Distingue la teología cristiana tres tipos de culto religioso según la siguiente gradación jerárquica, a saber, de menor a mayor: la dulía, la hiperdulía y la latría.
La dulía, según la docta Academia, es término griego que significaba en principio 'servidumbre', y que se refiere al culto que se tributa a ángeles, santos y beatos en proceso de santificación; la hiperdulía, que aumenta con el prefijo hiper- el grado de veneración, es el culto que se le rinde a
Nuestra Señora, La Virgen María, por ser la madre de Dios; la latría, por último, término también griego, que significa 'adoración', se define como “reverencia, culto y adoración que sólo se debe a Dios”.
Dejando aparte a ángeles, santos y beatos, a la Virgen María y al propio Dios, que para deleite y tormento de los ateos ha muerto y resucitado bajo nuevas y numerosas advocaciones, el diccionario de la docta Academia recoge el sufijo -latría, que define escuetamente como “adoración” y entra en la composición de varias palabras que esconden, precisamente, como máscaras el rostro duro del viejo dios monoteísta.
Entre las diversas -latrías que podemos encontrar se halla la iconolatría, por ejemplo, que es la adoración de las imágenes, tan característica de nuestra época, en la que valoramos más que las cosas en sí, sus apariencias, y en la que todas las imágenes pueden considerarse sagradas. En el siglo VIII floreció en el mundo la iconoclasia. Los iconoclastas negaban el culto a las imágenes y rechazaban la autoridad de normas, maestros y modelos. Pero eso es historia. Nada más lejos de nuestra realidad, que, si se caracteriza por algo, es precisamente por la iconodulía, todo lo contrario.
La idolatría, haplología de ido(lo)latría, es la adoración sensu stricto de los ídolos, que son imágenes de la divinidad que es objeto de culto y de veneración (y aquí entrarían las diversas zoolatrías, ofiolatrías, demonolatrías...), pero hay una idolatría también más vulgar y genérica, que consiste en el amor excesivo y vehemente por alguna cosa o hacia alguna persona, que se idolatra y, por lo tanto, se diviniza.

Tenemos también la necrolatría que es la adoración y el culto que se tributa a los muertos para propiciarlos y que quizá radica en el temor que nos inspiran y en la sospecha que albergamos de si no estaremos todos muertos ya.
Con ese sufijo, se pueden formar neologismos como estatolatría, por ejemplo, que sería el culto al Estado considerado un ente divino por algunos, como Hegel.

Otro neologismo: vacunolatría, la adoración a la que hemos asistido en todos los medios de (in)formación de masas de las vacunas sin sentido crítico ninguno, que “salvan millones de vidas” porque vienen a ser algo así como el Santo Grial, según la opinión carente de fundamento de los adictos a la Gran Farmacopea.
Otro neologismo es tecnolatría, que al parecer acuñó Ernesto Sabato en alguno de sus escritos, y que sería la veneración idealizada de la tecnología, caracterizada por la creencia irracional de que puede solucionar todos los problemas, hasta los que no son técnicos. Tecnolatría y tecnocracia son dos características de nuestra época: la primera justifica a la segunda que es el gobierno o ejercicio del poder que llevan a cabo los técnicos o especialistas, en detrimento de los políticos. De hecho, nuestras modernas democracias son tecnocracias.
Pero si alguna -latría resulta especialmente deleznable es la autolatría narcisista o egolatría, el culto o amor excesivo al ego propio de uno mismo y a su personalidad individual, que puede conducir al extremo de la autogamia o sologamia de quienes dicen que no se casan ni con Dios, pero acaban casándose consigo mismos, una boda de momento sin validez legal, pero matrimonio de hecho indisoluble, consistente y a prueba de divorcio.
