De alguna forma Randolph Bourne (1886-1918), del que hablábamos aquí, fue un escritor maldito, no sólo por su aspecto físico de fácil caricatura debido a su baja estatura, rostro deformado por los fórceps en el parto, y jorobado, como consecuencia de la tuberculosis vertebral que padeció a los cuatro años, sino sobre todo por su firme postura contracorriente opuesta a la primera guerra mundial, que lo enfrentó a casi todos los intelectuales norteamericanos tanto progresistas como conservadores, que apoyaban la participación de su país en la guerra que había estallado en Europa y que iba, según creían, a poner fin a todas las demás, actitud antibelicista por la que fue marginado y lo expulsaron de los medios progresistas, que rompieron definitivamente con él, cada vez más aislado y marginado, cuando, en abril de 1917, Estados Unidos declaró la guerra a Alemania y se unió a la Triple Entente.
Logró publicar algunos artículos en pequeñas revistas como The Seven Arts, que tuvo que cerrar al año de fundada, o The Masses, que fue clausurada bajo la acusación de poner trabas al reclutamiento militar obligatorio.
El 22 de diciembre de 1918, apenas un mes después de finalizado el conflicto bélico, Bourne moría a los 32 años de edad víctima de la epidemia de la llamada gripe española provocada por la guerra a la que tan implacablemente se había opuesto.
En este apasionante alegato, que cautivó a John Dos Passos, Lewis Mumford o Noam Chomsky, el Estado se quita su máscara pacifista y muestra su verdadero rostro beligerante, que se sirve de la guerra para extender su dominio sobre otros Estados y para aplastar toda disidencia interna con leyes de excepción que acaban normalizándose. Bourne hace un análisis mordaz de cómo el intelectual progresista americano, aliándose con las fuerzas más reaccionarias, abandona su pacifismo e internacionalismo y pasa a defender una guerra humanitaria que se hace en nombre de la democracia, de la libertad y de la propia paz, y muestra la esencia totalitaria del Estado que impone un único discurso y pensamiento.
La denuncia de Bourne, viniendo a nuestros días, sigue viva más de un siglo después: tras el inicio de la invasión rusa de Ucrania, hemos visto cómo se fabricaba un relato único y un consenso a todos los niveles y se imponía una censura a todo asomo de crítica en torno al apoyo militar a Ucrania. Nadie defiende una solución diplomática y pacífica del conflicto: hay que responder militarmente a la intolerable agresión militar. Políticos e intelectuales que habían criticado el imperialismo yanqui y habían dicho "No a la guerra" en otras ocasiones respaldaban ahora el envío de armas al gobierno de Zelensky, y lo recibían a este con las manos abiertas: un actor títere que viste siempre de soldado y que se pasea por todo el mundo impunemente reclutando dinero y armas para enviar a su pueblo al cementerio.
Sin embargo, esta unanimidad resultaría incomprensible sin el fenómeno de la guerra al virus declarada previamente por la OMS y seguida por casi todos los gobiernos desde marzo de 2020. Recordemos aquellas proclamas: “Lo paramos (al enemigo, que era el virus) unidos, detener el coronavirus es responsabilidad de todos y todas. Si te proteges tú, proteges a los demás”. No podía haber fisuras, había que unirse contra el enemigo, que era la encarnación del mal, como enseguida pasó a serlo Putin, el zar democrático de Rusia. Se puso en marcha la propaganda de guerra: censura de los fact-checkers, intoxicación informativa...
El impulso gregario que, en palabras de Bourne, alienta el Estado con el sostén de los intelectuales para aplacar el menor signo de disidencia, encontró en la pandemia su mejor plasmación: esta, y no otra, era la inmunidad de rebaño que perseguían quienes nos gobiernan, que, como señala con mucho acierto Giorgio Agamben, pretende instalarnos en un estado de excepción permanente. Y de la pandemia hemos pasado al apoyo incondicional a Ucrania que ni siquiera ha sido objeto de debate en las recientes elecciones españolas, donde todos los partidos, tanto del gobierno como de la oposición, igual que en la pandemia, están de acuerdo y no ponen trabas al apoyo a Ucrania.
Hay que saludar la traducción al castellano de La guerra es la salud del Estado de Randolph Bourne, que publica entre nosotros ediciones El Salmón.
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