Pedir la demostración de algo que no puede demostrarse tiene nombre entre nosotros, se llama ‘diabolica probatio’, la prueba del diablo o Devil's proof en la lengua del Imperio, y se estudia en primer año de la carrera de leyes. En el campo del derecho se adoptó el principio general de que la carga de la prueba corresponde a quien acusa, es decir, a quien afirma algo, no a quien lo niega: «ei incumbit probatio qui dicit, non qui negat; negatiua non sunt probanda», según la máxima heredada del derecho romano: ‘le incumbe la prueba a quien afirma, no al que niega; los hechos negativos no se prueban’. Es lo que se ha denominado con el latinajo onus probandi o carga de la prueba. De ahí arraiga nuestra maltrecha presunción de inocencia.
Establecer una prueba negativa es lo que los juristas de la baja Edad Media calificaban como prueba «diabólica». Quizá la expresión surja del dicho: “Prueba que no existe el diablo”. Nos están exigiendo una prueba negativa: alguien debe demostrar, por ejemplo, que no es algo que se considera repulsivo y merecedor de sanción, según las costumbres de la época, un poseso por ejemplo, o un enfermo asintomático con lenguaje de hoy.
Dado que los procedimientos judiciales de la Inquisición española no respetaban la presunción de inocencia de los acusados, a la prueba diabólica se la denominó también prueba inquisitorial. Si el acusado confesaba su culpabilidad era, por supuesto, culpable, pero si no lo hacía, incluso sometido a tortura, era porque el diablo le daba fuerzas sobrehumanas y demoniacas para soportarlo, y también era culpable. No había forma de probar la inocencia una vez que había recaído la acusación de culpabilidad, como si uno estuviera estigmatizado por el pecado original de por vida.
Aunque no hay pruebas fehacientes que demuestren la existencia del diablo, tampoco se puede probar que el diablo no exista, de lo que podría deducirse frívolamente su existencia: si no hay pruebas de que no existe es porque existe y las ha destruido. De ahí la broma magistral de aquel predicador de uno de los poemas en prosa de Baudelaire: ¡Queridos hermanos míos, no olvidéis nunca, cuando oigáis pregonar el progreso de las luces, que, la más inteligente de las tretas del diablo es persuadiros de que no existe!
No se le puede pedir a nadie, por ejemplo, que demuestre la inexistencia de seres extraterrestres. Lo que hay que demostrar, en todo caso, es su existencia, que hipotéticamente es posible si se presentan las pruebas adecuadas. Pero es metafísica- y lógicamente imposible probar su inexistencia. De ahí que algunos deduzcan apresuradamente a sensu contrario que los extraterrestres existen, lo que sirve para alimentar creencias irracionales en la ufología y cosas por el estilo.
Por su naturaleza racionalmente perversa, este tipo de prueba de Satanás es rechazada por los tribunales modernos de Justicia dado que supone una inversión de la carga de la prueba. También debe excluirse de cualquier razonamiento lógico que pretenda probar la inexistencia de algo. Lo que hay que probar siempre es la existencia, no la inexistencia, y en el caso de los tribunales de justicia la culpabilidad, no la inocencia.
En este sentido son apasionantes las recientes discusiones sobre la existencia del virus, porque con la sola mención de la palabra “virus” y del verbo “existir”, aunque sea para negarlo diciendo “el virus no existe”, ya estamos afirmando algo y dándole carta de naturaleza.
De algún modo es el argumento ontológico de san Anselmo, referido a Dios, que es el Ser por excelencia, el ente realísimo. Cuando un ateo dice “Dios no existe” está, paradójicamente, sacándolo a relucir como el conejo o la paloma que saca el mago de su chistera o de la manga. A pesar de que el verbo existir se inventó precisamente para un único sujeto en principio que era Dios, ahora puede utilizarse cualquier sustituto o sucedáneo como suplente en su lugar, pero siempre caeremos en la misma contradicción al negar su existencia. Habría que decir “No hay Dios”, que es la fórmula popular del ateísmo, pero ahí es donde vendría san Anselmo a decirnos que si no hay Dios en nuestro corazón descreído, hombres que somos de poca fe, hay un sitio por lo menos donde sí hay Dios: en el diccionario y en la Biblia.
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