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domingo, 4 de septiembre de 2022

En la casa de citas con Agamben, Bobbio, Debord, Dostoyesqui, Luis Rosales y Galeano

Empezamos con Giorgio Agamben, que nos dice a propósito de estos tiempos nuestros que corren, malos como son para la lírica y la épica: Los historiadores recordarán este momento histórico destacando cómo los periodistas hicieron gala de la más vergonzosa e infame complicidad
 

 
Seguimos con Norberto Bobbio (1909-2004), que escribió en La edad de los derechos (1990) lo siguiente: La función primaria de la ley es la de oprimir, no la de liberar; restringir, no ampliar los espacios de libertad; enderezar el árbol cuando se tuerce, no dejarlo crecer naturalmente. Con una metáfora usual puede decirse que derecho y deber son el anverso y el reverso de una medalla. Pero ¿cuál es el anverso y cuál el reverso? Depende de la posición desde la que observemos la medalla
 
Una cita con todo un clásico, Dostoyesqui (1821-1881), que nos habla en Los hermanos Karamazov sobre la crueldad bestial: Con frecuencia se habla de la crueldad del hombre y se acostumbra a compararlo con las bestias. Esto es injusto; al decir tal cosa se ofende a las bestias. Las bestias no poseen la artística crueldad de los hombres
 

 
Guy Debord (1931-1994) escribió premonitoriamente por su parte: Los espectadores no encuentran lo que desean, sino que desean lo que encuentran
 
 
Unos versos de un villancico del poeta Luis Rosales (1910-1992): ...de noche iremos, de noche, / sin luna iremos, sin luna, / que para encontrar la fuente / sólo la sed nos alumbra
 
Finalmente Eudardo Galeano (1940-2015) escribe en Patas arriba, la escuela del mundo al revés (edit. Siglo XXI, Madrid 2010), a propósito del lenguaje políticamente corregido, mejor que correcto, que comenzaba a estilarse ya por entonces: “En la época victoriana, no se podían mencionar los pantalones en presencia de una señorita. Hoy por hoy, no queda bien decir ciertas cosas en presencia de la opinión pública: el capitalismo luce el nombre artístico de economía de mercado; el imperialismo se llama globalización; las víctimas del imperialismo se llaman países en vías de desarrollo, que es como llamar niños a los enanos; el oportunismo se llama pragmatismo; la traición se llama realismo; los pobres se llaman carentes, o carenciados, o personas de escasos recursos; la expulsión de los niños pobres por el sistema educativo se conoce bajo el nombre de deserción escolar; el derecho del patrón a despedir al obrero sin indemnización ni explicación se llama flexibilización del mercado laboral; el lenguaje oficial reconoce los derechos de las mujeres, entre los derechos de las minorías, como si la mitad masculina de la humanidad fuera la mayoría; en lugar de dictadura militar, se dice proceso; las torturas se llaman apremios ilegales, o también presiones físicas y psicológicas; cuando los ladrones son de buena familia, no son ladrones, sino cleptómanos; el saqueo de los fondos públicos por los políticos corruptos responde al nombre de enriquecimiento ilícito; se llaman accidentes los crímenes que cometen los automóviles; para decir ciegos, se dice no videntes; un negro es un hombre de color; donde dice larga y penosa enfermedad, debe leerse cáncer o sida; repentina dolencia significa infarto; nunca se dice muerto, sino desaparición física; tampoco son muertos los seres humanos aniquilados en las operaciones militares: los muertos en batalla son bajas, y los civiles que se la ligan sin comerla ni beberla, son daños colaterales; en 1995, cuando las explosiones nucleares de Francia en el Pacífico sur, el embajador francés en Nueva Zelanda declaró: «No me gusta esa palabra bomba. No son bombas. Son artefactos que explotan»; se llaman Convivir algunas de las bandas que asesinan gente en Colombia, a la sombra de la protección militar; Dignidad era el nombre de unos de los campos de concentración de la dictadura chilena y Libertad la mayor cárcel de la dictadura uruguaya; se llama Paz y Justicia el grupo paramilitar que, en 1997, acribilló por la espalda a cuarenta y cinco campesinos, casi todos mujeres y niños, mientras oraban en una iglesia del pueblo de Acteal, en Chiapas.”

domingo, 22 de mayo de 2022

Tantalizándonos

    El verbo 'tantalizar' es un calco del inglés tantalize (pronunciado tantaláis), atestiguado en la lengua de Chéspir desde 1597 como 'someter [a alguien] a un tormento consistente en ofrecer, a través de la vista o de promesas, algo deseado que no se puede conseguir''. En francés está registrado desde al menos 1755 tantaliser (pronunciado tantalisé) con el mismo significado. En castellano no está incluido todavía en el diccionario de la docta Academia, pero se usa con la acepción anglosajona y francesa como sinónimo de atormentar a alguien mostrándole placeres que no puede alcanzar.

    Un ejemplo de su uso en la prosa de Ernesto Sábato: Las palabras de la mesa, incluso las discusiones o los enojos, parecen ya reemplazadas por la visión hipnótica. La televisión nos tantaliza, quedamos como prendados de ella. Este efecto entre mágico y maléfico es obra, creo, del exceso de la luz que con su intensidad nos toma.

    ¿Cuál es el origen de este vocablo? Se basa en el nombre propio de Tántalo, uno de los míticos pobladores del Hades o infierno de los antiguos, castigado por los dioses a sufrir un hambre y sed eternas.

 

Tántalo con el agua al cuello intentando tomar las manzanas


    Tántalo es célebre en la mitología por el castigo que tuvo que sufrir en los Infiernos. Sin embargo no hay acuerdo entre los autores sobre cuál fue el motivo. De la descripción de su tormento hay también dos versiones: se hallaba en los Infiernos colocado debajo de una enorme roca que amenazaba siempre con caer, a modo de espada de Damoclés; pero que se mantenía en eterno equilibrio; o que, sumergido en agua hasta el cuello, no podía beber y calmar su sed porque el líquido elemento retrocedía cada vez que trataba de introducirlo en su boca (... a su barba llegábale el agua, / y, extenuado de sed, no podía llegar a catarla); y una rama cargada de manzanas pendía sobre su cabeza, pero si levantaba el brazo e intentaba tomar la fruta para saciar su hambre, la rama se levantaba bruscamente y quedaba fuera de su alcance. Es este último tormento el que más han reflejado las artes gráficas.
 
    La figura de Tántalo aparece quizá por primera vez en la historia de la literatura en la Odisea de Homero, concretamente en el descenso a los infiernos de Odiseo, o sea Ulises, donde nos lo presenta en estos hexámetros: Luego a Tántalo vi padeciendo penas amargas / puesto de pie en un lago que hasta el mentón le llegaba; / muerto de sed se veía, mas no conseguía saciarla; / pues cada vez que el viejo ganoso a beber se agachaba, / iba menguando el agua que huía, y entre sus patas / negra brotaba la tierra, que un genio divino secaba. / Y árboles de altas copas su fruto por cima le daban: / abarrotados perales, granados, pomar de manzanas, / dulces higueras de miel y olivos de olivas que cuajan. / Cuando el viejo quería alcanzar con su mano a tomarlas, / un vendaval las subía a las nubes encapotadas.
 

     Tántalo, Justin McElroy (diseñador gráfico)
 
     Lucrecio en su De rerum natura libro III, versos 980 y 981 se hace eco del castigo de la roca amenazante: "nec miser inpendens magnum timet aëre saxum / Tantalus, ut famast, cassa formidine torpens": ni Tántalo, el pobre, está -colgada en el aire- temiendo / la enorme roca que caiga, en vano helado de miedo. Reflexiona en ese texto Lucrecio sobre cómo los tormentos infernales, que de por sí son imaginaciones absurdas, trasladan las penas y miserias de esta vida al reino de los muertos. Por eso dice: "Y aquello, sin duda, todo que en los profundos infiernos / contado nos han que lo hay, todo en vida aquí lo tenemos".
 
    Viene a decirnos Lucrecio que el suplicio de Tántalo es nuestro propio suplicio. Sólo hay que cambiar el nombre de Tántalo por el nuestro propio, como nos advirtió Horacio en unos hexámetros de la primera de sus sátiras: Tantalus a labris sitiens fugientia captat / flumina – quid rides? mutato nomine de te / fabula narratur. El poeta lo dice bien claro: Tántalo quiere sediento beber de sus labios el agua / que huye. ¿Por qué sonríes? Cambiándole el nombre, de ti habla / esta historia.
 
 
 Tántalo, Giambattista Langetti (1625-1676)
 
    Eduardo Galeano escribió en "Lecciones de la sociedad de consumo" una reflexión penetrante sobre cómo la publicidad, o sea, la televisión, nos tantaliza: El suplicio de Tántalo atormenta a los pobres. Condenados a la sed y al hambre, están también condenados a contemplar los manjares que la publicidad ofrece. Cuando acercan la boca o estiran la mano, esas maravillas se alejan. Y si alguna atrapan, lanzándose al asalto, van a parar a la cárcel o al cementerio. Manjares de plástico, sueños de plástico. Es de plástico el paraíso que la televisión promete a todos y a pocos otorga. A su servicio estamos. En esta civilización, donde las cosas importan cada vez más y las personas cada vez menos, los fines han sido secuestrados por los medios: las cosas te compran, el automóvil te maneja, la computadora te programa, la TV te ve.
 
 
Tántalo y Sísifo en el Hades, August Theodor Kaselowky (c.1850)

jueves, 13 de mayo de 2021

¿Para qué sirve la utopía?

    Cuenta el llorado Eduardo Galeano que la utopía tiene sentido en el mundo de hoy. Cita a propósito una frase que dijo Fernando Birri, el director de cine argentino, gran amigo suyo, y que los lectores de Galeano injustamente se la ha atribuido a él.

    En uno, en efecto, de sus libros Galeano citó una frase de Birri diciendo que era de Birri. Ambos daban una charla mano a mano en la Universidad de Cartagena de Indias, la bellísima ciudad de la costa colombiana, y los estudiantes les hacían preguntas unas veces al uno y otras al otro.

    De pronto se levantó un estudiante y le hizo a Birri, recuerda Galeano, la pregunta más difícil de todas las que les formularon en aquel coloquio: ¿Para qué sirve la utopía? Galeano dice que miró con lástima a su amigo compadeciéndose de él porque a él le había tocado la pregunta y le correspondía responderla. 

    El director de cine argentino, sin embargo, la contestó estupendamente, de la mejor manera. Dijo que él se hacía esa misma pregunta todos los días. ¿Para qué sirve la utopía, si es que sirve para algo? Dijo que la utopía estaba en el horizonte y que si estaba en el horizonte “yo nunca voy a alcanzarla”. Y añadió: “Yo sé muy bien que nunca la alcanzaré, que si yo camino diez pasos, ella se alejará diez pasos. Cuanto más la busque menos la encontraré, porque ella se va alejando a medida que yo me acerco. Buena pregunta, pues la utopía sirve para eso: para caminar”. 

     Pese a la belleza de esta definición, que me recuerda a Machado (Caminante, no hay camino / se hace camino al andar...) y en cierto modo también a Cavafis en su Viaje a Ítaca, hay que decir que esa respuesta también habría servido si le hubieran preguntado para qué sirve la zanahoria que se le pone por delante de las orejeras al borrico. Sirve para hacer que este arree, es decir, para que camine y para que así tire del carro. La zanahoria está lo bastante cerca como para que crea que puede alcanzarla y a la vez lo bastante alejada como para lograrlo alguna vez.



     La historia de la palabra utopía nos lleva a la isla imaginaria que describió Tomás Moro en 1516 que gozaba de un sistema político, social y legal perfecto. La etimología nos dice que es un término griego compuesto de οὐ (ou), que es la negación 'no', y τόπος tópos, que es un sustantivo que significa 'lugar' y que aparece en otros helenismos como tópico o topografía.

    Por otro lado, las definiciones de la docta Academia insisten ambas en determinarla como un proyecto de futuro de difícil realización (“Plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización” y “Representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano”), por lo que puede servir para promover un cambio en la sociedad que puede ser superficial o profundo. Pero si ese cambio se institucionaliza, deja de ser una utopía y se convierte en un estado: el proceso se estabiliza, cuando su esencia era la inestabilidad.

    Si, guiados por la Tierra Prometida de esa utopía, se produce algún cambio social, lo que se conseguirá es que todo cambie para seguir indefectiblemente igual. La utopía debe servir para negar la realidad siempre, sin afirmar ningún sustituto suyo a cambio. En la definición de la palabra no deberían entrar las notas de “proyecto”, “plan”, que implican cambio para que todo siga igual, para que perdure la sociedad actual, que es una distopía y no una utopía, y que por lo tanto no favorece el bien humano, el bienestar de la gente.

     Para caminar sirven la zanahoria inalcanzable y la utopía, que es la promesa de una Tierra Prometida en el futuro, ya sea en esta vida o en la otra. Pero Moisés, que es el borrico y somos nosotros, nunca entra en esa Tierra de promisión.

    La utopía sirve, pues, para engañar al pueblo, como la zanahoria que motiva o incentiva al burro. Pero también sirve para decir que no, y eso no es ningún engaño. Eso es, creo, lo que quería decir Galeano, que citaba la respuesta de su amigo Birri, cuando afirmaba que la utopía servía para caminar. Sirve para no quedarse quieto, para no estabilizarse, para estar siempre de paso, para decir que no al Estado en el que estamos y que se nos impone, como dice el primer elemento constitutivo de la palabra, que es la viva negación, y niega precisamente la “topía”, lo establecido, el establecimiento, lo que tiene lugar, es decir por otro nombre: la Realidad. 

    Sirve para espolearnos rumbo a lo desconocido y para que huyamos de la realidad, con la que no estamos conformes, porque como dice una pared anónima que habla y que expresa la voz del pueblo: “Estar conformes con esta realidad es estar ya muertos”.

    Si le decimos que no a la Realidad, falsa como es, ya estamos echando a andar. Y en ese sentido lo que decía Galeano que decía Birri me recordaba a mí a Machado y a Cavafis: no importa la meta, porque en realidad no hay ninguna meta. Lo que importa es el camino, pero no el camino del burro hacia el mercado o lo que es lo mismo al matadero. El camino no establecido hacia donde no sabemos, es verdad, porque no sabemos a dónde vamos, pero sí sabemos dónde estamos y de dónde queremos huir, y a dónde no queremos volver.