iconoclasia Del griego bizantino εἰκονοκλασία eikonoklasía.
1. Doctrina de los iconoclastas.
2. Actitud iconoclasta.
2. Actitud iconoclasta.
iconoclasta Del latín tardío iconoclastes, y este
del griego bizantino εἰκονοκλάστης eikonoklástēs; propiamente 'rompedor
de imágenes'.
1. Seguidor de una corriente
que en el siglo VIII negaba el culto a las imágenes sagradas, las destruía y
perseguía a quienes las veneraban.
2. Que niega y rechaza la autoridad de maestros,
normas y modelos.
La querella iconoclasta.
Durante la crisis iconoclasta que se produjo en el Imperio Bizantino a
partir del siglo VIII, se prohibió la realización de nuevas imágenes
religiosas, y además se destruyeron muchas de las hasta entonces
existentes.
En
el año 726 de nuestra era, en efecto, se produjo una gran erupción en
el Mar Egeo. Los cielos se cubrieron de una enorme y densa nube que se
extendió hasta Egipto. El pueblo interpretó este fenómeno como una señal
de la cólera de Dios contra la idolatría de los hombres. El temor
apareció en el corazón de los habitantes del Imperio y comenzó la
destrucción de imágenes. Ese mismo año, León III promulgó un edicto en
el que se prohibía el culto y la adoración a los íconos, y exigió al
Papa Gregorio II, que lo acatara y destruyera los de la ciudad de Roma.
Sin embargo, el Papa se negó a obedecerlo.
Constantino
V, hijo de León III, se mostrará aún más beligerante de lo que fue su
padre, llegando a escribir dos tratados en favor de la iconoclasia. Sus
medidas fueron aprobadas en el Concilio de Hierea, donde se llegó a la
conclusión de que era imposible representar ni a Dios (ya que era
espíritu) ni a Cristo (pues no era sólo hombre, sino que también tenía
esencia divina), se denunció la idolatría a la que conducía el culto a
los santos, se decidió que la verdadera religión está en la Eucaristía y
no en el culto a las imágenes, y se erigió la cruz de Cristo como el
único símbolo del cristianismo. Paralelamente, y por orden del
Emperador, se prohibió el culto a las reliquias y los santos por ser
abominaciones rechazadas por Dios.
Bizancio
quedó dividida religiosamente entre los partidarios de una y otra
tendencia. El clímax de este enfrentamiento civil llegó cuando el
emperador León V fue asesinado por los iconófilos. La emperatriz Teodora
recuperó finalmente la ortodoxia religiosa en el 843, poniendo fin al
período iconoclasta.
A
partir de entonces y hasta nuestros días, la iconofilia o veneración
religiosa de las imágenes ha llegado al punto de que se rinde culto a
todas las imágenes, no sólo a las religiosas. Y se dice que una vale más
que mil palabras. No hay distinción entre imágenes sagradas, íconos
propiamente dichos, y profanas: todas las imágenes reciben en nuestra
sociedad un culto religioso, empezando por cualquier fotografía hasta
las que vomitan la televisión y los teléfonos inteligentes.
El poeta persa Mahmud Shabistari nos regala esta
joya: "Están ciegos, sólo ven imágenes". La imagen no es el fruto de nuestra visión, sino
de nuestra ceguera.
Las imágenes no sólo nos ciegan, sino que atrofian además nuestra imaginación; son el velo de Maya que, puesto a modo de pantalla, no nos deja ver la realidad.
Paul Valéry nos ha brindado una preciosa definición de “mirada”. Mirar, escribió a propósito de Blas Pascal, es olvidar los nombres de las cosas que se ven.
Las imágenes son fotogramas inmóviles en nuestra mente: no vemos el árbol con sus hojas zarandeadas por el viento, sino la idea previa que teníamos.
Las ideas preconcebidas nos impiden ver los árboles y el bosque que se nos ofrecen a la vista. Ni los árboles nos dejan ver el bosque ni el bosque los árboles.
Si queremos ver de verdad, debemos cerrar los ojos a la realidad, que, ideal como es y constituida de ideas como está, es esencialmente falaz y mentirosa.
Hay que desconfiar de las cosas que vemos con nuestros propios ojos, porque lo que vemos no es la cosa misma, sino la imagen y la idea de la cosa que tenemos.
Casi nadie rinde culto a los íconos, pero paradójicamente toda imagen, cualquiera que sea, se considera sagrada y digna de crédito: el vulgo cree en lo que ve.
Las imágenes no sólo nos ciegan, sino que atrofian además nuestra imaginación; son el velo de Maya que, puesto a modo de pantalla, no nos deja ver la realidad.
Paul Valéry nos ha brindado una preciosa definición de “mirada”. Mirar, escribió a propósito de Blas Pascal, es olvidar los nombres de las cosas que se ven.
Las imágenes son fotogramas inmóviles en nuestra mente: no vemos el árbol con sus hojas zarandeadas por el viento, sino la idea previa que teníamos.
Las ideas preconcebidas nos impiden ver los árboles y el bosque que se nos ofrecen a la vista. Ni los árboles nos dejan ver el bosque ni el bosque los árboles.
Si queremos ver de verdad, debemos cerrar los ojos a la realidad, que, ideal como es y constituida de ideas como está, es esencialmente falaz y mentirosa.
Hay que desconfiar de las cosas que vemos con nuestros propios ojos, porque lo que vemos no es la cosa misma, sino la imagen y la idea de la cosa que tenemos.
Casi nadie rinde culto a los íconos, pero paradójicamente toda imagen, cualquiera que sea, se considera sagrada y digna de crédito: el vulgo cree en lo que ve.
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