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lunes, 21 de julio de 2025

Dulía, hiperdulía y latría

    Distingue la teología cristiana tres tipos de culto religioso según la siguiente gradación jerárquica, a saber, de menor a mayor:  la dulía, la hiperdulía y la latría
 
    La dulía, según la docta Academia, es término griego que significaba en principio 'servidumbre', y que se refiere al culto que se tributa a ángeles, santos y beatos en proceso de santificación; la hiperdulía, que aumenta con el prefijo hiper- el grado de veneración, es el culto que se le rinde a Nuestra Señora, La Virgen María, por ser la madre de Dios; llatría, por último, término también griego, que significa 'adoración', se define como “reverencia, culto y adoración que sólo se debe a Dios”.
 
    Dejando aparte a ángeles, santos y beatos, a la Virgen María y al propio Dios, que para deleite y tormento de los ateos ha muerto y resucitado bajo nuevas y numerosas advocaciones, el diccionario de la docta Academia recoge el sufijo -latría, que define escuetamente como “adoración” y entra en la composición de varias palabras que esconden, precisamente, como máscaras el rostro duro del viejo dios monoteísta. 
 
    Entre las diversas -latrías que podemos encontrar se halla la iconolatría, por ejemplo, que es la adoración de las imágenes, tan característica de nuestra época, en la que valoramos más que las cosas en sí, sus apariencias, y en la que todas las imágenes pueden considerarse sagradas. En el siglo VIII floreció en el mundo la iconoclasia. Los iconoclastas negaban el culto a las imágenes y rechazaban la autoridad de normas, maestros y modelos. Pero eso es historia. Nada más lejos de nuestra realidad, que, si se caracteriza por algo, es precisamente por la iconodulía, todo lo contrario. 
 
    La idolatría, haplología de ido(lo)latría, es la adoración sensu stricto de los ídolos, que son imágenes de la divinidad que es objeto de culto y de veneración (y aquí entrarían las diversas zoolatrías, ofiolatrías, demonolatrías...), pero hay una idolatría también más vulgar y genérica, que consiste en el amor excesivo y vehemente por alguna cosa o hacia alguna persona, que se idolatra y, por lo tanto, se diviniza.
 
     Tenemos también la necrolatría que es la adoración y el culto que se tributa a los muertos para propiciarlos y que quizá radica en el temor que nos inspiran y en la sospecha que albergamos de si no estaremos todos muertos ya.
 
    Con ese sufijo, se pueden formar neologismos como estatolatría, por ejemplo, que sería el culto al Estado considerado un ente divino por algunos, como Hegel.
 
     Otro neologismo: vacunolatría, la adoración a la que hemos asistido en todos los medios de (in)formación de masas de las vacunas sin sentido crítico ninguno, que “salvan millones de vidas” porque vienen a ser algo así como el Santo Grial, según la opinión carente de fundamento de los adictos a la Gran Farmacopea.
 
    Otro neologismo es tecnolatría, que al parecer acuñó Ernesto Sabato en alguno de sus escritos, y que sería la veneración idealizada de la tecnología, caracterizada por la creencia irracional de que puede solucionar todos los problemas, hasta los que no son técnicos. Tecnolatría y tecnocracia son dos características de nuestra época: la primera justifica a la segunda que es el gobierno o ejercicio del poder que llevan a cabo los técnicos o especialistas, en detrimento de los políticos.  De hecho, nuestras modernas democracias son tecnocracias.
 
    Pero si alguna -latría resulta especialmente deleznable es la autolatría narcisista o egolatría, el culto o amor excesivo al ego propio de uno mismo y a su personalidad individual, que puede conducir al extremo de la autogamia o sologamia de quienes dicen que no se casan ni con Dios, pero acaban casándose consigo mismos, una boda de momento sin validez legal, pero matrimonio de hecho indisoluble, consistente y a prueba de divorcio.
  

martes, 29 de marzo de 2022

La cultura de la cancelación y la cancelación de la cultura.

    Esa cosa tan moderna de la “cancel culture” no es tan hodierna como parece, sino que viene ya de muy atrás. En la antigua Roma se hablaba de la “damnatio memoriae” o condena de la memoria (y por lo tanto de la Historia), que consistía en borrar del relato oficial del registro histórico, de la memoria histórica, diríamos hoy, un personaje o un suceso particularmente aborrecible. 
 
El saqueo de Roma en 410 por los bárbaros, J.N. Sylvestre (1890)
 
     Los cristianos iconoclastas de la antigüedad tardía y de la baja Edad Media destruían las imágenes paganas justificándolo como que eran demonios. Ahí tenemos, por ejemplo, a Apolonia de Alejandría, santa Apolonia, encaramándose por una escalera resuelta y decidida con martillo en ristre dispuesta a destruir una imagen de un ídolo pagano que, para más colmo, está desnudo por completo. La desnudez del diabólico ídolo pagano contrasta con la larga vestimenta de la santa.
 
Santa Apolonia iconoclasta

     El islam ha sido especiamente iconoclasta, es decir, enemigo de las imágenes, argumentando que la representación de la divinidad era imposible por lo que estaba prohibida toda tentativa. Los talibanes en 2001 hicieron explotar enormes estatuas de Buda en el centro de Afganistán para eliminar cualquier representación de Alá, o sea de Dios, que no fuera islámica, mostrando así su decisión autoritaria. 
 
 
    Esta cultura de la cancelación, de hacer borrón y cuenta nueva, que se ha puesto ahora de moda, consiste en imponer un relato único políticamente correcto frente a los demás y aplicar una censura a la historia de todo aquello que se opone a ese relato como si no hubiera existido.  Ahora se ha puesto de moda destruir estatuas de dictadores, colonizadores, racistas, esclavistas y un largo etcétera, considerados en su momento Grandes Hombres dignos de admiración y de respeto, como si nunca hubieran existido, pretendiendo hacer que desaparezcan sus vestigios. No deja de ser una necedad. Como dijo Umberto Eco en una ocasión: "Sabiduría no es destruir los ídolos sino no crearlos".
 
 
    De muy poco nos sirve destruir unos ídolos para sustituirlos enseguida por otros que nos parecen más adecuados a nuestras circunstancias. De muy poco o de nada nos sirven esos actos vandálicos si no acabamos con la idolatría.