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viernes, 3 de febrero de 2023

Refutación del punto, la recta y el plano (1).

    El profesor de matemáticas del instituto, al que apodábamos Pitagorín, nos explicaba que la distancia más corta entre dos puntos era la línea recta. Matemática pura, sentenciaba. Era un axioma, una verdad que no necesitaba demostración porque se imponía por sí sola. Pero no dejaba de ser, pensábamos sin querer nosotros, algo abstracto, algo verdadero, seguramente, en el plano geométrico e ideal, o sea, matemático, pero no en el plano de la realidad de la vida cotidiana. 
 
   Al leer una porrada de años después como por casualidad “La destrucción de nuestro sistema del mundo por la curva de Mar” (Ed. Lucina 2001) de Red Marut (pseudónimo de Bernard Traven) en impecable traducción del alemán al español a cargo de Luis-Andrés Bredlow, me vino a la memoria el viejo profesor del instituto. Este libro era un ataque despiadado en toda regla a la geometría y a la matemática axiomática que pretende ser verdad, y lo es, pero a costa de no ser real. Ya lo dijo Einstein, según cuenta Bredlow: En la medida en que las formulaciones de la Matemática se refieren a la realidad, no son ciertas, y en la medida que son ciertas, no se refieren a la Realidad.

       Supe, gracias al traductor, que Bernard Traven (o Bruno Traven, como prefieren llamarlo en México, país que lo acogió y que él fotografió) había escrito, entre otras, la novela "El Tesoro de la Sierra Madre", que fue llevada al cine en 1948 por John Huston, protagonizada por Humphrey Bogart, una película magistral sobre la fiebre del oro, un oro en polvo que arrastrado por el vendaval y mezclándose con la arena, vuelve así al final de la película a la Sierra Madre de donde había salido, dejando vacías las bolsas de los codiciosos buscadores.  


    Grande ha sido mi sorpresa cuando leyendo recientemente "Contra los profesores" o sea Aduersus mathematicos de Sexto Empírico, especialmente los libros III y IV, "Contra los geómetras" y "Contra los aritméticos" respectivamente, encuentro que el opúsculo de Red Marut presenta sorprendentes coincidencias en sus formulaciones con el tratado  escéptico  de Sexto. 
 
    Ambos textos coinciden en la refutación del punto. Así, Red Marut: El punto sólo puede ser pensado; sólo puede ser inventado por el pensamiento. Ningún ser humano puede imaginar un punto. No hay ningún punto, ni en la Tierra ni en otra parte alguna del universo. ¿Qué es un punto? Un punto muestra una ubicación y como tal, no tiene tamaño o dimensión alguna. 
   
   
    Y Sexto, por su parte refuta la línea del siguiente modo: La línea es longitud sin anchura, pero algo así es inconcebible ni entre las cosas sensibles ni entre las inteligibles. Entre las primeras la longitud de una cosa la percibiremos siempre con una cierta anchura por muy mínima que sea. Si privamos de anchura a la longitud, la abolimos efectivamente. A nuestros sentidos no se les ofrece ninguna longitud sin anchura. 
 
    Sexto le atribuye a Aristóteles la objeción de que podemos concebir la longitud de un muro sin conocer su anchura: Pero en este caso, afirma Sexto, estamos percibiendo la longitud de un muro que no está desprovisto de anchura, sino cuya anchura concreta nosotros desconocemos o no podemos percibir, lo cual no demuestra que el muro esté desprovisto de anchura.    

viernes, 18 de febrero de 2022

Contra los profesores (I)

    Le tomo prestado el título para esta entrada a Sexto Empírico: Contra los profesores. En latín Aduersus mathematicos. En el griego original: Πρὸς μαθηματικούς (pròs mathēmatikoús). Despotricaba Sexto Empírico, en efecto, contra los profesores o mathēmatikoí, que eran los depositarios del saber y encargados de enseñar las disciplinas que constituían en la antigüedad helenístico-romana la base de la formación cultural de las personas educadas, que la Edad Media heredó en sus célebres trivium (gramática, retórica y dialéctica) y quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música), llegando hasta nuestra educación -ya no enseñanza- primaria y secundaria. 
 
    Sexto, en efecto, anula enseguida la condición del maestro y el discípulo: el maestro es aquel que no tiene nada que enseñar, y sin embargo enseña (lo que no sabe), y el discípulo, aquel que no tiene nada que aprender y, por lo tanto, no aprende nada una vez que ha entrado en uso de razón y lengua. Solo se salva quizá de la quema la enseñanza del arte de leer y escribir. Pero para aprender a leer y a escribir, como para hablar, no hacen falta profesores. El maestro, pues, es aquel que posee un título que acredita su ignorancia.
 
 
    Soy consciente de que metiéndome con los profesores tiro piedras contra mi propio tejado, contra el tejado al menos que a mí también me cobijó, como profesor que he sido. Pero creo que esa condición me autoriza precisamente a hablar en contra de lo que tan bien conozco. Me hago eco del refrán: “Pájaro mal nacido es el que ensucia su nido”. El nido al que me refiero es la educación, nombre actual de la enseñanza, que era denominación más honesta. Acepto ser un “pájaro mal nacido” como el del refrán, y me dispongo a defecar sobre mi propio nido. Considero que eso me da derecho a opinar sobre la educación y los problemas de esta que son responsabilidad del profesorado: el desinterés del gremio en primer lugar por la enseñanza de la materia que imparte, falta de formación adecuada y el peor de todos... el desprecio por los alumnos que son considerados seres inferiores, o, como dice un colega, infraseres. 
 
    Estos seres inferiores vienen de casa cada vez peor educados para que los eduquen los profesores creándolos a su deplorable imagen y lamentable semejanza porque sus padres no pueden hacerlo. Hay que conseguir que sean buenos, y buenos quiere decir, ante todo, obedientes. Son educandos, que no es un gerundio según la vieja gramática, sino un gerundivo latino, es decir un participio de futuro pasivo con la idea de que se va a sufrir como sujeto paciente una acción que se proyectará en el tiempo, y significa que han de ser educados, que serán adiestrados como fierecillas domadas para que pasen por el aro, según la metáfora circense en la que el domador fuerza al tigre o al león a pasar por el aro envuelto en llamas. 
 
Pasando por el aro  
 
    Ivan Illich en La sociedad desescolarizada relacionaba el desarrollo de la educación con la figura del obispo Jon Amos Komensky, más conocido con el nombre de Comenius o Amós Comenio, que pretendía “enseñar todo a todo el mundo”. No sólo es un precursor de la pedagogía moderna, sino también un experto alquimista. La alquimia, en palabras de Illich (op. cit.) “pretendía transmutar el plomo vil, los elementos vulgares, en oro, haciendo pasar sus espíritus destilados por las 12 etapas del enriquecimiento”. Los alumnos, según la impostura alquimista, serían el plomo vil, los seres inferiores que decíamos antes, que deben ser transmutados, gracias al proceso educativo, en oro puro, lo que no deja de ser una grosera superchería: la gran estafa de la educación.  El plomo vil es plomo vil y nunca podrá convertirse en oro. 
 
      Ya lo advertía Sexto Empírico cuando distinguía entre “inexpertos o legos” y “expertos”: el inexperto no puede convertirse en experto cuando es inexperto, ni tampoco cuando es experto, pues entonces no se convierte en experto sino que lo es. Lo que traducido a nuestro propósito significa que el plomo vil es plomo y no puede convertirse en oro. Y si es oro en lugar de plomo vil tampoco puede convertirse en lo que ya es de por sí, puesto que ya lo es. Y prosigue nuestro escéptico Sexto Empírico con su razonamiento:  Pues si es inexperto, es como un hombre ciego o sordo de nacimiento, y así como éste no podrá nunca formarse un concepto de los colores o de los sonidos, del mismo modo el inexperto, en tanto que inexperto, ciego y sordo como es en lo que concierne a los principios técnicos, tampoco será capaz de ver u oír nada de ellos; y si se ha convertido en experto ya no se le enseña, sino que está instruido.