El año 2020 será recordado como el año en que la Organización Mundial de la Salud declaró la Pandemia en el universo mundo. Los gobiernos atemorizados y avasallados ante la que se nos venía encima repitieron hasta la saciedad que estábamos en guerra, declarando así implícita- y explícitamente la Guerra. Animaron a toda la población civil a militarizarse y a luchar contra el enemigo invisible. “No pasará”. “Juntos lo paramos”. “Saldremos mejores”. “Todo saldrá bien”... Eran algunas de las consignas de campaña. Hubo confinamientos de la población y se declararon toques de guerra, que el ridículo presidente del Gobierno español rebautizó con retórica de camuflaje “restricciones de movilidad nocturna”, provocando la irrisión general del ruedo ibérico. El enemigo invisible podía estar atrincherado dentro de cualquiera de nosotros mismos, ignorantes, o en el prójimo, al que no había que aproximarse y con el que había que guardar las distancias de seguridad.
Los periodistas, haciendo dejadez de sus funciones deontológicas, se convirtieron en propagandistas y con la propaganda del virus coronado sembraron el terror. ¿Cómo se puede distinguir en estos tiempos a un reportero carente de sentido crítico de alguien que se dedica a propagar el terrorismo informativo?
Curiosa palabra, por cierto, esta de propagar, que significaba en la vieja lengua de campesinos que era el latín, amugronar, es decir, acodar los mugrones, que eran los sarmientos de las vides que, sin cortarlos, se enterraban para que arraigaran y produjeran así una nueva planta consagrada a Baco, dios del vino. El término se convirtió enseguida en sinónimo de acrecentar, extender, prolongar tanto en el tiempo como en el espacio. Hay usos clásicos atestiguados en Cicerón de propagare fines imperii (extender las fronteras del imperio) y propagare uitam (prolongar la vida).
El término propagare tiene una curiosa historia: es un compuesto del prefijo pro- con el sentido de delante y del verbo pangere “clavar en tierra, plantar, hincar”, que, con un infijo nasal, se remonta a la raíz indoeuropea *pak, cuyo significado sería “fijar, atar, asegurar”, de donde nos viene derivados tan curiosos como pax, el nombre de la paz, pactum el pacto y pagus, el nombre de la aldea o del pago, en la expresión “por estos pagos”, y en ese sentido sinónimo de región o de lugar en general, pero también, según la docta Academia del “distrito determinado de tierras o heredades, especialmente de viñas u olivares”. Otra vez aparece el simbolismo de la vieja vid. Y es el origen del adjetivo paganus, que da lugar tanto a nuestro paisano como a pagano, que utilizado por los cristianos denominaba a los resistentes a la cristianización, enraizados como estaban en cultos autóctonos más relacionados con el cultivo de la tierra que con el cuidado de las almas. Y también dio origen a pagina, que en la vieja lengua rural del Lacio era el nombre del rectángulo formado por cuatro hileras de vides compaginadas. Volvemos de nuevo a la vid y a los viñedos, de donde sale el vino, que los cristianos adoptarán como materialización de la sangre de Cristo en la eucaristía.
Y la etimología nos sugiere cómo se ha propagado la Pandemia Universal por las ondas y por numerosísimas páginas electrónicas, y de ahí por las conversaciones de la gente. Pero entre los derivados de propagare merece un lugar aparte por su especial trascendencia propaganda, el gerundivo de las viejas gramáticas, que se tomó en 1843 de la locución latina De propaganda fide (sobre la propagación de la fe), título de una congregación del Vaticano. Lo que se propaga en nuestros días y se propala, es decir, se hace público, es la información, que, como los mugrones de las vides, se entierra para que dé origen a una nueva noticia, y esa información no es otra cosa más que un artículo de fe que sustenta la falsa creencia de que la realidad es verdadera.
Sólo un estricto ermitaño anacoreta que se hubiera retirado al desierto como Simón el Estilita podía haber llegado a ignorar la existencia de la crisis sanitaria provocada por la difusión del virus coronado, cuyo impacto, afectó en mayor o menor medida a la inmensa mayoría de habitantes del planeta. Otro término, por cierto, este de impacto que nos retrotrae a pangere con el prefijo intrusivo in-: *inpangere modificado por apofonía vocálica de la raíz en inpingere, y que significa choque con penetración, como el de la flecha en la diana, o la bala en el blanco, en el caso de las armas de fuego.
De uno al otro confín del mundo millones de personas vieron sus vidas instaladas en lo que se denominó la Nueva Normalidad, que es el nombre de la Nueva Era Sanitaria. El Estado de Excepción se convirtió en la regla, como dijo Agamben. No hizo falta afirmar que la humanidad afrontaba la catástrofe de la más peligrosa de las pandemias jamás vividas. No se afirmó, porque si se hubiera dicho, habría sido fácilmente refutado, comparándola, por ejemplo, con la terrible gripe española del siglo XX, pero a los que minimizaban su importancia se les tachó enseguida de negacionistas, porque se consiguió que, sin decirlo, la mayoría de la población de todo el mundo aceptara el relato oficial, la narrativa gubernamental, y se cagara, perdón por la expresión pero no cabe otra, de miedo literalmente, amenazada por un germen invisible como nunca antes lo había sido.
Para la inmensa mayoría de la gente la lucha contra el virus coronado, nueva guerra mundial, trastornó sus vidas y ocupó día y noche la atención de los medios de (in)comunicación. Durante meses vivimos en un clima apocalíptico en el que seguimos inmersos: muerte instalada en las pantallas, miedo por todas partes a la infección, miedo a la reinfección, miedo a las secuelas persistentes, miedo a la enésima ola, variantes y mutaciones, miedo a la muerte, y en definitiva, miedo a la vida. Durante meses vivimos una histérica psicosis colectiva y angustia existencial, millones de personas confinadas en sus casas bajo arresto domiciliario: algo nunca antes visto, con la única oportunidad de asomarse al mundo a través de la televisión o de las ventanas de la Red. Ni siquiera la segunda guerra "mundial" del siglo XX, pese a su nombre, afectó tanto al mundo como esta Pandemia Universal, que ha logrado que tantos países cerraran a cal y canto sus fronteras, apareciendo incluso algunas que no habían existido nunca. Se llamaron cierres perimetrales. Se establecieron controles barriales, municipales, regionales, autonómicos, nacionales. Renacieron los viejos salvoconductos.
El pasaporte “verde”, color de la esperanza, está llamado a ser el moderno Certificado de Buena Conducta que expiden las autoridades sanitarias y que otorgan a los que han recibido la gracia divina de la inoculación. El Estado reveló su verdadera cara dura, que es su esencia policial y, todo hay que decirlo, militar. Y en eso estamos. Es decir, contra eso.
Lo que ha hecho que esta pandemia no tenga precedentes no es el virus, sino las respuestas autoritarias de los gobiernos y sus ministerios sanitarios, unas respuestas no sólo desproporcionadas, sino fundamentalmente contraproducentes y, por lo tanto, irracionales.
El año 2021 en el que
estamos inmersos será recordado como el año 1 después de la
Pandemia. Hemos abandonado el cómputo de la era cristiana, e
inauguramos la Era Sanitaria pospandémica.
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