¡Ha llegado el circo a la ciudad! ¿El mayor espectáculo del mundo? ¡Pasen y vean, señoras y señores, niños y niñas, querido público, y juzguen por sí mismos! Tigres rayados y melenudos leones atravesando aros de fuego, perritos vestidos de gitana bailando sobre las patitas traseras al son de la música, un oso peludo tocando la pandereta, una foca jugando con una pelota, caballos al galope. ¡Véanme a mí, un elefante haciendo el pino con toda su masa corporal apoyada sobre la trompa y las patas delanteras! Pasen y vean y diviértanse, pero no se crean que los animales del circo somos artistas, sino esclavos obligados a hacer cosas que la naturaleza nunca prescribió que tuviéramos que hacer.
El otro día después de la actuación escuché una conversación entre un abuelo y un nieto que me dio mucho que pensar: "¿Por qué, le preguntó el niño al abuelo señalándome a mí, con lo grande y lo fuerte que es ese elefante, no rompe la cuerda que lo ata a la estaca?" Su abuelo le dio esta respuesta: "El elefante no se escapa porque cuando era pequeño amarraron con cadenas de hierro bien prietas una de sus patas a un árbol enorme. Entonces intentó librarse de su cadena con todas sus fuerzas. Pero no pudo. Y ahora cree que no puede librarse de ninguna atadura... Pero si quisiera, rompería la atadura en un pispás."
Un día vino un hombre. Se me quedó mirando, metió un palo con un gancho metálico entre los barrotes y me pinchó con él. Me hizo daño, así que me defendí y le dí un trompazo, y él se rió: “¡Ya te quitaré yo ese genio, maldito cabrón!”. Al día siguiente empezó lo que él llamaba mi entrenamiento: Si no le obedecía, me ataba, efectivamente, una pata delantera y una trasera con una cadena y me pegaba con el palo del pincho. Yo intentaba librarme con todas mis fueras, pero no podía. Aquel hombre era mi domador, porque se suponía que yo era un animal salvaje que debía ser domesticado. Si no me doblegaba, me amenazó, me arrancaría el marfil de los colmillos...
Vamos de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. Los traslados son duros. Algunos animales mueren en los viajes. Nuestros domadores se enfadan entonces porque eso les supone perder dinero. Nosotros sólo somos para ellos dinero: su principal fuente de ingresos. Ellos también están amargados porque, como llevan esta vida errante, no pueden disfrutar de la estabilidad de un hogar. El circo tampoco es bueno para ellos. Pero ellos, al fin y al cabo, han elegido ese modo de vida, dentro de lo que cabe, mientras que nosotros no hemos tenido esa opción.
A mí ya sólo me queda la esperanza de que, cuando sea un viejo paquidermo, y ya no sirva para entretener a nadie, me dejen descansar en paz. Sí, quizá podría escaparme. Tal vez podría romper la cuerda que me ata a la estaca, tiene razón ese señor, pero ¿a dónde iba a ir? La vida me ha enseñado, mala maestra, a aprender la lección de la obediencia.