Los que ya peinamos canas, si aún no nos hemos quedado calvos, recordamos cómo nos engañaron durante más de cuarenta años con la llamada Guerra Fría. Nos inculcaron que había dos bandos opuestos y que había que decidirse por uno o por otro, el prosoviético o el proamericano, y resultó que los dos no eran tan distintos, sino dos caras de la misma moneda: uno consistía en que el estado estaba sometido al capital, el norteamericano, y el otro, el soviético, que el capital estaba sometido al estado.
Parecía que no había ninguna alternativa a esa falsa disyunción. Parecía que uno no podía decir que no a ambas formas de poder, porque si negaba una afirmaba, así nos hacían creer, inevitablemente la otra.
Cuando con la caída del muro de Berlín se vio que sólo quedaba una forma ya, que era la democrática progresada en la que se funden y confunden estado y capital, la mayoría de la gente, profundamente anestesiada, sólo sabía gastar dinero compulsivamente y comprar cosas que no necesitaba para nada: viajes y vacaciones para huir a ninguna parte, móviles y ordenadores para conectarse a la red y desconectarse de la realidad entre otras cosas por ejemplo.
Tras la caída del muro, asistimos a la retransmisión en directo de la Guerra del Golfo, una guerra autorizada y orquestada por la ONU contra el régimen iraquí, encabezada por Estados Unidos. Era fundamental que viéramos que había una guerra en el golfo pérsico, en la que participaba nuestro país entre muchos otros, de modo que creyéramos como contrapartida que vivíamos bajo un régimen de paz, democracia y libertad. El poder había progresado tanto que había encontrado a través de la información la forma sofisticada de entretenernos y de mantenernos subyugados.
Después entramos en el siglo XXI con la retransmisión una y otra vez, entrando en bucle, de la destrucción de las torres gemelas, que sirvió de pretexto al Imperio para declarar la guerra al terrorismo, bajo la que hemos vivido durante este primer cuarto de siglo hasta que en 2019 se declaró la guerra al virus con la proclamación de la Pandemia merced a la Organización Mundial de la Salud.
Desde arriba se fomenta el miedo. Lo hemos vivido muy recientemente. Nunca se nos dijo desde las altas instancias que no cundiera el pánico y que mantuviéramos la calma, sino todo lo contrario: se procuró alarmarnos, declarándose estados de emergencia y la guerra de todos contra todos, contra nosotros mismos y la naturaleza...
Tanto la pandemia, como la guerra de Ucrania, y ahora la de Israel y Hamás son creaciones de los mal llamados medios de comunicación. El Estado, mediante la información, nos hace creer en la realidad y en la necesidad de lo que por todos los medios a su disposición nos ofrece. Los televidentes somos telecreyentes.
Decir que la prensa es el cuarto poder es algo ya obsoleto. Es la televisión en el sentido más amplio del término, que incluye además del electrodoméstico que casi nadie que pase de los cuarenta reconoce públicamente que ve por vergüenza, la radio que escuchan los taxistas, la prensa escrita y todas las redes sociales a través de ordenadores, tabletas y móviles, la que nos hace tragar la realidad por un tubo a raudales con la producción acelerada de noticias para pasto y entretenimiento de las masas, que mueve tanto dinero y tiene un poder tan elevado que a su lado los demás poderes del Estado no tienen que esforzarse mucho, les basta con dejarse llevar por la corriente actualizada y dominante.
Nuestros gobiernos y gobernantes procuran que estemos entretenidos y al día... que nos aprendamos los nombres propios de los supuestos protagonistas, títeres en realidad de los hilos que los manejan, las cartas geográficas que nos facilitan, los datos históricos, gráficos y porcentajes numéricos, y que discutamos sobre todo ello, que nos informemos, en definitiva, para que nos formemos nuestra propia opinión personal, sin que nos hartemos nunca del mar innumerable de opiniones en el que bogamos: cada cual tiene el derecho y el deber de tener la suya, por muy modesta que sea, porque ese es el sello de identidad que configura su personalidad.
Las guerras que se libran actualmente no son las de un pueblo contra otro. Son guerras, en plural, pues tiene que haber más de una, que los líderes mundiales están librando contra todos los pueblos del mundo. Es la guerra de las altas finanzas, o del Dinero sin más, contra la humanidad.
Me envía un amigo el siguiente texto entresacado de "Carnaval y Caníbal" de Jean Baudrillard a propósito:
ResponderEliminar[D]e alguna manera, la estupidez es uno de los atributos del poder, casi un privilegio del oficio. (…) y explicaría por qué los más obtusos, los menos imaginativos, se mantienen en el poder por más tiempo. (…) Es una suerte de genio astuto que consigue que la gente elija a alguien más tonto que ellos (como precaución frente a una responsabilidad de la que siempre hay que ser cauteloso cuando cae desde arriba y por el júbilo secreto de presenciar el espectáculo de la imbecilidad y la corrupción de los que están en el poder). (…) los ciudadanos se inclinarán, sobre todo en tiempos turbulentos, masivamente hacia aquellos que no les pidan pensar.
Lo que debe ser abolido es el poder en sí y no solo en lo que tiene que ver con el rechazo a ser dominado -lo cual constituye la esencia de todas las luchas tradicionales-, sino también, y de modo igualmente violento, con el rechazo a dominar. Porque la dominación implica ambas cosas, y si el rechazo a dominar tuviera la misma violencia, la misma energía que el de ser dominado, hace mucho tiempo ya que habríamos dejado de soñar con la revolución. En consecuencia, se entiende por qué la inteligencia no puede, ni podrá nunca, estar en el poder: es precisamente porque está hecha de este doble rechazo. «Si supiera que en el mundo hay algunos hombres sin ningún poder, entonces sabría que no todo está perdido» (Canetti).