Cuenta
el llorado Eduardo Galeano que la utopía tiene sentido en el
mundo de hoy. Cita a propósito una frase que dijo Fernando Birri, el
director de cine argentino, gran amigo suyo, y que los lectores de
Galeano injustamente se la ha atribuido a él.
En
uno, en efecto, de sus libros Galeano citó una frase de Birri
diciendo que era de Birri. Ambos daban una charla mano a mano en la
Universidad de Cartagena de Indias, la bellísima ciudad de la costa
colombiana, y los estudiantes les hacían preguntas unas veces al uno
y otras al otro.
De
pronto se levantó un estudiante y le hizo a Birri, recuerda Galeano, la pregunta
más difícil de todas las que les formularon en aquel coloquio:
¿Para qué sirve la utopía? Galeano dice que miró con lástima a
su amigo compadeciéndose de él porque a él le había tocado la
pregunta y le correspondía responderla.
El director de cine
argentino, sin embargo, la contestó estupendamente, de la mejor
manera. Dijo que él se hacía esa misma pregunta todos los días.
¿Para qué sirve la utopía, si es que sirve para algo? Dijo que
la utopía estaba en el horizonte y que si estaba en el horizonte “yo
nunca voy a alcanzarla”. Y añadió: “Yo sé muy bien que nunca
la alcanzaré, que si yo camino diez pasos, ella se alejará diez
pasos. Cuanto más la busque menos la encontraré, porque ella se va
alejando a medida que yo me acerco. Buena pregunta, pues la utopía
sirve para eso: para caminar”.
Pese
a la belleza de esta definición, que me recuerda a Machado
(Caminante, no hay camino / se hace camino al andar...)
y en cierto modo también a Cavafis en su Viaje a Ítaca,
hay que decir que esa respuesta
también habría servido si le hubieran preguntado para qué sirve la
zanahoria que se le pone por delante de las orejeras al borrico.
Sirve para hacer que este arree, es decir, para que camine y para que
así tire del carro. La zanahoria está lo bastante cerca como para
que crea que puede alcanzarla y a la vez lo bastante alejada como
para lograrlo alguna vez.
La
historia de la palabra utopía nos lleva a la isla imaginaria que
describió Tomás Moro en 1516 que gozaba de un sistema político,
social y legal perfecto. La etimología nos dice que es un término
griego compuesto de οὐ (ou),
que es la negación
'no', y τόπος tópos, que es un sustantivo que
significa 'lugar' y que aparece
en otros helenismos como tópico
o topografía.
Por otro lado, las
definiciones de la docta Academia insisten ambas en determinarla como
un proyecto de futuro de difícil realización (“Plan, proyecto,
doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización”
y “Representación imaginativa de una sociedad futura de
características favorecedoras del bien humano”), por lo que puede
servir para promover un cambio en la sociedad que puede ser superficial o profundo. Pero si ese cambio se
institucionaliza, deja de ser una utopía y se convierte en un
estado: el proceso se estabiliza, cuando su esencia era la
inestabilidad.
Si, guiados por la Tierra Prometida de esa utopía,
se produce algún cambio social, lo que se conseguirá es que todo
cambie para seguir indefectiblemente igual. La utopía debe servir
para negar la realidad siempre, sin afirmar ningún sustituto suyo a
cambio. En la definición de la palabra no deberían entrar las notas
de “proyecto”, “plan”, que implican cambio para que todo siga
igual, para que perdure la sociedad actual, que es una distopía y no una utopía, y
que por lo tanto no favorece el bien humano, el bienestar de la
gente.
Para caminar sirven
la zanahoria inalcanzable y la utopía, que es la promesa de una
Tierra Prometida en el futuro, ya sea en esta vida o en la otra. Pero
Moisés, que es el borrico y somos nosotros, nunca entra en esa Tierra de
promisión.
La utopía sirve,
pues, para engañar al pueblo, como la zanahoria que motiva o incentiva al
burro. Pero también sirve para decir que no, y eso no es ningún
engaño. Eso es, creo, lo que quería decir Galeano, que citaba la
respuesta de su amigo Birri, cuando afirmaba que la utopía servía para
caminar. Sirve para no quedarse quieto, para no estabilizarse, para estar siempre de paso, para decir que no al Estado en el que estamos y que se nos impone, como
dice el primer elemento constitutivo de la palabra, que es la
viva negación, y niega precisamente la “topía”, lo establecido, el establecimiento, lo que tiene lugar,
es decir por otro nombre: la Realidad.
Sirve para espolearnos rumbo a
lo desconocido y para que huyamos de la realidad, con la que no
estamos conformes, porque como dice una pared anónima que habla y que expresa la voz del pueblo: “Estar
conformes con esta realidad es estar ya muertos”.
Si
le decimos que no a la Realidad, falsa como es, ya estamos echando a andar. Y en ese
sentido lo que decía Galeano que decía Birri me recordaba a mí a Machado y a Cavafis: no importa la meta,
porque en realidad no hay ninguna meta. Lo que importa es el camino,
pero no el camino del burro hacia el mercado o lo que es lo mismo al matadero. El camino no establecido hacia donde no sabemos,
es verdad, porque no sabemos a dónde vamos, pero sí sabemos dónde
estamos y de dónde queremos huir, y a dónde no queremos volver.