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lunes, 8 de julio de 2024

De eso es de lo que se trata

    La diferencia que establece la lengua inglesa, que es la del Imperio y la lengua franca del planeta, entre 'disinformation' y 'misinformation' es, si bien se mira, solo de matiz. De hecho, a la hora de traducir ambos términos al castellano, muchos traductores recurren al único “desinformación”, especificando a continuación que hay dos tipos: la accidental ('misinformation' o información falsa, inexacta o errónea sin más sobre los hechos) y la intencionada ('disinformation', información falsa que tiene como objetivo deliberado engañar, es decir, falsear intencionalmente los hechos para manipular a la gente). 
 
 
    En realidad, no hay que insistir tanto en la intencionalidad, sino en que esencialmente ambos tipos son el mismo: información falsa. Pero la información falsa no se contrapone a una supuesta información verdadera de cuyas fuentes todos desearíamos beber, porque no la hay. El hecho solo de querer in-formar, dar forma a algo significa que ese algo no tiene forma, que hay que conformarlo, ahormarlo metiéndolo en la horma del zapato o molde previo: informar es deformar, conformar, reformar, transformar. Quien da una información falsa está, queriendo o sin querer, construyendo la realidad. 
 
    El interés por las noticias del mundo decae, está de capa caída: cada vez hay más personas que evitan los medios de información, incluidas las redes sociales, de las que se desconectan. Antiguamente, antes de la aparición de la Red, se decía que lo que no salía por televisión no existía, ahora lo que no existe es lo que no está en la telaraña, y lo que está es la Realidad, esencialmente falsa. Por eso mismo, los medios de (in)formación tradicionales y la Red causan ansiedad, impotencia y, sobre todo, pese a su pretensión, desinformación. Gracias a ellos y a querer saber lo que pasa en el mundo no nos enteramos de lo que pasa a nuestro alrededor. 
 
  En otros tiempos nos quejábamos de nuestra falta de información, hoy, sin embargo, la queja es de información excesiva. 
 
 
    La preocupación por lo que es real y lo que es falso no nos deja ver que lo real, la realidad, es precisamente lo falso, lo que no es verdad, cosa que no impide su existencia. No es que sea difícil detectar cuáles son las noticias fiables y cuáles las falsas: todas son bulos, bolas o píldoras para que traguemos la realidad. 
 
    La mayoría de la gente joven, huyendo de la televisión, se informa a través de los vídeos subidos a las redes, porque creen que son más fiables y por lo tanto dan más credibilidad -"se cree lo que se vee, se vee lo que se cree"-. Estamos en la era audiovisual, con más preponderancia visual que auditiva, pese al éxito de los llamados podcasts. Muchos medios de (in)comunicación han explorado este formato para escapar de los algoritmos de las plataformas y muchos de ellos también se suben al vídeo y se difunden en las conocidas plataformas de YouTube o Tik Tok. Los periódicos digitales, de hecho, ya no sólo difunden imágenes fotográficas, sino, sobre todo, cada vez más vídeos. 
 
    Sin embargo, hay cierta saturación que dificulta descubrir nuevos contenidos. Los creadores de contenidos hacen su agosto: tienen miles de seguidores y, como dice una viñeta de Tute, el seguido no sabe a dónde va, ni sus seguidores. ¿A dónde va la gente, a donde va Vicente? Pero Vicente no sabe a dónde va.
     La Inteligencia Artificial, con mayúsculas honoríficas, viene a suplir las carencias de la inteligencia natural. Solamente un tercio de la población española, según unas encuestas no muy dignas de crédito por otra parte, confía en las noticias que difunden los medios en general. Es decir, que la mayoría desconfía, y hace bien porque no fiarse de las noticias del mundo y decirles adiós es luchar contra la desinformación, en su doble vertiente de 'misinformation' y 'disinformation'. En ambos casos se trata de formatear o conformar una realidad que es falsa por su propia pretensión de ser verdadera. Pensemos, sin ir más lejos, en el éxito colosal que tuvo la pesadilla pandémica pasada.

lunes, 23 de octubre de 2023

¿De qué lado estás tú? (y II)

    Los que ya peinamos canas, si aún no nos hemos quedado calvos, recordamos cómo nos engañaron durante más de cuarenta años con la llamada Guerra Fría. Nos inculcaron que había dos bandos opuestos y que había que decidirse por uno o por otro, el prosoviético o el proamericano, y resultó que los dos no eran tan distintos, sino dos caras de la misma moneda: uno consistía en que el estado estaba sometido al capital, el norteamericano, y el otro, el soviético, que el capital estaba sometido al estado.
 
   Parecía que no había ninguna alternativa a esa falsa disyunción. Parecía que uno no podía decir que no a ambas formas de poder, porque si negaba una afirmaba, así nos hacían creer, inevitablemente la otra. 
 
    Cuando con la caída del muro de Berlín se vio que sólo quedaba una forma ya, que era la democrática progresada en la que se funden y confunden estado y capital, la mayoría de la gente, profundamente anestesiada, sólo sabía gastar dinero compulsivamente y comprar cosas que no necesitaba para nada: viajes y vacaciones para huir a ninguna parte, móviles y ordenadores para conectarse a la red y desconectarse de la realidad entre otras cosas por ejemplo. 
 

 
    Tras la caída del muro, asistimos a la retransmisión en directo de la Guerra del Golfo, una guerra autorizada y orquestada por la ONU contra el régimen iraquí, encabezada por Estados Unidos. Era fundamental que viéramos que había una guerra en el golfo pérsico, en la que participaba nuestro país entre muchos otros, de modo que creyéramos como contrapartida que vivíamos bajo un régimen de paz, democracia y libertad. El poder había progresado tanto que había encontrado a través de la información la forma sofisticada de entretenernos y de mantenernos subyugados. 
 
    Después entramos en el siglo XXI con la retransmisión una y otra vez, entrando en bucle, de la destrucción de las torres gemelas, que sirvió de pretexto al Imperio para declarar la guerra al terrorismo, bajo la que hemos vivido durante este primer cuarto de siglo hasta que en 2019 se declaró la guerra al virus con la proclamación de la Pandemia merced a la Organización Mundial de la Salud. 
 
    Desde arriba se fomenta el miedo. Lo hemos vivido muy recientemente. Nunca se nos dijo desde las altas instancias que no cundiera el pánico y que mantuviéramos la calma, sino todo lo contrario: se procuró alarmarnos, declarándose estados de emergencia y la guerra de todos contra todos, contra nosotros mismos y la naturaleza... 
 
Salvador Dalí pintando El rostro de la guerra en 1940
 
 
    Tanto la pandemia, como la guerra de Ucrania, y ahora la de Israel y Hamás son creaciones de los mal llamados medios de comunicación. El Estado, mediante la información, nos hace creer en la realidad y en la necesidad de lo que por todos los medios a su disposición nos ofrece. Los televidentes somos telecreyentes. 
 
    Decir que la prensa es el cuarto poder es algo ya obsoleto. Es la televisión en el sentido más amplio del término, que incluye además del electrodoméstico que casi nadie que pase de los cuarenta reconoce públicamente que ve por vergüenza, la radio que escuchan los taxistas, la prensa escrita y todas las redes sociales a través de ordenadores, tabletas y móviles, la que nos hace tragar la realidad por un tubo a raudales con la producción acelerada de noticias para pasto y entretenimiento de las masas, que mueve tanto dinero y tiene un poder tan elevado que a su lado los demás poderes del Estado no tienen que esforzarse mucho, les basta con dejarse llevar por la corriente actualizada y dominante. 
 
 
    Nuestros gobiernos y gobernantes procuran que estemos entretenidos y al día... que nos aprendamos los nombres propios de los supuestos protagonistas, títeres en realidad de los hilos que los manejan, las cartas geográficas que nos facilitan, los datos históricos, gráficos y porcentajes numéricos, y que discutamos sobre todo ello, que nos informemos, en definitiva, para que nos formemos nuestra propia opinión personal, sin que nos hartemos nunca del mar innumerable de opiniones en el que bogamos: cada cual tiene el derecho y el deber de tener la suya, por muy modesta que sea, porque ese es el sello de identidad que configura su personalidad.
 
    Las guerras que se libran actualmente no son las de un pueblo contra otro. Son guerras, en plural, pues tiene que haber más de una, que los líderes mundiales están librando contra todos los pueblos del mundo. Es la guerra de las altas finanzas, o del Dinero sin más, contra la humanidad.

miércoles, 2 de noviembre de 2022

Miedo cerval (1)

    Dice el diccionario de la docta Academia que el adjetivo “cerval” significa “perteneciente o relativo al ciervo, o de características propias a él”, y da como segunda acepción que, dicho del miedo, quiere decir “muy grande o excesivo”, es decir, el adjetivo  intensifica aquí una cualidad, si no es  un defecto, del sustantivo. Esta segunda acepción se basa en que los ciervos son muy asustadizos, y ante cualquier indicio que suponga un mínimo riesgo de peligro huyen despavoridos de estampía.



     El principal transmisor actual del miedo son los medios de (in)formación masivos, pero, en todo caso, se precisa de la credulidad de la sociedad para que el pánico estalle y cunda entre las masas de individuos. Hemos vivido este fenómeno recientemente durante dos años y medio que todavía colean, con la ficción de una pandemia que iba a arrebatar millones de vidas humanas por todo el mundo, y que estaba causando estragos de hecho, lo que dio pie a que la gente se encerrara entre las cuatro paredes de sus domicilios y no saliera de casa si no era estrictamente necesario y extremando todas las medidas de precaución, evitando el contacto humano -guardando la distancia de seguridad, se decía entonces- y desconfiando de todo el mundo, portando una ridícula mascarilla a modo de protección como si fuera un escapulario de la Virgen del Carmen o un gorro de papel de aluminio, y evitando tocar cualquier objeto sin lavarse antes y después compulsivamente las manos no ya con agua y jabón sino con gel hidroalcohólico, y encomendándose finalmente al suero de una inoculación salvífica que iba a poner fin a los contagios y a las muertes, y que dicen que ha salvado 'millones' de vidas. 

    Un caso bien conocido, pero olvidado enseguida, fue el pánico colectivo desatado por la retransmisión radiofónica de La guerra de los mundos por Orson Güels en 1938, cuando una ficción radiada sobre un supuesto ataque alienígena a la Tierra desató la alarma entre los estadounidenses, dado que el ejército del país más poderoso del mundo sucumbía ante una invasión extraterrestre. 

    Hay un precedente menos conocido de este hecho, que fue la radiación de la BBC realizada por Ronald Knox en 1926, que provocó idénticos resultados de miedo colectivo en el Reino Unido. El sacerdote católico Ronald Knox, que hacía de locutor, interrumpía la programación radiofónica informando de que en ese mismo momento se estaban produciendo graves incidentes en Londres. Una multitud de desempleados se había concentrado en Trafalgar Square. Acto seguido, saqueaban la National Gallery destruyendo las obras de arte y dispersándolas por las calles de Londres. La masa iracunda se dirigía a Whitehall y arrasaba las oficinas gubernamentales. Era una rebelión anarquista que ponía en peligro el Imperio Británico. El pánico cundió cuando el locutor informó de que el parlamento estaba siendo atacado con morteros y explosivos por los rebeldes. La torre del reloj que albergaba el famoso Big Ben, todo un símbolo, había sido reducida a escombros tras una estruendosa explosión... La revuelta finalizaba con el asalto al famoso hotel Savoy y a las propias instalaciones de la BBC, cuya centralita se vio enseguida colapsada de llamadas telefónicas. La gente huía despavorida de Londres... Y todo era mentira.