Marco Porcio Catón, también conocido como Catón el Viejo o Catón el Censor, que vivió a caballo entre los siglos III y II antes de nuestra era, es en la historia de la literatura occidental el creador de la prosa latina; autor, entre otros libros, de una obra historiográfica Origines y de un tratado De agricultura, era un romano chapado a la antigua que se opuso al círculo helenístico de los Escipiones, y a la influencia griega que cada vez permeaba más en la sociedad romana, lo que no le impidió, según se cuenta, sin embargo, ponerse a estudiar griego a la avanzada edad de ochenta años.
Cuenta
Plutarco en su biografía de Catón el Viejo que en una sesión del
senado sorprendió a los senadores haciendo aparecer ante su vista
como por arte de magia unos higos frescos, muy apetecibles por su
tamaño y hermosura, que sacó de los pliegues de su toga donde los
llevaba guardados, y diciéndoles que las higueras de las que habían
sido arrancados no distaban de Roma más de tres días de navegación,
es decir, estaban cerca, muy cerca, relativamente cerca, en el norte
de África, pues eran higos líbicos, de Cartago. La mención de
aquel nombre propio sin duda les provocó el escalofrío del grito de
alarma de '¡Aníbal está a las puertas!', es decir, que el enemigo
estaba a pocas millas de Roma, como llegó a estar después de haber
cruzado los Pirineos y los Alpes con sus elefantes y sus tropas y haberse
introducido en la península itálica y estado a punto de destruir
la ciudad eterna si no se hubiera demorado en las delicias de Capua.
Aquellos higos de la Libia, dulces sin duda como la miel, eran la prueba palpable y evidente de la amenaza real del esplendor comercial cartaginés. Para el viejo terrateniente los púnicos, como llamaban los romanos a los de Cartago, descendientes de los fenicios, la odiada rival pese a haber sido derrotada dos veces antes, descollaba en la producción del vino y de los higos, y era pujante su comercio marítimo por el Mediterráneo.
Hasta tal punto se había obsesionado Catón con Cartago que, aunque no viniera a cuento, siempre que tenía oportunidad concluía con un odio implacable sus intervenciones en el senado con la misma cantilena: “Creo que Cartago tiene que dejar de ser lo que es”, o, como diríamos con verbo más moderno: “Cartago tiene que dejar de existir”. Escipión Nasica, sin embargo, cuenta Plutarco, opinaba lo contrario. Para él Cartago tenía que seguir siendo lo que fuera y existiendo.
Son dos actitudes aparentemente contrapuestas: Catón el Viejo representa el delenda est Carthago -'hay que destruir Cartago'-, mientras que Escipión Nasica representa lo contrario: seruanda est Carthago -'hay que conservar Cartago'-. Pero Nasica no lo hacía por amor a la paz, porque él, en eso era igual que Catón, no era ningún pacifista, sino porque interesaba a la república mantener una 'guerra fría', avant la lettre, y crear así la ilusión de que había un enemigo externo que había que preservar, porque el enemigo, a fin de cuentas, era más útil vivo y tenido a raya que muerto y como tal eliminado.
Escipión: -Non destruatur Cart(h)ago propter mala nobis inde uentura. (Que no se destruya Cartago por los males que van a venirnos a raíz de eso)
Catón: -Destruatur Cart(h)ago propter mala nobis iugiter mun(i)enda. (Que se destruya Cartago por los males que van a creársenos constantemente)
Cartago había sido la potencia rival de Roma, el enemigo histórico que había sido derrotado en la primera y en la segunda guerra púnicas, cuyo recuerdo convenía mantener vivo porque la plebe romana vivía aquella paz desordenadamente y era menos obediente al senado, por lo que en cualquier momento podía estallar una revuelta social. En realidad Escipión Nasica sabía que el poder de los cartagineses no era tan grande como para temer que pudieran vencer a los romanos ni tan pequeño como para despreciarlo.
Catón el Viejo convenció al senado gracias a su retórica y a sus higos presuntamente cartagineses, y fue el responsable de la tercera y última guerra púnica que estalló en el año de su muerte, el 149 antes de nuestra era, cuya destrucción acaeció en la primavera del año 146, por lo que él no pudo contemplar cómo los legionarios de Escipión Emiliano demolieron durante días lo mucho que todavía quedaba en pie tras el asedio, roturando el solar durante diecisiete días, según se cuenta, con sal para que no germinara ni creciera siquiera una triste higuera.
La destrucción de Cartago al final de la tercera guerra púnica, como escribirá el historiador Salustio, supondrá paradójicamente el inicio de la decadencia de Roma y su régimen republicano. Desaparecido el enemigo exterior, que garantizaba la cohesión interna, la ciudad se volverá contra sí misma, pues era el miedo al enemigo cartaginés o púnico lo que la mantenía unida “in bonis artibus” en el buen gobierno, metus hostilis in bonis artibus ciuitatem retinebat, como dejó escrito Salustio.
Jacobo de la Vorágine pone en boca de Nasica las siguientes palabras que resumen a la perfección su pensamiento: "No me gusta el consejo de Catón. Pues yo considero que es útil a la república que tengamos ciertos enemigos, porque eso nos mantendrá en el temor y el temor nos mantendrá en la unidad, pero si no tenemos enemigos exteriores, nos nacerán interiores, ya que si nos falta por cualquier parte una guerra externa, sin duda la tendremos intestina, porque la propia seguridad y la paz serán entre nosotros la causa de múltiples desgracias".
Viniendo a lo de hoy, asistimos a una nueva estrategia: enarbolar el catoniano delenda est Rusia azuzando a otros para que combatan contra el enemigo, al que hay que destruir, evitando así el desgaste propio. El imperio estadounidense, que podría ser en la actualidad, mutatis mutandis, el equivalente del romano, se encuentra ante Rusia y China en la misma coyuntura que Roma ante Cartago. El tío Sam teme a Rusia, pero en lugar de enfrentarse a ella directamente lo hace a través de su títere ucraniano, el actor nato, con el apoyo político y económico de la Unión Europea y de sus aliados atlantistas.
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