTAN— no niega el hecho de que los rusos han conquistado y anexionado el 20% del territorio ucraniano (que, además, ha sido abandonado por más de doce millones de sus habitantes), ni que su contraofensiva ha fracasado por completo; ni que, en una situación en la que la supervivencia de su país depende totalmente por completo de una financiación extranjera que puede cesar en cualquier momento, ni él ni Ucrania tienen delante de sí ninguna posibilidad real. Decisivo es por esto que, como actor, Zelenski provenga de la comedia. A diferencia del héroe trágico, que tiene que sucumbir a la realidad de unos hechos que desconocía o creía irreales, el personaje cómico hace reír porque no deja de exhibir la irrealidad y la absurdidad de sus propias acciones. Ucrania, llamada antaño la Pequeña Rusia, no es sin embargo un escenario cómico, y la comedia de Zelenski no podrá en último término más que convertirse en una amarga tragedia realísima.